30.12.22

364/365 Manuel Lara Cantizani

 


Pensar en Manolo Lara Cantizani es pensar en haikus, en Borges, en sílabas, en tigres, en lo hebreo, en lo subbético, en Bécquer (qué camiseta más chula usaba), en Luis Alberto de Cuenca, en Joan Margarit, en Luis Felipe Comendador, en Chiquito de la Calzada, en maratones, en crestas. También en su trabajo como gestor editorial y municipal, en su vocación de maestro y en su compromiso como ser humano. En el fondo, era un niño que de pronto ha razonado los motivos de la vida y resuelve no abandonar esa condición y actuar en consecuencia. Le costó hacerse mayor y, a la vista de su trajín y de sus maneras, nunca lo fue del todo. Lo recuerdo sonriendo. Tenía una sonrisa franca, tenía un gesto amable. La última vez que hablamos, él ya muy enfermo en su casa, me refirió algunos versos del poema del ajedrez de Borges. Me dijo que molaba. Ese verbo ya no es de nadie, no podrá usarse sin que se le oiga pronunciarlo. Tampoco se podrá leer el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz sin que la música del verso en el que mana el agua pura y el poeta pide que se entre más adentro, en la espesura. Ni celebrar un triunfo del Betis o escuchar The ocean, la preciosa canción de Richard Hawley que en cierta ocasión pretendimos cantar en la Vía Verde, sin que ninguno diéramos con la primera línea. Hoy la he buscado. "You can be my guiding light". Tú puedes ser mi luz de guía. En cierto modo, Manolo fue una luminaria en una época de sombras. La acepción que le doy es la de la luz que arde en la iglesia. Era un hombre de fe. La abrazó con más ahínco cuando la enfermedad lo devastó. Dios tiene su métrica y nadie como él para contar las sílabas. Además era poeta. No hay palabra que le cuadra más. A todo lo que hacía le insuflaba poesía, lirismo, esa verdad intangible que flota hasta en los momentos crudos, cuando arrecia la mediocridad o cuando parece que todo está regido por el peso de la realidad, tan hosca a veces, tan reacia a que se la pueda gobernar y hacer con ella lo que de verdad nos plazca. Era un soñador. La vigilia era una extensión del sueño. Incansable, espoleado por un deseo inconmensurable de servicio a su pueblo, se vació y nos llenó a todos. Todo a lo que me entrego se hacen ricas y a mí me dejan pobre, escribió Rainer María Rilke, pero Manolo supo invertir el verso: lo ocupó de vida y de riqueza. Es lo que hacen los humanistas: darse sin doblez, no esperar que ese acto valga reconocimientos ni halagos, trabajar por los demás, por uno mismo. Conmueve recordar la entereza con la que se fue. Paradójicamente, se iba curando conforme iba empeorando. Su cuerpo mermaba, pero su espíritu se izaba como un bastión de algo parecido a la belleza o a la integridad o a la fe o cualquier cosa que se nos ocurra en la que intervenga la bondad y la dignidad. No he visto a nadie presentar un acto cultural con una naturalidad como la suya. Hablaba en público como si intimara con un amigo en la barra de un bar. Su verbo, colorido y divertido, fluido y ocurrente, era barroco cuando debía serlo, clásico por querencia espiritual, moderno por imperativo de los tiempos. Buscaba en el haiku equilibrio y lo encontraba en las palabras. Yo le escribí algunos en un libro monumental e íntimo (Haikus del buen amor, desde Lucena y del mundo) que se forjó entre quienes estábamos a su vera, cuidándolo en lo que podíamos, dejando que nos cuidara. "De vez en cuando / se daña en vuelo el ala. / El aire tiembla". "Vida invisible. Bulle sin que la veas. Te está esperando". "En la almohada,/ semillas de Japón. / Jardín de haikus".  Se leyeron en su auditorio, el que lleva para siempre su nombre. Fue uno de los actos poéticos (y sociales y humanos) más hermosos a los que he asistido. Ya no vivo en nuestra Lucena, pero todavía le recuerdo al caminar por ciertas calles. Lo hago con alegría, a pesar de que no me lo encuentre y me invite a subir a su despacho del ayuntamiento para regalarme un libro de un poeta del Nepal. El tigre impar era divino. Parece suya la frase. Saltaba sin vértigo: salvaba el abismo. Como el cohete que le pusieron en la cabeza en la portada de ese libro de haikus. Todo rima en ese vuelo suyo. Las palabras son herramientas del futuro. El tiempo se desconjuga, no se aviene a la instrucción verbal que lo sostiene. Shalom. 

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