23.3.25

Urdir un perro

 Un perro es siempre menos que un perro. Nadie ha visto jamás un perro. Por más que se tenga una idea cabal de lo que es un perro, no se puede determinar su condición, la sustancia misma de cuanto crea su comparecencia como perro. Su oficio no difiere del que detenta un árbol o una nube. Ni siquiera el hombre en su fuero de hombre posee una cualidad que lo adscriba a lo más acendradamente humano.

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Como cuarzo tutelado en las miserias de la piedra, como la palabra hecha ámbar, el perro ignora que es perro; el árbol o la nube, árbol o nube. Un artero mecanismo sin instrucciones urde la realidad. Es en la ficción en donde perro, árbol, nube o hombre manifiestan con más entero desempeño su vocación de luz o de sombra.

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Nada puede ser dicho sin que intervenga el azar. En el engaño, tal vez también en su ajena periferia, es en donde fulge lo real. Quisiera uno saber qué cosa es, si algo de verdad permanece o si se va desprendiendo el ser de sí mismo y adquiriendo otra consistencia, que no tiene un porqué ni anhela respuestas para aposentarse con más rotunda eficacia en la residencia del tiempo.

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Todo es una fantasmagoría, una especie de volcado sutil de cuanto no se sabe y, sin embargo, nos define, da de nosotros un trazo tangible, una suerte de dibujo reconocible. Somos la sombra de una sombra. No se puede confiar en que nada sea verdaderamente nuestro. El hecho de admitir un rasgo perdurable manifiesta ignorancia.

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Ignoro quién fui ayer. Tengo de mí la sospecha de que no acabaré de ser algo cerrado y fiable.

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Albergo la esperanza de que cualquier cosa que sobre mí se diga pueda rebatirse. No soy nada más que un lento orfebre de mi incertidumbre.

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Me prefiero incrédulo, me agrado voluble.

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Si mañana leo este texto no lo reconoceré mío. Quizá sea esa la razón por la que lo escribo. Por ir dando pequeñas consistencias fácilmente refutables. Por tener la posibilidad de desdecirme. Por ser incesantemente otro. Es que cuesta no ser nadie más, no poder o no saber desprenderse de cuanto ha vencido el escrutinio del tiempo. De ahí que escriba. Por fotografiarme. Por evitar el agotamiento de ser únicamente yo. Por convidar al asombro a la gris perseverancia de la rutina.

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Ilustración: Dorothy Higgins

Quién podré ser, me preguntaré. No seré el niño que se lamentaba de que siempre lloviese en sábado, ni el adolescente que se prendó de una tienda de Córdoba en la que encontró discos de jazz a buen precio, ni el poeta novicio que escanció unos versos en una servilleta de un bar mientras esperaba a que llegase quien había sacudido su corazón novicio, ni el alborozado maestro al enseñar con pudor y con infinito amor el arte de la escritura, ni algún yo que sobreviniera y del que ahora no posea una huella, aunque cualquiera de ellos supiera de mí y azarosamente me representara.

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Así uno: arborescente, centrífugo. Afantasmado. Porque no es que estemos hechos de la materia de los sueños, sino que la misma vigilia es la evanescente presencia de ese limbo.

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Al alma la adorna la ficción de que de verdad existe.

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Los días son el pecio de un barco al que el mar engulló, pero no hay mar ni barco. Ni perro. Está a medio hacer el perro. Está la ocupación del hambre en su estómago, está el roto esparto de la sed. El miedo también. La continua sensación de desvalimiento. Como una inminencia interminable de algo que nunca termina por manifestarse. Como un agujero que se abre y se cierra, que respira y habla, pero no sabemos el motivo de su respiración costosa, ni de las palabras que oscuramente pronuncia. Así el cielo, el mar, la tierra. Para ser perro hay que haber sido antes nube o árbol o fuego. Hay en la mismidad del perro un resto de flor o de piedra. En los ojos hondos de un perro está el primer bosquejo de luz al perturbar la sombra.

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El cielo es una la elocuencia del primer pájaro. Miramos el temblor de las alas en el barro. No hay nada que podamos decir ni que se confíe y entendamos. Solo clausura, intemperie. Urdimos al perro. Cortejamos su carne primeriza, su sustancia conmovida.

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El amor es un pájaro que ha encontrado el sentido absoluto del vuelo, una palabra tramada en el corazón del aire. El perro que me miró esta mañana no era un perro. Quién podría decir lo que es un perro. Tampoco yo podría ser alguien. Quién podría decir quién soy.

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En plena noche, en esa oscuridad sin registro, el viento no alardea de aire. Las palabras con las que contamos para nombrar la realidad son torpes. El que escribe no puede arrogarse la facultad de su manejo. Oh, tú que lees, cómo podrías entenderme.

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