Los días fingen ser versos. La vida, literatura. Hay una ebriedad invisible. La voz, trémula, percute el aire alucinado. Las palabras festejan la luz mordida, el eco frívolo, el tiempo tan breve. Se duelen, resaca adentro, rotas. La luz estalla en un adjetivo. Qué almíbar en la sangre. Arde lo que importa. El fuego es también puro embeleso en su festín previsto de ceniza. Es este decir fragilísimo, esta fe y este amor contenidos en la espera, como cinceló el poeta. Es de oro la sangre y el aire y el tiempo. La caligrafía es siempre el cuerpo, su pulso herrumbrado, la piel extraviada. Es al cuerpo al que le debemos rendir las mayores atenciones. El alma está sobrevalorada. La luz en su altura sin propósito codicia un extravío lentísimo de caballos en un sueño. La luz malogra el veneno de las sombras. El aire se embriaga de aire. La muerte es polen seco, hoja que desobedece al terco árbol y a la glauca tierra. Pero no es a morir a lo que los ríos acuden a la mar. Aún respira la esperanza. Yo lo que ansío es paz pura, una arborescencia que heroicamente ostente el credo de todo lo desbocado, una casa en la que respire tu alma. Al pecho nos lo acribillan las horas, el meticuloso y delincuente oficio del tiempo, con su fiebre, con su lenta vocación de loco orfebre. La memoria acaba siempre por aturdirnos. Arquero embriagado de dianas es el poema. Qué galope se oye: silbo de poeta acuñando prodigios, alambicando amor. Ya mismo el frío me azuzará sus perros. Ya los oigo masticar el hueso sucio de los muertos. Tienta el azar duras comisiones de sangre. Descienden al centro de la palabra. Ahí la semilla, el fugaz numen de las cosas. Ahí la nombradía de lo extraño, ese flujo sin brújula, esa verdad que se desdice y aspira a ser azul o ala en el festejo del vuelo o barro cuando la lluvia enhebra un paisaje y lentamente lo ignora. Da el amor óxido y nomenclatura, susurro y liturgia. Ascua pequeña, combada música que perdura sobre el signo del poema, que es el cuerpo mismo del tiempo, su espuma de un mar que existe en la desinencia del corazón, en el jadeo del verbo.
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