Uno no nacería menguado y frágil en tamaño y en conciencia, ni iría después creciendo en juegos y en llantos, en dioses y en fábulas, probando, errando, cayendo, subiendo. Prescindiríamos del acné adolescente, de los amores platónicos y de las amistades eternas. Tampoco estarían la fatiga de los años escolares, las primeras erecciones rudas e incómodas o la rebeldía contra los padres, que es una forma de rebelarse contra uno mismo. Sobraría el pavor mitológico ante la sospecha de que Dios no existe. Y no tendríamos que encarar con resignación la rutina de la edad adulta, la impertinencia de la vejez. Menos traumático o patético, sería nacer ya maduro, canoso, calvo o gordo, e ir más tarde, paulatina y generosamente ganando en aplomo, en tamaño, en conciencia, entre lecturas por el parque y paseos por la playa, bebiendo café en las terrazas con amigos, rejuveneciendo año a año. Buscar entonces esposa, procurarse unos hijos, un trabajo que nos plazca, dejar que el tiempo nos merme y, al final, aplacada la meseta del tiempo y a su vera la juventud, repasada la infancia, morirnos en un jardín de infancia, en una cuna o en un flato artero. O mejor todavía: milagrosamente morir en el vientre materno, enamorados, enfermos, hospedados como reyes, como dioses. Los habría afortunados: los que tengan la fortuna de desvanecerse en la misma coyunda de los dos que, al buscarse y encontrarse, en la coyunda feliz, lo incorporaron al trasegar de las horas.
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