23.12.22

357/365 Rock, Cary, Marlon y Gregory



A mi querido Carlos Galán Doval


 Yo nací cuando la televisión era en blanco y negro. El color vino más tarde y lo entendí como un halago a la vista, pero el amor a las imágenes irrumpió antes, indeleblemente. Rock Hudson, Cary Grant, Marlon Brando y Gregory Peck sobrevinieron a mi hambre cinéfila en severo blanco y negro, que era mucho más dramático cuando se requerían la portentosa elocuencia de la sombra. Toda la pirotecnia cromática posterior no desbancó esa querencia mía al cine privado de color. Estos cuatro caballeros eran de la familia. Irrumpían en la pantalla pequeña del Grundig de casa. Todavía guardo las vives de los dobladores. Las puedo oír si me empeño lo suficiente. También la manera en que andaban y los gestos que repetían, como una especie de marca de fábrica. No supe de ellos nada que no fuese lo que el cine me entregaba. Me parecía imposible que tuviesen una vida al modo en que los demás teníamos la muestra. Eran la majestuosa evidencia de que la ficción podía rivalizar con la realidad. Esa verdad no siempre se aprecia cuando la edad nos hace entrar en razón y la fantasía (su arredro de vida más allá de la cursada) impone su cuota de fatalidad, su peaje ineludible. O tal vez no lo sea enteramente. Fascina que estén en la fotografía despojados de cualquier indicio de dramatismo o de aventura o de comedia. Como si de verdad existiesen fuera del set de rodaje. También que anden juntos. No hubo ninguna película en que trabajaran los cuatro. Me pregunto de qué hablan los personajes cuando no tienen un librero memorizado. Si sus conversaciones contendrán asuntos de poco fuste, de trivial reclamo, o evocarían escenas en las que mataron o los mataron o besaron con apasionamiento o traicionaron o les traicionaron. Uno festeja haber sido agraciado con el don de la memoria. Tutela como tesoro imágenes que lo aprovisionan de alegría. El cine procura esa convocatoria de la felicidad. También la de la nostalgia. Siempre podremos regresar al lugar donde intimamos con ellos. Ese viaje es impagable. Lo demás es que sus vidas privadas tuvieran algo que pudiera incomodarnos, que el aura de épica decayese cuando lo más acendradamente humana tomara su sitio y comprobásemos que eran violentos, infieles, crápulas o toxicómanos. Ninguna debilidad del espíritu rebajaría nuestra devoción. Nada de lo que pudiéramos tener noticia haría que los bajásemos de la cima en la que los pusimos. Están allí, No van a dejar de estar nunca. 


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