8.3.25

El bozal / Como deben contarse unos cuentos



La escritura es un palimpsesto, hace tiempo que lo pienso. Quienes escribimos, tal vez sin una conciencia exacta del cómo hacemos las cosas o incluso del para qué, recurrimos a los mismos motivos, hacemos patria en ella, aunque la pretensión sea la de alejarnos y no incurrir en esa perseverancia. Las palabras que escogemos conducen la trama. De "Reino Vegetal" a "El bozal", las dos obras publicadas en Ya lo dijo Casimiro Parker con exquisito gusto, hay un distancia asumible, pero esa impresión no es duradera: basta adentrarse en estas diez historias de perros para advertir una toma de riesgos de la que Marc Colell - lo avanzo ya- sale más que airoso. "Reino vegetal" (léanla, por favor, saldrán más sensibles, hasta mejores personas) era una novela sobre el verano, sobre la melancolía, sobre la memoria que aquí, en esta colección de cuentos, se extiende con la misma sutilidad, sin alharacas. Como si fuese una extensión de ese verano. Como si al autor le hubiera faltado, más que algo que contar, un modo nuevo de contarlo. Porque aquí la escritura es una herramienta y, al tiempo, es una instancia superior que impregna la parte del asombro que se conmueve al avanzar las historias y dar con su propósito. Adviértase aquí: es esquivo ese propósito, no se deja manejar con docilidad, pero permanece, una vez que se ha franqueado la puerta que invita a que hagamos casa en ellos. 

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Los perros son criaturas admirables. También las tortugas. Se les dan a veces las atenciones que no dispensamos a nuestros iguales. Será la diferencia la que nos anima a volcar algo de sensibilidad y considerar que están descarriados y que podemos concederles una especie de afecto, que no debe contraer un agradecimiento, pero que nos hará sentirnos agasajados por algo parecido a la ternura. Los perros, las tortugas, el hombre. Este libro no va de perros, pero tiene algunos. Diez, más. Me gusta el texto de la contraportada del libro. Dice que hay perros de muchos tipos, pero me quedo cuando nombra a los perros que parecen niños o ancianos. Yo creo que este libro de Marc Colell está lleno de niños. Está la infancia entera. La de cualquiera. Uno puede encontrarse en muchas de las cosas que cuenta en ellos. Los ancianos, me lo dijo alguien hace poco, lo son de verdad cuando vuelven a ser niños. 

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La realidad es una dispensario de extrañeza. En "El bozal" la realidad está afantasmada, entenebrecida (cómo me gustan esas palabras). Cuando se aviene a expresar algún tipo de rutina, algo que se espera, algo que entra en lo visto o en lo escuchado, es cuando con más afán urde sus malandanzas. Lo que fascina en todas estas historias (repetiré de nuevo: no son historias que hayamos visto o que hayamos escuchado) es que están sucediendo: su legitimidad narrativa es ajena a la habilidad de quien asiste a ellas y, las más de las veces, no aprecia su encantamiento, esa locuacidad de lo inverosímil.

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 Con alivio, con resignación también, uno reemplaza el dolor por otro dolor. No se podría censurar que concurran. La muerte es una consideración irrelevante. Lo que cuenta es lo que sucede hasta que ella aparece. En cierto modo, estos cuentos son festejos portentosos de cuanto es vida y de cuanto nada sabe de que la muerte ronde y acabe por impregnar con sus babas los cuerpos felices, los momentos de amor. La sensación que primeramente se tiene (también es reemplazada inapelablemente por otra) es que Colell ha dispuesto un andamiaje medido de recursos para que las tramas prosperen, pero esa convicción no es fiable. A mí lo que me parece es que es la misma escritura la que organiza y desorganiza el propósito con el que se iniciara el trasegar de lo que cuentan. Hay una musculatura firme, una contención bien visible en la rendición de los sintagmas, en la duración de las frases. No son largas, no se gustan y se extienden, encantadas de haberse conocido. Bien al contrario, se comiden, se prefieren bruscas, de una cortedad intimidatoria, resolutiva, hechas a que decir no precise el alambique que las haga medrar y adquirir la notoriedad de lo ampuloso. Esa decisión es crucial: ella lo condiciona todo. No creo haber leído un libro que se confíe con tanto entusiasmo a la obediencia a un estilo determinado, al yugo prodigioso del estilo, de la forma trabajada con exhaustiva eficacia. Lo que debió costar la apropiación de uno útil. Porque, ante todo, este libro es un delicado mecanismo de toma de decisiones. Al dar con la voz, al elegir su afán, con desparpajo, con vehemencia, hay que dar con el tono. Es que es muy difícil escribir. Se suele traer la idea del dolor (uno reemplaza a otro), pero el escritor es un infatigable corrector de sí mismo. Mientras se escribe, lo que pugna adentro es la voluntad de un lector. Él sanciona o aplaude, se entusiasma o flaquea. El primer lector de este libro (de cualquiera que importe) es el Colell intimidado por otro Colell (un escritor reemplaza a otro). No hay manera de saber cuál vence. Uno tiene que hacerlo. Cabe la posibilidad de que incluso el victorioso no haga alarde alguno y solicite (con alivio, con resignación también) que los lectores opinen, le hagan encontrar sentidos que él no advirtió. Hay libros (sí, unos más que otros) que poseen ese anhelo democrático, esa especie de promiscuidad narrativa. Venid, por favor, lean. Cuéntenme qué les pareció. No es el elogio lo que deseo, sino la conversación. Creo que un libro (uno bueno, añado) no se acaba nunca. Creo que he escrito eso las veces suficientes como sostener mi afirmación con colmo de elocuencia. A mí los libros que me gustan me duran más cuando los cierro, pero recuerdo que, al cerrar "El bozal", sentí una punzada de descorazonamiento. El desánimo duró poco, no obstante: un libro reemplaza a otro. De ahí lo del palimpsesto, uno de los más extraños, por cierto: ahora veo perros en la novela que empecé esta mañana. Esta mañana he releído uno de los cuentos, probablemente el que más me gusta. Se llama "Risa tonta". Me pareció imposible que acabara donde acabó, quise que la imposible posibilidad de que continuara se aviniera a que yo mismo le diera un aliento más largo en mi cabeza, pero renuncié también con prontitud. Su protagonista, Izan, un chico de dieciséis años que podría ser uno mismo, a poco que eche atrás la memoria o no haga que la edad de la que disponemos hable más de lo que se le permitiría, quiere amar, todo lo confía a esa determinación romántica: quiere vivir, sentirse parte de la vida. 

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La Carlota del Reino Vegetal debe estar en algún cuento de El bozal. No me habré dado cuenta, pero Colell no se habrá deshecho de ella. Hay personajes que mutan en otros. Yo he querido verla en alguna de las niñas del cuento. Los dos libros se parecen. Están bien escritos, están bien contados. 

LOS CUENTOS

Escombros / Buscar lagartijas, almendras en el suelo, llevarse algo a la boca. Los animales del bosque tiemblan y se esconden, vuelan y se esconden. Las hormigas tienen vocación de hormigas. La infancia es una hormiga lenta que no acaba nunca de llegar al agujero. Una balsa detenida, dice el que cuenta. Las mujeres ejercen de mujeres: amasan, limpian, tienen los brazos fuertes. Chusca es un perro que sabe callarse cuando debe. Ladra a sabiendas. Le incomodan las toses, que son el augurio de algo feo. Los perros entienden de belleza. La muerte es un estruendo de una delicadeza que acongoja. Se pueden acabar las toses y sonar en la cabeza. Su eco, su lamento. Hay cuentos que se basan únicamente en lo que no dicen. Este cuento entero está en lo que no se cuenta. Está ocupado por recuerdos que tienen la compostura de un edificio a salvo de la intemperie. Alguien vacía un orinal, alguien juega a que el juego no acaba nunca. 

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Quiero decir / De lo que no se ve qué podría decirse, de lo que no nos han contado, de lo que sucedió sin que se nos diese asiento. Volvemos a los juegos en la infancia. Son de una ternura tan hermosa que uno querría jugar otra vez. Una vez más. Volver a sentir el temblor de perder o de ganar, de perderse y de que se le encuentre. A veces vemos a un viejo amigo y le contamos cómo era todo entonces. Tú y yo somos lo que éramos o ya no lo somos, debes aclarármelo. De momento, cuenta esta costumbre nuestra de la memoria, quiero decir. Edurne es cualquier chica. El perro, cualquier perro. Ni nombre tendría. El paisaje no se ha corrompido. Está la arena, está el verano, está el calor. Las bicicletas. Quedar con las niñas. Benajes es el deslenguado, el descerebrado, el que se folla todo lo que se mueve, pero él no sabe nada del mundo. Ni sabe qué cosa será follar o tener lengua o un cerebro. Las travesuras eran piezas de un mecano infinito. Vamos a tirar piedras a esa casa, vamos a entrar dentro. No hacemos nada malo, eso lo sabíamos. Qué daño podríamos causar. Cosas de niños, dirían. Nosotros, los más preparados, los ciegos, los valientes. El perro no nos arredra. Es un chucho inofensivo. Como un mueble o un adorno. Edurne no está. Benajes no tendrá con qué fardar cuando vuelva. Llevamos en la piel las muescas de nuestras escaramuzas. Son trofeos, algunos más notorios que otros. El miedo a que nos descubran. La sensación de plenitud. El alivio de estar a salvo. Los perros saben cómo protegerse. No siempre. 

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La buena vida / Hay quien no sabe vivir, aunque sus funciones vitales hagan su oficio con eficacia. Gente insana, en el fondo, aunque se laven los dientes cuatro veces al día y coman con estricto sentido calórico. Juan es uno de esos tipos que solo piensan en sí mismos. Los hay en abundancia. Elogian la rectitud, la observancia de unos normas, el recato en ciertos procederes. Se cuidan como si no fueran a morirse nunca. Higiene y rectitud. Limpieza y orden. Pueden pensar en desviarse del camino, pueden regocijarse en esa ocurrencia, pero no tendrán valor, seguirán cumpliendo las normas, velando por la higiene, por el orden, por la rutina. El perro se llamará Júpiter: le engañaron al vendérselo. No era un perro Juan, un perro ordenado, un perro sin grasa, un perro recto. Piensa que hará bien si lo retira, si lo pierde, si lo sacrifica. No hará nada cruento, no se atreverá, pero la decisión es irrevocable. No es un perro blanco, enorme, un perrazo. Podrían habérselo advertido: es una mierda de perro, no está a tu altura. No se habría gastado el dinero, no habría depositado en Júpiter la ilusión de tener un igual a quien saludar por la mañana y sacar de paseo. Por presumir de perro, por exhibirse los dos. Pero no supieron, no quisieron saber. Juan es un buen hombre, pensará Juan. El perro no es un buen perro. Lo mejor es que nadie sabrá nada. Ni mamá me verá. Qué buenas sus carrilleras con salsa de vino, con zanahoria, con puerros. Nunca ha vuelto a probarlas. Tendría que ampliar los ejercicios. Pedalear más. Hacer más números con las calorías. Cuatrocientas están bien. Al mundo se le puede aplicar una medición estrictamente calórica. Júpiter era más feliz que él. Mucho más. 

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Sarita / Una madre es un artefacto inescrutable. Nadie sabe cómo es una madre, a pesar de que algunas se entiendan y hasta compartan esto o lo otro, si hacen las mismas cosas para que en casa todo funcione como debe o si algunas de esas cosas son inaceptables se presenten bajo la forma en que se presenten. A una madre se le permite todo. Que alargue su estancia en la cama por temor a que el perro de la familia le lastime un tobillo o los dos. Hará de esa cautela una bandera, la ondeará, creerá que tiene la autoridad, a pesar de que repose y no se la vea como debería, aunque baje y ejerza de madre y hasta se le premie ese esfuerzo, ese alarde.  Hay leyes oscuras, hay normas secretas. Sarita, en cambio, no parece atender, no es de atender un perro, ni siquiera uno hecho a acatar y a pasar por uno más, a que se le acaricie y considere. Tal vez Sarita y la madre se han conchabado. Se han vuelto inseparables. Si una desatiende sus obligaciones (iba a decir sus vicios), el otro tendrá que desatender los suyos. 

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Las personas / Uno puede confiarse a la verdad sin que la verdad importe. O al miedo para que el miedo se desvanezca. El caso es tener algo con lo que ocupar el tiempo y hacer que no duela. Es del dolor de lo que nos precavemos. También de su ausencia. Porque el dolor hace que todo cobre a veces un sentido. Se hacen planes, se escriben incluso. Hace como que nada importe para que importe todo. Y se tira al monte para buscar a su perro. Si no lo hubiera dejado suelto. Si no le hubiese permitido ir a su aire. Si la confianza. Si la verdad. La correa es un objeto incomprensible. La luz tampoco la entiende. La luz no informa. Todo es oscuro, él es oscuro. Angueto no está, él tampoco. Fatigó el bosque, se cubrió de bosque. Él mismo fue bosque. Se puede ser bosque para que el bosque desaparezca. Para que todos los árboles se vayan. El terreno limpio. El hombre deja de ser hombre. Es perro, es bosque, es árbol, es nada. Imaginó (se imagino uno que imaginó) que tendría que hablar el mismo lenguaje que su animal. Ser su animal. Hacer como él. No contar con nada que le recordase qué fue antes de que el animal se desvaneciese. Por su culpa. Por su gran culpa. La lluvia no ayuda. Ni el frío. Pero su propósito es firme. Debe dar con Angueto. Dar consigo mismo. Dar con su memoria. La familia. Los padres. La infancia. "La calle embarrada, el vapor de la cocina, el olor de las especias, de su abuela, de las cazuelas". Luego duele el corazón. Cómo no va a doler. También duele que el amor no sea correspondido. Que todo haya sido una pesadilla. Que se vive bien dentro. 

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La playa / Se lee como se mira una marina, uno de esos dibujos preciosos que son todo luz y fluir dulce del tiempo. Un perro juguetea en la playa. La dueña (la que podría ser su dueña) está dormida, está borracha, no sabemos si duerme o si está borracha. El que cuenta mira o el que mira se envalentona a contar. Suele suceder eso: se ve algo que nos conmina a contarlo. No hay nada más y, sin embargo, podemos saber que ahí esta todo. En la marina, en el sueño reflejado en otro sueño, en la luz emboscada en la luz. El animal hace sus cosas. Es ajeno a quien cuenta y a quien duerme. Así serán todos los perros. Así los que cuentan cosas de perros. Y no comprendemos y no hay nadie que nos pida que saque de la vigilia en la que sucede el sueño. 

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Mamá /  Es de Virginia, de la perra que a la que alguien decidió dar un nombre de niña. Una niña cualquiera, una que acaba de hacer la comunión o que está entusiasmada (feliz, completa) con un juguete nuevo o con la caricia que le hace una madre. Lo de menos es el inventario de cosas que pasan. La barbacoa. El paquete de Bisonte o de Camel. El modo en que hablan los argentinos. Tan dulce, tan tierno. La salsa criolla. La sal. Échala así. No te equivoques. La niña dibuja los olores. Flora es la mujer que representa a todas las mujeres. La perra es la única perra en el mundo. La única niña. Los mayores se dicen cosas de mayores. Noticias felices que hacen que se alcen las copas. El mundo de los adultos no se entiende, a veces. Hacen cosas que parecen de niños. Dicen cosas que ni ellos entienden. Virginia será madre, miente Flora. La niña ha perdido un muñequito. Lo tiene la perra en la boca. Su baba en el vestidito. Luego se acaba la fiesta. El cuento. La mentira más dolorosa. 

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El bozal / No morder, sobre todo, no morder. Se lo habrán dicho las veces suficientes como para que sepa cómo sería la mordedura. El modo en que abrir la boca y aplicar los dientes. El desgarro sería la confirmación de todas esas expectativas tanto tiempo apaciguadas. Lo cuenta el que tiene el bozal. No es nadie en particular: alguien al que se le ha privado de los suyos. Una madre, un hermano. El abuelo es el mundo y el abuelo es bueno. Le pone un tazón de leche, le lleva a la escuela. Allí aprende las cuatro reglas, la ortografía. Dos por nueve. La eme antes de pe y be. La maestra hace de madre, pero él sabe que no tiene madre. La escuela es una casa, pero no es su casa. Para qué querremos saber dónde está Letonia. Luanda. Tirana. No hay que dejar que el bozal dure mucho en la boca. El dolor de tenerlo siempre. Digo esto como si yo mismo supiese qué se siente con uno apretado en la mandíbula. Otra vez el dolor. Uno cubre a otro. No sabré huir. Qué difícil es crecer, notar los huesos crujiendo por dentro, la sangre en su danza loca. 

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Risa tonta / Hay cuentos que no deberían acabarse nunca. Creo que lo he escrito antes. La misma vida, un cuento. Pero hay que evitar contarlo todo, hay que dejar algo sin contar. Que sea cosa de otros. Que ni siquiera uno mismo sepa. Los Bayer podrían haber sido otros, qué más daría. Hay muchos, se pueden encontrar. Tiene que haber una Elena Bayer para cada corazón roto. Los tarados de los Bayer tienen una hija preciosa de la que se enamoraría cualquiera. Bastaría verla para sucumbir. Para no volver a estar cuerdo. Era mayor. Dios tiene sus planes. La pondría en el mundo para que los sintagmas cuadrasen. Para que algún corazón latiese. Lo que se admira de muchos cuentos es la elipsis. Por más que digan, es lo que no se pronuncia lo que escuchamos con más atención. Yo creo que la literatura entera es un amago de algo, un acercarse mucho a algo que no deja que se le cerque y registre. Por eso hay gente inadaptada en el mundo. Porque leen lo que otros no sabrían y se duelen. Ven lo invisible, se ha dicho eso muchas veces. También hay quien escribe sobre lo que únicamente escucha de lejos. Nada de lo que tiene más a mano le vale. Las palabras claras, las intenciones pulcras. De ahí que el narrador de la risa tonta no se quiera ir de la casa de los Bayer, que es un desquicio, que es una anomalía sensorial, que es un organismo vivo y tiene su sudor y su olor, su Klaus Bitter Kas y su Izan desconcertado, terrorista, enamorado. Ni Sisley le sonríe cuando él lo mira. Un perro feliz sonríe, aunque no se perciba a las claras. En algún momento del fin de semana, la gente de la casa decide perderse. Teresa, la abuela, la primera. Después, como un añadido al juego, se pierde el nieto, que es el tarado más elocuente.. Izan lo soporta porque tiene un propósito alto y noble. La niebla es un inconveniente. De ser "Risa tonta" una novela, sería una especie de thriller o una especie de comedia. Es una cosa y otra a ratos. Adán, el tarado, da pena, de tan feliz que es. Cuando somos muy felices, ni pensamos en nosotros mismos. Cuando estamos enamorados, ni pensamos en el amor. Hay unas tortugas que se ponen a copular cuando el cuento acaba. El niño desea que lo quieran, más que otra cosa. Ni copular entra en su vocabulario futuro. Si se perdieran, lo buscarían. Seguro que sí. Harían grupos, darían batidas, recorrerían las manzanas. Todo olería a caramelo quemado. A mí me dio una alegría enorme saber que todo acaba bien, aunque no sabe uno nunca cómo acaban las cosas, cómo podríamos, qué será lo que sucede cuando creemos que hubo un cierre, una conclusión. 

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Al mar / El cuento con menos perros (unos galgos, no más) es el cuento más etéreo de todos. Hay una voluntad de que lo fantástico (que no ha dejado de ser un ingrediente en todos los demás cuentos) sea más determinativo en este. Ir al mar no se hace únicamente yendo al mar, si se me permite la contradicción. Cualquiera que haya ido al mar sabe que el mar acude antes de que se otee su azul o se crea percibir su olor severo y hermoso. Hay gente que habrá hecho ese viaje sin saber si llegó o no. Quien sueña que alguna vez, por veces que haya ido al mar, vaya de verdad a él. El viaje será el viaje, dijo papá extrañamente, cuenta el autor con idéntico procedimiento de desconcierto. Ocuparemos todo el tiempo del que disponemos para ir y para regresar. Es posible que ni estemos frente al mar mucho tiempo. Lo que hay que huir es del desierto. Estaremos juntos mientras el mar exista. De hecho, no seríamos quienes somos si el mar no nos convocara. Nos habrá llamado. Sin que lo sepamos, estaremos acudiendo a su llamada desde hace tiempo. "El mar quedaba atrás, a nuestras espaldas, pero nos aproximábamos a él". 




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