Quién sabrá vivir, quién podría decir que lo hace a conciencia sin que sobre ni falte nada, sin que la luz se entenebrezca de cuando en cuando, sin que la alegría se desdiga cuando la asedia una brizna de tristeza. No hay oficio de más difícil desempeño y, al tiempo, ninguno más sencillo. Empieza a quebrarse si se rumia más de la cuenta lo que hace o lo que deja de hacer. Nada más creer que se está en la buena senda el camino se bifurca, se expande, se enmaraña en sombras, se enturbia. Más que nada, saber vivir es ignorar cualquier instrucción que se nos entregue. No hay un prontuario al que acudir o del que extraer un proceder. Uno pergeña azarosamente sus propias instrucciones, las corrige mientras las formula, se esmera como puede en que no delaten un titubeo, alguna evidencia de que no se tiene ni idea de lo que se está haciendo. Da al azar la comisión del éxito, qué remedio. Sospecha que nada que pueda hacer contribuirá a que esa empresa cuadre sus cuentas, pero no hay nada de lo que lamentarse. Es tan hermoso improvisar. Hacer que cualquier día conste como el primero. Luego están las cosas sencillas de las que nada se espera y que calan, duran, hasta conformar un grumo fiable de ternura por ahí adentro. Falta la ternura. Es una palabra a la que se le da poco elogio. De ella surge todo. Cuando escasea, tanteamos la realidad con tosco afán, escribimos renglones torcidos, besamos sin motivo, damos abrazos huecos, asentamos la idea de que nada vale realmente la pena. Las sociedades crecen con ella, se forjan con ella, perduran con ella. Todo lo malo que suceda proviene de su ausencia. Todo en ella es puro y dulce. Tal vez no debamos pedir paz ni amor, que son abstracciones de más elevado coste, sino ternura. No habría sombras a las que apartar, la luz sería una brújula, el corazón latería con mayor aplomo. En fin, se ha levantado uno sensible. También esa palabra, la sensibilidad, debería prestigiarse. El elogio de la ternura es en sí mismo un elogio a la sensibilidad.
26.12.22
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