Es a la memoria a la que se le debe rendir el mayor de los agradecimientos. Como no podemos cartografiarla con la pulcritud anhelada, aplicamos en su cuerpo voladizo la bondad de la ficción. No hay recuerdo que no esté entretejido por los hilos de la fabulación. Incluso los más leales, esos de los que tenemos una certeza fiable, se arrogan cierta querencia a que maniobremos en ellos y les demos un apresto robusto, uno que abone la restitución de un tiempo que us no está. Lo que hace José Luis Martínez Clares al escribir "El dios de la luz eléctrica" es oficiar una liturgia pagana, una especie de ejercicio de resucitación (permitidme traer la palaba que él mismo suscribiría) cuyo propósito no es nostálgico (también eso lo registra en la novela), sino testimonial o probatorio de un mundo desaparecido, tal vez suyo propio o de quienes decidió incorporar a la realidad, aunque esa circunstancia, la de que podría ser de sí mismo de quien narre, no tenga mayor relevancia. Porque la historia que leemos es la de cualquiera, el trazo casi periodístico (y lírico y simbólico) con el que manufactura (dejadme ahora usar el sustantivo artesanal) la trama podría provenir de cualquiera, ser parte de la historia privada de cualquier familia o la crónica de una época, varias serán, que devino en esta.
Siempre pensé en que en una novela cabe todo. Su virtud más sólida es la de confirmar la benevolencia de la palabra para perseverar en el tiempo y declarar la prosperidad de su uso. El mérito de esta novela, uno de ellos, más tarde haré cuenta de otros, es el fijar un léxico precioso para armar el alambique de lo que debe contarse. La decantación de la trama es limpia, avanza con respeto, se esmera en traer vocablos en desuso, convocados con escrupuloso tacto. Martínez Clares escribe un español limpio, respetuoso, al que afinca registros locales, realizaciones semánticas de una más que pensada participación en la construcción de la trama.
"El dios de la luz eléctrica" es un prodigioso artefacto literario cuya primera encomienda es la de arrogarse el oficio de albacea de un tiempo y de un lugar. Interesa más ese bosquejar un contenido sentimental que fijar un continente, aunque el mapa que se traza es del siglo XX y hay en ese dibujo un recorrido por la intrahistoria de España, por sus penalidades, por sus alborozos, pero qué bien se ensamblan esas dos instancias, la de la emoción y la de la crónica, con qué talento narrativo José Luis elige la forma y urde el fondo. Tiene dentro una codicia secreta, revelada sin florilegios extraños, exhibida con tesón (qué de cosas cuenta, cuántas calan) y, finalmente, dejada a su aire, confiada a que la propia sensibilidad del lector extraiga las enseñanzas y convenga en qué lugar de su memoria (la personal, la literaria) las depositará. Es una novela de la memoria que apela a que se la respete. También un delicado retrato de una España sin cerrar todavía, aunque ignoro si cerrar un país haría que urgiera olvidar lo que padeció para que se forjara otro .
El narrador es de obituarios, un decantador de muerte, pero no hay tragedia en esas defunciones tristísimas, en ese paisaje de negrura y de olvido. Nunca se recrea en enterrar, sino en exhumar. "Una precaria técnica de resucitación", arguye. Todos esos muertos cuentan y hablan, se enseñorean por la vida que abandonaron, hacen que valiese la pena trasegar los días que se les entregó, alguien se ha obligado a perseverar en la ausencia para que los recuerdos impongan su bruma y su sangre a la realidad, que será siempre espectral, igual que su anverso, todo ese tiempo perdido, imposible (no creo que imposible del todo) de recuperar. Qué de espectros surgen. Fueron fantasmas perseverantes, de los de fatigar las tardes en El cielo (que está en la canción de Lapido que da título al volumen) o en las calles, en la conversación de quienes los conocieron más tarde, cuando cumplieron su plazo en la tierra. El de Thaddeus Gadly, eminencia del jazz, el de las mujeres ancianas que vivieron para los demás y, a veces, por probarse, para sí mismas, con escaso desempeño. Así de duros fueron aquellos años. Lo serán todos, imagino. No cito decenas de personajes, darían para tres reseñas
He dejado la idea de que José Luis Martínez hace de su voz la voz de muchos, pero hay de la suya suficientes huellas como para extraer la idea de que le toca en lo íntimo lo que narra. Su herencia, su Almería. Hace un descenso a las raíces. Igual que sus personajes. Que su Carolina, que su Europa, que su Barrabás. Todos fluyen con el rigor de quien, al traerlos de nuevo a la vida, imprime un sesgo amoroso. Porque hay amor en lo contado, hay desvelo por arrimar el afecto mayor a las palabras (y lo que las palabras urden) para que el conjunto (la trama, la hay, espléndida, lenta y segura de su desempeño) avance con sobriedad, con intimidad también. Parece que se nos contara a nosotros, no a nadie más. Como si el autor, eso me parece de verdad un acierto, hubiese dado con un recurso espléndido: el de la cercanía, el de contar para alguien concreto, a quien conoce. Para ti, para mí. Las fotografías de las que se vale el novelista , las que hizo Caravaggio (el apodado, no el conocido) las precisadas de la luz de los ojos, las que hacen que la novela exista, y repito: es de imágenes su aliento primero; también de palabras que convocan imágenes que se ven, que son accesibles y podemos olerlas, sentir que estamos en la Estación de Francia o en el campo antiguo de los años pobres o en los tiempos turbulentos de la infame y cruenta guerra y los aviones acaban de emborronar de odio el azul del cielo. Ah, y la fotogenia es cosa del retratista, dice Caravaggio.
Hay que dejar consignado aquí lo bien escrita que está la novela. No una escritura encantada de conocerse, primorosa sin motivo, de alarde privado, sino la escritura puesta al servicio de la historia. Se regocija el lector en el vocabulario llano, en el poético, en el meramente inductor del caudal de los recuerdos que invoca. Toda ella es invocación. Las calles de la niñez se cuentan como si el tiempo no las hubiera convertido en otras calles. Porque no son las mismas y, sin embargo, el narrador niega el tiempo (esa es también la virtud de la literatura) y hace que suenen o que giman o que el que las mira por primera vez reconozca lo que fueron, cuanto ha sido cancelado por la intemperie del tiempo, que es un juez y un cabrón de cuidado. Martínez Clares es el desempolvador, permitidme el sustantivo: disfruta con adecentar lo que los años desasearon. No solo los recuerdos, sino las palabras de los recuerdos. Y él, el narrador omnisciente, misericordioso, demiurgo de un ecosistema abocado al olvido, el Joseluis con el que la madre le llama (con casi cincuenta años y un par de hijos en el libro de familia), intima con la eternidad, entierra y desentierra, abre y cierra, da y quita, hace que la realidad no sea una circunstancia temporal (hoy, aquí) sino algo mucho más enternecedor o didáctico (ayer, allí), y su regreso al pueblo, cuando la pandemia se relajó, cuando la memoria imploró que se la agasajara, se convierte en un recado ineludible: el de sucumbir a la devoción del terruño, el de acariciar los árboles de la niñez, el de pasear el paisaje de la mole volcánica (en todos los sentidos) de Gata, ese territorio mítico, el de todas esas regiones imaginarias, como Macondo o Comala o (dejadme ahora que me explaye) la Ínsula Barataria o la innombrable (cómo podría decirse sin titubear) Yoknapatawpha.
La imaginación es a veces más verosímil que la realidad. Sin ella, cómo podría haberse fraguado la investigación narrativa, que tiene su poso de pesquisa policiaca o forense. El novelista es un declarado interventor, un funcionario fértil, un cronista aventajado, alguien que sabe mirar a la muerte y dar luz al oscuro silencio de los muertos. Esa es la consigna del que narra cuando “no queda nadie a quien preguntar”. Tal vez no se deba escribir "de oídas", pero sucede que no siempre disponemos de los testigos, todos los que conocieron de cerca, los que escucharon y recordaron, los que supieron y guardaron. De ahí la encomienda del escritor, no sabremos si el propio Martínez Clares o el narrador buscado, al que se le dé el recado de contar. Ahora lean, no hagan como yo, que tardé en abrirla y en sumergirme en ella. Ahora eso no importa. El viaje ya está hecho y se disfrutó.
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