6.12.22

340/365 Lauren y Humphrey



Acabo de ver a una pareja besarse en una película infumable. Ha sido cambiar de canal y toparme con la escena de amor. No ha durado ni lo recomendable para que de verdad resplandezca el amor que los ejecutantes deben profesarse. Ni siquiera ha cumplido ese hipotético canon de los besos que los amantes del cine clásico (perdónenme si la modernidad me trae de vez en cuando al fresco) conocemos después de cien películas adorables con cien besos inmortales. Me ha dado por pensar que los besos de antes ya no existen. No están de moda las películas con beso antes de cerrar cortinillas. De hecho no están de moda ni siquiera las cortinillas. Puestos a buscar cosas que ya se estilan poco, echo en falta el The End que me escoltó durante esos años en los que uno se hace adicto al cine. Echo en falta el león de la Metro en una terraza de verano en Córdoba. No está de moda el romanticismo. Todo se construye para que el mercado lo derribe. Las leyes de ese mercado son las que mandan. Por eso no hay besos antes del final. Igual venden menos que antes. Uno puede refugiarse en una habitación oscura, encender la pantalla (grande, a ser posible, pero no es necesario en modo alguno) y prender la belleza de alguna de esas cintas memorables, ajenas a la cinefilia sesuda del Cahiers du Cinema y a los análisis de la inteligencia aplicada al arte. En las habitaciones oscuras los besos ocupan todo el universo, aunque sepamos que son besos de mentira. La ficción misma nos educa para que apreciemos el valor de esa mentira. A veces la realidad, recién descendidos de la ficción que construyen las películas, no nos llena. Buscamos besos en la oscuridad. Creemos que ese beso al final del metraje puede excusar los errores de la trama. Pensamos que el guión de la vida que llevamos es el único posible y que el cine puede abastecernos de las mentiras con las que disfrutar más de ese guion imperfecto. Amo la ficción casi por encima de todas las cosas. Amo los besos en los cines de verano. Amo todas esas cosas que, sin estar de moda, están conmigo, en las estanterías de la habitación en donde alojo los libros, los discos y las películas que me apasionan. Una vez que entro ahí entiendo que el mundo cobra de pronto sentido. Dentro de ese cosmos privado la vida es perfecta. Afuera, en ocasiones, también. No tengo edad ya para exigir que todo sea bonito y alegremente los pájaros endulcen con sus trinos la mañana. La tengo para saber que puedo abrir el cofre del asombro en cuanto quiera y abrevar con mimo hasta el hartazgo y ver a Humphrey y a Lauren besarse hasta que la luz se enciende. Una mala escena en una mala película (no la he visto, pero era mala con solemnidad) me ha hecho pensar en ellos dos: en Bogart, en Bacall. 

Tal vez nunca debamos saber qué hay detrás de la pantalla. La ficción debe bastar. La historia es la que cuentan los fotogramas, aunque en ocasiones se filtra la trastienda, la vida real. El cine crea un desorden luminoso al que debemos conceder la autoría emocional de todos nuestros sueños. Quizá sea bueno ignorar la biografía, no sé, lo estoy diciendo y todavía no lo tengo del todo claro. Deberíamos, lo digo con un resquicio de duda, no prestar atención al vértigo de la fama, a esa rueda de morbo puro que ofrece la cara sucia de las estrellas, su normalidad, la historia interior, tan igual a la nuestra, tan accidentada como la nuestra y, a veces, tan deplorable y punible. La vida de las estrellas enturbia el resplandor que dan en el cine, cuando las luces se apagan y realizan el trabajo por el que se les paga, aunque yo nunca pensé que a Humphrey Bogart le pagaran por decirle a Sam que la tocara de nuevo o que Audrey Hepburn recibiera sueldo alguno por ser esa belleza dulcísima y frágil que desayuna con diamantes.

Actores de perfil bajo o incluso sencillamente competentes dan a veces su verdadera dimensión dramática en casa, en las fiestas, en cualquier lugar en donde no haya cámaras que registren el prodigio escénico. La talla de Errol Flynn era su verga (cuentan) aporreando un piano, aunque luego engolosinara a varias generaciones con su pose juguetona y su muy rudimentaria y efectiva forma de interpretar. Marilyn Monroe murió tan joven y tan divina que es completamente necesario fabular lo que le apetezca a uno y pensar en cómo sería en la cocina o de compras o en un paseo casual por un parque. A Ava Gardner la arrojaron al vicio y fue la diva ligera de cascos, de gañote ancho, libido exigente y fácil revolcón, pero nada de lo que hizo (en Madrid, consta en muchas actas) induce a pensar en que los biógrafos o los rumorólogos quisieran colocarle gratuitamente el cartel de ninfómana. Yo no pienso en eso o no quiero pensar en eso cuando la veo como un gato hermoso (no soy original en esto ni en nada) desplazándose con pasmosa sensualidad en las escenas. En la intimidad, en ocasiones, damos de nosotros mismos un grado de esplendor que no registramos en el desempeño de nuestros trabajos. Me encanta esa idea, a poco que la voy rumiando, añado. 


Vuelvo a Humphrey y a Lauren. Howard Hawks los puso juntos en Tener y no tener en 1.945. Era, en palabras del propio Hawks la peor novela de Ernest Hemingway, y así se lo dijo; también que de esa cosa mediocre él haría una gran película. Ayudó Faulkner en el guion. Betty Bacall ( luego Lauren ) tenía 19 años y esa inocencia felina que nunca abandonó del todo. Era espigada, de rostro huesudo y cara de ángel huidizo. Humphrey Bogart traía veinte años más que su nuevo amor, tres matrimonios rotos en sus curtidos 45 años, una afición desmedida por el sexo (con el sexo se puede alcanzar el mayor grado de diversión posible, sin tener que reírse, dijo)  dos pulmones a medio encharcar por la nicotina y un hígado castigado por todo el bourbon de Kentucky. Se dice que cuando Humphrey fue pillado mirando las tetas de Marilyn Monroe en una foto que ocupó portadas en muchos periódicos de la época, Lauren decidió engañarle. Eligió a Frank Sinatra. Tampoco este pequeño adulterio entre famosos pudo con el matrimonio. Duró trece años y nacieron dos hijos. Humphrey murió de cáncer de garganta a los 58 años. Esos últimos trece estuvieron juntos. En la pantalla podemos verles en Tener y no tener, La senda tenebrosa, El sueño eterno y Cayo Largo. Cuando Lauren Bacall estuvo por España recordó a su marido en el cincuenta aniversario de su muerte. Vino a decir que todavía estaba en su vida. Está en las nuestras, cómo no va a estar en la suya. Lo de las tetas de Monroe y el encamamiento con Sinatra alimenta la leyenda. Y las fotografías en las que Lauren da fuego a Humphrey o en las que se observan, acaramelados, cómplices de un amor que no es posible (ni necesario) entender, me empujan a querer saber todavía menos. No me cuenten que se divorciaron, que él bebía muchísimo y que ella buscaba amor fuera del conveniente reducto conyugal. Nada de esa soportable rendición de datos podrá borrar la magia de todas las películas que hicieron. Ayer escuché a Fernando Méndez Leite en la radio. Dijo que el cine actual no le gustaba porque ninguna mujer viste como Lauren Bacall. 

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