Comprendo que haya que precaverse, hacer un búnker, dárselas pedagógicamente de previsor, poner la cabeza en modo alerta y no permitir que se entenebrezca más de la cuenta, no vaya a ser que el malestar persevere y no levantemos cabeza en adelante. Porque está la cosa como para echarse a temblar. Mi abuela Luisa se echaba a temblar por todo. Una leve anomalía, algo que perturbara la rutina, la desmadejaba, se veían sus costuras, el trazo de la tela que la vestía por dentro. Yo me acuerdo mucho de mi abuela Luisa. Era de sentenciar y de pasar desapercibida, esas dos cosas contradictorias. El que asevera con rotundidad desea hacerse ver, exponerse, exhibir la puntada y el hilo. Si viviese ahora, ella entera sería temblor. Porque hay de qué temer, se aprecia eso a poco que uno lee las noticias o pone el telediario. Hay unos cuantos descerebrados que nos están intimidando. No parece que haya quien los pare. Nosotros, cómo podremos. Por esas circunstancias, no por otras de más apresto sentimental, me alegro de que no esté, aunque la eche en falta. Ella escuchaba con atención, daba cuenta de lo que se le iba contando y pregonaba sus razones para acatar o para sancionar. Yo no he salido a ella. Hay veces en que no sé cómo manejarme cuando los bárbaros enarbolan sus lábaros y se lanzan a colonizar la tierra. Porque están avanzando. Están cerca, se les puede ver, vienen. Primero envían sus aranceles; luego enviarán a sus perros. Se oyen sus ladridos, las babas de sus morros desgraciando el verde que pisan. Y no sabemos cómo responder a su inquina. Porque es inquina. Uno querría guarecerse, pero dónde. Cómo. Se me ocurre no querer saber, ignorar, vivir a ciegas, no involucrarme, no tener que sentenciar, ni que escribir. Los desalmados avanzan. Han arrasado el jardín, han profanado los cálices, han entrado a caballo (digo las palabras de Borges). Son los hunos, son los de siempre, ahora rejuvenecidos, entusiasmados. Han roto los libros incomprensibles. Los han vituperado, quemado, temerosos (tal vez) de que las letras encubran blasfemias contra su dios, que es una cimitarra de hierro o es el dinero. No obstante, acudimos a Platón. Enseñó en su Atenas que , al cabo de los siglos, "todas las cosas recuperarán su estado anterior". Que él mismo volvería a su tribuna y volverá a decir estas mismas palabras. Entonces veo venir a mi abuela. Está aquí, toco su mano, ella toca la mía. Estamos salvados. Todos los demonios saben que no pueden hacer nada cuando alguien esgrime su luz para que se desvanezcan las sombras. Porque es de sombras este tiempo y estamos huérfanos.
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