25.12.22

359/365 Douglas Quaid

 





No sabemos qué es real y qué no lo es, qué cosas hemos vivido o cuáles hemos incorporado, por afecto emocional, al caudal de recuerdos del que nos abastecemos. Yo mismo he hecho cosas que he olvidado, por desafecto, en este caso, y tomado como ciertas las que no viví. El cine o la literatura corrompen todas las certidumbres y nos arrojan al maravilloso territorio de la ficción, que es un reverso espectacular de la realidad, a la que niega o de la que se avitualla, aunque siempre cuestionándola, rebajando ese aura de seriedad que siempre la rodea y sometiéndola, en última instancia, a la rutina de los juegos, al caos o al vértigo de lo que no se puede comprobar. De no ser por la ficción, estaríamos muertos. Hay una muerte que no tiene nada que ver con el cese de la actividad cerebral. Una más refinada, que está gobernada por mecanismos mucho más sutiles. Así que uno puede morir en vida. No exhibe el look clásico del zombi, pero como si lo fuese. No hay velatorio ni una columna severa de deudos que remarcan lo buena persona que fuiste y lo vacíos que los dejas. Uno muere cuando deja de inquietarse. Es el asombro el que administra, a su muy hermosa manera, la calidad de la vida que tenemos. Quien renuncia al asombro o quien no se deja zarandear por su hechizo, malvive o, siendo muy respetuosos, vive sin que nada de lo que le rodea le afecte, encapsulado, anestesiado, insensible, a salvo de la incertidumbre. He pensado de esta o parecida manera desde que la literatura o el cine me reclutaron. No es que ahora piense de otra forma ni que haya rebajado mi absoluta fascinación por la ficción, pero la ciencia (la que los medios de comunicación airean de cuando en cuando, no la sofisticada e inaprehensible, la que no entendemos) te hace caer en la cuenta de que no hay casi nada fiable en el mundo que nos rodea. Es curioso que sea precisamente la ciencia, la cartesiana, la matematizable, la que convierta en literatura la realidad de la que se nutre.


A lo que no alcanzo es a entender cómo la química, la disposición de unas moléculas o la injerencia de otras nuevas, puede modificar ese entramado sentimental que me he ido montando a lo largo de mi vida. Y puede, claro que puede. Basta que unos mad doctors, de los de las pelis de serie B, me tumben en una mesa de operaciones, abran mi cerebro (espero que no esté yo consciente en ese crítico momento) e implanten recuerdos falsos en mi hipocampo. En los ratones, se pueden implantar trozos de memoria, episodios que no sucedieron y que adquieren rango de verdad, de experiencia integrada. Ahí es en donde lo fabulado y lo verídico dejan de enfrentarse y se complementan. Donde uno no alcanza, llega el otro. La ficción cubre los huecos en donde la realidad marra. Por eso la bendita irrupción de estos ratones milagrosos. Hacen pensar que después vamos nosotros. Nada que podamos vivir en adelante no habrá sido vivida ya antes por los animales. Solo hay que desmontar una parte del cerebro de los bichos y volver a montarla de nuevo. Lo que no hay es un narrador fiable de las nuevas experiencias recién construídas. De haberlo, las posibilidades científicas son enormes. Y las comerciales. Como uno no sabe de ciencia, prefiere la literatura, sea ciencia-ficción o sea ficción a secas. En ese hilo de las cosas surge la fascinación absoluta por las hipótesis narrativas: todo al estilo de Schwarzenneger en la película de Paul Verhoeven, basada en el cuento “Podemos recordarlo por usted al por mayor” de Philip K. Dick, donde Douglas Quaid, normal entre los normales, vive la aventura de ser otro, qué novedad eso, al cabo, al permitir que una Rekall, una empresa especializada en implantar recuerdos ajenos. Los de Quaid suceden en Marte, donde se arroga el rol de ejercer de agente secreto conjurado a salvar el planeta rojo, aunque realmente (el adverbio es aquí resbaladizo) ya fue un agente secreto, cosa que, a beneficio del delirio de la trama, no recuerda. 


La industria de los recuerdos tendrá su clientela ávida de experiencias. No hay nada nuevo tampoco bajo el sol. Es una historia antigua. El tiempo (su falsedad, su fragilidad) es el juguete: uno que sustituiría (no lo duden) los modos tradicionales de consumir historias y relegaría a un plano menor, irrelevante en ocasiones, a toda la batería de pantallas y de máquinas que restituyen la información valiosa. Todo sería sustituido, felizmente a decir de los optimistas, por un volcado controlado de moléculas en alguna parte del cerebro. Ahí se produciría el prodigio, ese milagro que consiste en la creación de recuerdos nuevos, de experiencias novicias. Son los ratones los que han abierto campo, pero detrás vamos nosotros. Como Schwarzennegger / Quaid en Desafío total. Seguro que ya hay voluntarios dispuestos a dejarse injertar recuerdos ficticios. Los reales no ofrecen el atractivo de los falsos.  He estado aquí, pero no lo tengo claro. Nunca he estado aquí y, sin embargo, parece mi casa. En ese hilo de las cosas. Igual no nos pertenecen de la memoria: la habremos recombinado, hecho que sus piezas ensamblen de otra manera, convertido su mapa de vínculos en un carrusel de feria de pueblo.

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