31.3.25

La virgen blanca

 No sé si es respeto lo que le tengo a a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las muchas veces en que he franqueado ese temor (no es temor en sí, es inquietud, también sobrecogimiento y gratitud) he adquirido uno de los más placeres mayores que conozco: el de vaciarme en la escritura o el de, paradójicamente, llenarme mientras me voy desvaneciendo en ella. Al final del texto, cuando la palabra ha sido alojada en el lugar que se le ha asignado, me encuentro felizmente armónico: el aire (loco) danza en mis pulmones, la sangre brinca (loca) en mi corazón, advierto el sentido de mi existencia. 

Suelo escribir atropelladamente, no consiento que la idea a la que debo hacer salir se demore en demasía, preciso que surja. Más que nada, lo que anhelo es deshacerme de ella. 

La orfandad del que escribe se parece a la de ese mismo aire o a la de esa misma sangre. Los pulmones ejercen su trabajo estajanovista: los músculos intercostales y el diafragma se contraen, el aire entra en ellos. Escribir vendría a ser expirar, relajar esos músculos, permitir que el aire salga. El corazón es también un órgano perseverante, demos gracias a Dios por esa costumbre: cada flujo de sangre que ocupa las válvulas maniobra con ciega obediencia hasta que la arteria aorta la precipita al resto del cuerpo. Escribir vendría a ser bombear, cada palabra podría ser un latido.

 Nunca me ha intimidado una página en blanco. Bien al contrario, me ha conmovido su ofrecimiento. Quien no la ha cortejado, no tiene ni idea de lo promiscua que puede llegar a ser. Es insaciable, puede extenuarte, colmarte, hacerte sentir vivo como pocas disciplinas de los sentidos, tiene la virtud de no tener virtud alguna o, si se prefiere, se deja hacer lo que te plazca, es la lascivia pura, no sabe contentarse, querría que únicamente existieses para que te volcases sobre ella y la agasajaras sin interrupción. No es ella de adular a quien se arroga el papel de amante y la cubre con la entera extensión de su alma. Aquí el cuerpo es irrelevante, es un estorbo, no cuenta nunca. Entre tener algo que decir y decir algo está la clave para que el amante esté siempre atento a sus requerimientos. Yo creo que soy de tener algo que decir, pero a veces me he visto diciendo algo, no pensando más de la cuenta en el propósito de lo dicho. De hecho, más que decir, prefiero recurrir al verbo contar

Si el amable lector se para a pensar un momento, advertirá que esto que lee tiene un sentido, avanza hacia un lugar, deja atrás otros, hace que parezca que al autor (hola, aquí estoy) le sobrevino algo que lo urgió a escribir. Ya saben: el aire bendito en el fuelle del pecho, la sangre gloriosa yendo y viniendo por su aprendida casa. Puedo asegurar que no es así en absoluto. No hay nada a lo que aferrarme para que la escritura fluya, yo me vacíe y usted se llene. Puedo asegurar también que nada de lo que yo aquí consigne debe ser apreciado, tenido en cuenta, considerado con seriedad, admitido a compartir una estancia con otros asuntos que en alguna ocasión hayan sido relevantes y dignos de recordarse y apreciarse, tenerse en cuenta, considerarse seriamente, en fin, ustedes ya saben. A veces sucede esto que estoy contando (o diciendo, no lo tengo claro del todo): es la escritura la que impone su criterio, no algo mío que la haga comparecer y sugerirme la posibilidad de que es completa propiedad mía. Qué va a ser. En el momento en que el texto concluye, dejo de pensar en él. Si me da por concederle una lectura, es de otro de quien pienso que procede. Mi responsabilidad es casi nula. Mi labor es una intermediación entre la nada y lo que quiera que haya cuando la nada se desdice y fluye. Creo que es la segunda vez que uso el verbo fluir. De no haber flujo, no habría escritura. De no haber ciega obediencia (como la del corazón, como la del pulmón) escribir sería un acto parecido a cualquier otro, pero es un acto único, no hay otro que se le parezca. 

La primera vez que alguien escribe algo (a Borges le gustaba decir: lo impone a la realidad), quiero decir algo con intención literaria, siente una epifanía singularísima. De ser yo alguien creyente, diría que es Dios quien ha confiado su elocuencia en nosotros y ha hecho que los dedos se muevan sobre el teclado o la mano sobre la hoja. 

Ahora iba a escribir algo sobre la benefactora costumbre de manuscribir, pero temo que abriría un melón nuevo, cuando todavía estoy calando este. No creyendo, albergo la esperanza de creer algún día y recibir la noticia de los porqués de la escritura de primera mano, nunca mejor dicho (o contado o escrito, las palabras pugnan, algunas acaban logrando cierta preeminencia). Vendría Dios y me susurraría al oído: "Hola, escritor, he venido a aclararte algunas cosas, déjame que empiece por el principio". Y el principio no es la página en blanco, me diría. Ni siquiera la necesidad de expresar algo (he omitido contar, decir, escribir adrede, no sé por qué de pronto esa preferencia léxica) o de vaciarte o de llenarte. Sería un misterio el principio, un destello, una reverberación, un clic. 

No podemos saber nada de los motivos. Cualquier conclusión fiable se desvanece cuando otra más ardorosamente la reemplaza. Porque es el fuego el que dirá cuándo apremiarnos a escribir a los que escribimos. Yo mismo he sentido esta tarde su calor. Como un dios, como en un sueño, el fuego me ha hablado: "Hola, escritor, haz lo que debes, no salgas a pasear, no hables con tu mujer, no veas más televisión, abre el ordenador, busca el procesador de textos, mira la página en blanco, escribe". Antes de que nos invadieran las máquinas, el fuego pediría que se escribiese en la pared de la cueva o en la arena de la playa o en la piel. 

En el glorioso momento en que un cortesano chino llamado Ts'ai Lun pensó en abandonar el bambú y la seda y encontrar un soporte más duradero para escribir (gloria al papel, gloria eterna) el hombre intimó con los dioses, los tuteó, vio que podía crear, convidarse de lo real para transcribir lo real, empaparse de verdad para mentir con desempeño. Yo llevo años escribiendo a diario y sigo sintiendo una punzada novicia cada vez que afronto la página en blanco. No me creo un dios, pero lo soy, en cierto sentido. Cualquiera que imponga a la realidad lo que no estaba en ella lo es. Cualquiera que se arrogue esa empresa, la de escribir, es alguien que se ha desentendido de sí mismo para entenderse mejor. 

Se va del dolor a su alivio, escribí una vez. El pecho henchido, la voz tremolando en el aire o en la sangre, el corazón y los pulmones en el compromiso de cubrir su cuota de asombro. Locos. Escribir salvará de algo, supongo. Patricia Esteban Arles (estupenda escritora, léanla) imaginó que escribir es nadar a solas. Que el agua y la hoja en blanco te llevan en brazos. En volandas, añado yo, o ya lo hice, no recuerdo. 

Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan. Alguien lo habrá dicho (o contado o escrito, permitidme el rizo semántico), pero cuadra ahora. Vila-Matas constata que los escritores "acaban solos y acaban mal". quién no. Bolaño decidió ser escritor "en un instante de locura total. Escribir no es normal, no creo demasiado en la escritura. 

La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural. Los escritores no sirven para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado antes de nada antes del principio, rodeado de nada después del final". El texto (sacado de Bolaño por sí mismo) añade que "en la literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha". Y lleva razón. Claro que mancha, claro que escribir no es normal, claro que sí a casi todo, pero discrepo en lo de que la literatura no tiene utilidad alguna. A mí me sirve. 

Con fortuna o sin ella, apreciando únicamente la estadística, esto es, el número de palabras que escribo al cabo del día y que me hacen declararme escritor, yo escribo para ser feliz. Me salva, me hace mejor persona, me ayuda a elevar la cumbre penosa (a veces) de los días. Todo lo que hay alrededor mío y más aprecio (mi mujer, mis hijos, mi biblioteca, mis amigos, mis discos, mis películas, mi colegio, mi cerveza) cobra sentido cuando me lo cuento en un texto. No sabría vivir si no escribiera. En el fondo, es penoso eso. Creo que se vive mejor sin que esa voluntad exista. Bastaría leer. Ni leer, si me apuran, garantiza una vida mejor, pero yo amo una página en blanco. La he amado siempre. 

Una mosca en un patio

Al ver ayer a mediodía la primera mosca en el patio, pensé en su desocupación, en el trabajo de ser mosca. Daría igual rana (vi este sábado en la desembocadura marbellí del arroyo Guadalpín unas cuantas que me fascinaron) o un volandero pájaro. Nosotros no somos de ser moscas o ranas o pájaros. Tenemos remordimientos, tenemos ese invento de la culpa alojado en las mismas meninges. Se hace uno a aplazar las cosas, y luego, al acometerlas, se tiene la impresión de que debieron hacerse en su tiempo, no después, cuando acuden las prisas y no hay apetencia ni empeño en que salgan bien, sino prisa y desgana. Cunde la apatía, también el miedo a afanarse en algo y, sobre todo, la certeza de que dará igual hacer o no hacer, empezar algo y no acabarlo o ni empezarlo siquiera, que la vida va a continuar y ese encargo no cambiará su trayectoria, ni habrá beneficio o perjuicio nuestro. Mucho de lo que nos duele proviene del hecho incontestable de que no sabemos bien lo que queremos o que, una vez querido, alojado el anhelo cierto de que será bueno lo que deseamos, su apropiación es irrelevante. Si he estado bien sin tenerlo, podría pensarse, a qué urgirme a conseguirlo. He aquí la verdadera enfermedad de estos tiempos. No hay medicamento a mano que palie sus efectos ni prevención fiable que los aleje y evite que nos contagie. Tal vez estemos hechos de esa despreocupada pasta, la de que hagan otros y yo tenga mi esparcimiento y mi disfrute sin que nadie me reclame ni apure a que corra, que es malo moverse o involucrarse y sólo trae quebranto ir y venir, cuando es mejor estarse quieto, no darse por aludido, concederse un abandono, quedarse en casa o salir a propio antojo, sin recado en que ocuparse, como una mosca en un patio. Esa apatía hace que se irrite quien está en movimiento, es cosa vista muchas veces. Quien anda trajinando, en ese vértigo, más percibe la indolencia ajena. Al gandul le parece escandalosa la brega. En todo caso, el vago se inclina a cancanear, que es en estas tierras ir de un lado a otro sin propósito, sin oficio ni beneficio, decía mi abuela. Como la mosca en el patio. En el cancaneo hay matices aristocráticos y es asunto propio de individuos a los que se les ha retirado el imperativo (la perentoriedad, la urgencia, el vamos mismo) y todo lo realizan con dulce demora, retardados y felices, suspendidos en la comisión del cumplimiento de algo, pero sin llegar a abordarlo, no sea que los violente o cause alguna afección de la que no puedan librarse y caigan en desgracia o malogren cometidos de más noble hondura a los que están (ellos no lo sabrán con certeza) impelidos, secretamente conjurados. Es época de apáticos, que es término menos lesivo que holgazán o haragán. Hay que cuidar el lenguaje, no vaya a sentirse alguien nombrado, zaherido. Quién no ha deseado el ejercicio de la zanganería. Ayer domingo, en ratos, la ejercí yo, falta hacía. Vuelvo a traer a esta consideración semántica de hoy lunes a mi querida abuela, que tenía una palabra para cada cosa y bien hermosas que esas palabras eran. La zanganería era preciosista vocablo suyo traído siempre que, estando ella en faena, descubría a quien despachaba el tráfago de las horas en despreocupada figura, confiado al albur de la nada. Pienso en ella de vez en cuando. La de cosas que se le ocurrirían si estuviera por aquí y tuviese oportunidad de ver en qué desidia de tiempos andamos. Tengo que traer más a mi abuela a este rincón cibernético. Da juego.

30.3.25

La realidad de la ficción

 A mí me gusta mucho Vila-Matas. Hasta cuando no me gusta, en esos valles de mansa medianía, me parece un escritor admirable, un urdidor de ficciones portentoso, alguien dotado de un músculo narrativo único. F.C. me dijo: es un escritor de escritores, más que de lectores.  Publica en estos días "Canon de cámara oscura". En una entrevista sostiene que anhela crear una novela sin trama, en la que se mezclen todos los géneros. Qué bien propósito. Escribir a ciegas, sin conciencia del lugar al que nos dirigimos. Porque somos dos, al menos en mi caso: el yo que no tiene necesidad alguna de leer o de escribir y el yo determinado a esas dos actividades con absoluto arrojo. Ha sucedido ya que ambas entidades (parezco un alien o un fantasma) son indistinguibles. Hace Vila-Matas artefactos metaliterarios, es decir, escribe sobre la escritura. Creo que no se precisa esa voluntad: ella irrumpe, arrima su decir ontológico. Me agrada pensar que la novela es una extensión de la vida. No creo haber sido original. Muchas de las que he leído han creado en mí la perdurable sensación de que la realidad es indistinguible de la ficción. Que ambas se anudan o se ensamblan o una se guarece en la otra y se confunden. Que sea el mismo el cuerpo inventado que el real. Los dos vez lo sean, qué sabremos de eso. Leer timonea esa pesquisa dilucidatoria. Hay días en que, si leo poco, creo que vivo menos. Y la realidad, aun vasta, queda corta, y la ficción, infinita, me asiste en gozo, me da cobijo. 



29.3.25

El día de la armonía

 Hay personas a las que nada más conocer se les concede la más alta estima. Se festeja esa concesión festiva, hasta se alardea de ella a terceros, por el placer de expresarla, sin que se busque confirmación ajena ni aplauso. Por expresar un estado del corazón. También sucede a la inversa y es el impresentable el que conoces, y callas para que no prospere el malestar que te causó. Se prefiere no caer en ese regalo, el de duplicar lo molesto, no difundiendo nada de cuanto supimos, ni dando vuelo a quien te perturbó. Es más sano hablar de la bondad, hacer alarde de los que nos agradaron, evitar en lo posible dedicar tiempo a difundir el lado dañino. Así el mal no tiene recorrido, no hacemos de transmisor de su discurso enfermo. Hasta sienta bien hablar únicamente de lo bueno. Nota uno que respira mejor. Aprecia el aire dulce. Se sonríe a lo bobo, no teniendo noticia fiable de la causa de nuestra repentina alegría, pero convencido de que le ha sido confiado una noticia preciosa, una especie de confidencia que nos enriquece.La bondad debe incluso hacernos más longevos. Damos los buenos días a los demás con agrado porque una parte de ese saludo la guardamos nosotros y nos conforta. Nos damos los buenos días a nosotros mismos.  Cedemos el paso o damos las gracias en la absoluta convicción de que somos nosotros los agasajados, los invitados al festín de las buenas maneras. De las otras nada queremos saber, no nos conciernen, se las deberían desoír, no darles ni crédito ni asiento. Cuanto más se repiten, más verdad poseen; si se omiten, cuando se silencian, se les cancela la posibilidad de que se explaye su mensaje (se viralice, dicen ahora). 

No siempre puede uno cumplir esta condición. Hay veces que nos sobrepasa la mala educación ajena, la que en ocasiones también es nuestra. Caemos en lo que criticamos, se da con infortunada frecuencia esa circunstancia no buscada, ni alentada. Cuenta la concurrencia favorable, de la que nos abastecemos, con la que se avitualla el alma. En estos tiempos de zozobra espiritual (no es religiosa mi observación) deberían prestigiarse las buenas formas. Ellas nos salvarán de la barbarie y de todas sus malas franquicias cotidianas. Ellas harán que no proliferen los odios. En ellas depositamos la esperanza, que es un trasunto de la felicidad. El día de hoy es festivo, es el día de las buenas maneras, el día de la confianza en la esperanza, que también es una extensión de la armonía. Así he querido que sea. Se emplea poco la palabra armonía. Hoy es el día de la armonía. No voy a nombrar a Trump o a Musk o a Putin o a todos los adalides de la mala educación. Si fuera únicamente eso. Hace tiempo que me he encomendado la tarea de escribir sobre lo que me gusta. Por eso ayer por la mañana, yendo al colegio, le dije buenos días a una señora mayor que se me cruzó. Ella se paró, me miró como el que mira a un hijo y sonrío como si le hubiese alegrado el día. Fue a mí a quien se lo alegró. 

28.3.25

Retrospectiva


Una bonanza antigua 
llena en ocasiones el sueño. 
Fuegos de artificio sublimes. 
Rumor de sábados muy dulces 
en las calles de la infancia, 
nombres de cosas que nunca nombra
la vigilia de las palabras,
el vértigo de los días, el duro
almíbar de la sangre.

El matrimonio secreto


Dante dejó escrito para su Beatriz que el amor mueve el sol y también las estrellas. Incluso el poeta menos inspirado tendrá su modo de entender la razón primera de las cosas, la que hace que todo pugne por ocupar un espacio en el cosmos y conspire para que la luz triunfe y la armonía engulla al caos. Solo hay que fijarse en algo tan sencillo como el hecho de que dos personas se casen. Hay quien lo hace todavía, da igual la manera en que se refrende y dónde. La sencillez proviene del hecho de que compartan sus vidas. En esencia es esa la prueba que asienta la existencia del amor, la de que dos personas decidan que el resto de sus existencias van a estar juntas y de que todo lo que suceda les sucederá a los dos. Suele recordar aquí, en este elogio que a veces me viene, la cita de Woody Allen, en la que sostiene que el matrimonio es una carga tan pesada que, en ocasiones, para sobrellevarla, hacen falta tres. Este no va a ser el texto en que se detallen la bondad o la maldad del matrimonio. Tiene lo que tiene la vida: el mismo peso de felicidad y de tragedia, idéntica porción de belleza y de fealdad. Este es el texto en el que el autor se maravilla de la consistencia del amor cuando acaba de nacer, ese enamoriscamiento, palabra que volví a encontrar en "El dios de la luz eléctrica", la novela maravillosa de mi amigo José Luis Martínez Clares de la que ayer di cuenta. No creo que haya nada más firme que esa voluntad de fascinarse por el otro y de hacer que todo gire bajo el hechizo de esa manifestación pura de dependencia. El enamoramiento, al modo en que sucede la fe, carece de un protocolo, no es posible adiestrarlo, no se puede administrar, ni forzar. Va a su antojadiza bola y no valen estudios sesudos ni ecuaciones. 

El amor y la fe son tal vez los dos hechos incontestables de la locura del alma humana. Nos enamoramos o sentimos la llamada de la religión sin que podamos verter argumento alguno que justifique ambas decantaciones del espíritu. Recuerdo una canción de Sting que habla de un matrimonio secreto. Lo son todos, en cierto modo. Funcionan en privado. Existe uno público, el de la pareja que funda un hogar y sale a la calle del brazo y compra en el súper el viernes o lleva a los niños al médico cuando enferman. Luego está el íntimo, el privado, el matrimonio secreto. De ese hay una literatura riquísima. Sucede puertas adentro, respira corazón adentro, en la intimidad portentosa o atroz del salón de la casa, donde no hay música de Brahms o las ocurrencias cosmológicas de Dante. No importa qué tipo de pareja sea, ni qué tipo de familia construya. Lo que me parece extraordinario de verdad es que perduren en el tiempo y se amen cuando la vejez les hace flaquear y empiezan a doler todos los huesos, los huesos del cuerpo y los del alma juntamente. Es de una ternura asombrosa la visión de la pareja de ancianos cogidos del brazo, paseando o yendo de compras o regresando de casa de los hijos, que acaban de casarse tal vez o les han anunciado que ya no es posible ir más lejos y separan sus vidas y empiezan de nuevo. El amor es no empezar de nuevo o quizá empezar de nuevo diariamente, pero sin cambiar el decorado del tránsito. Da igual que la fotografía del casamiento sea de un gris que da pánico o que el novio, por impericia del fotógrafo o por una pericia absoluta, no se vea del todo y esté tapado por el volumen de la novia, que mira las flores y piensa probablemente en qué hará con ellas o en si la tela del traje, tan mimada, acabará estropeada por lo abrupto o lo sucio del terreno. No importa, se dirá en sus adentros. El sol se mueve por lo que hago y, a su par, en danza, hablan las estrellas. El amor es el que escribe todas las páginas memorables. Las otras, las que no merecen elogio, no hacen que el sol brille en el cielo y la luna vigile el acecho de la oscuridad en la noche. Ahí es cuando acuden los días huecos y el corazón envejece. Tengan un día de amor, no se cohíban, abrácenlo, agradezcan que comparezca, bésenlo. 

27.3.25

El dios de la luz eléctrica / Las palabras de la memoria

 



Es a la memoria a la que se le debe rendir el mayor de los agradecimientos. Como no podemos cartografiarla con la pulcritud anhelada, aplicamos en su cuerpo voladizo la bondad de la ficción. No hay recuerdo que no esté entretejido por los hilos de la fabulación. Incluso los más leales, esos de los que tenemos una certeza fiable, se arrogan cierta querencia a que maniobremos en ellos y les demos un apresto robusto, uno que abone la restitución de un tiempo que us no está. Lo que hace José Luis Martínez Clares al escribir "El dios de la luz eléctrica" es oficiar una liturgia pagana, una especie de ejercicio de resucitación (permitidme traer la palaba que él mismo suscribiría) cuyo propósito no es nostálgico (también eso lo registra en la novela), sino testimonial o probatorio de un mundo desaparecido, tal vez suyo propio o de quienes decidió incorporar a la realidad, aunque esa circunstancia, la de que podría ser de sí mismo de quien narre, no tenga mayor relevancia. Porque la historia que leemos es la de cualquiera, el trazo casi periodístico (y lírico y simbólico) con el que manufactura (dejadme ahora usar el sustantivo artesanal) la trama podría provenir de cualquiera, ser parte de la historia privada de cualquier familia o la crónica de una época, varias serán, que devino en esta. 

Siempre pensé en que en una novela cabe todo. Su virtud más sólida es la de confirmar la benevolencia de la palabra para perseverar en el tiempo y declarar la prosperidad de su uso. El mérito de esta novela, uno de ellos, más tarde haré cuenta de otros, es el fijar un léxico precioso para armar el alambique de lo que debe contarse. La decantación de la trama es limpia, avanza con respeto, se esmera en traer vocablos en desuso, convocados con escrupuloso tacto. Martínez Clares escribe un español limpio, respetuoso, al que afinca registros locales, realizaciones semánticas de una más que pensada participación en la construcción de la trama. 

"El dios de la luz eléctrica" es un prodigioso artefacto literario cuya primera encomienda es la de arrogarse el oficio de albacea de un tiempo y de un lugar. Interesa más ese bosquejar un contenido sentimental que fijar un continente, aunque el mapa que se traza es del siglo XX y hay en ese dibujo un recorrido por la intrahistoria de España, por sus penalidades, por sus alborozos, pero qué bien se ensamblan esas dos instancias, la de la emoción y la de la crónica, con qué talento narrativo José Luis elige la forma y urde el fondo. Tiene dentro una codicia secreta, revelada sin florilegios extraños, exhibida con tesón (qué de cosas cuenta, cuántas calan) y, finalmente, dejada a su aire, confiada a que la propia sensibilidad del lector extraiga las enseñanzas y convenga en qué lugar de su memoria (la personal, la literaria) las depositará. Es una novela de la memoria que apela a que se la respete. También un delicado retrato de una España sin cerrar todavía, aunque ignoro si cerrar un país haría que urgiera olvidar lo que padeció para que se forjara otro .

El narrador es de obituarios, un decantador de muerte, pero no hay tragedia en esas defunciones tristísimas, en ese paisaje de negrura y de olvido. Nunca se recrea en enterrar, sino en exhumar. "Una precaria técnica de resucitación", arguye. Todos esos muertos cuentan y hablan, se enseñorean por la vida que abandonaron, hacen que valiese la pena trasegar los días que se les entregó, alguien se ha obligado a perseverar en la ausencia para que los recuerdos impongan su bruma y su sangre a la realidad, que será siempre espectral, igual que su anverso, todo ese tiempo perdido, imposible (no creo que imposible del todo) de recuperar. Qué de espectros surgen. Fueron fantasmas perseverantes, de los de fatigar las tardes en El cielo (que está en la canción de Lapido que da título al volumen) o en las calles, en la conversación de quienes los conocieron más tarde, cuando cumplieron su plazo en la tierra. El de Thaddeus Gadly, eminencia del jazz, el de las mujeres ancianas que vivieron para los demás y, a veces, por probarse, para sí mismas, con escaso desempeño. Así de duros fueron aquellos años. Lo serán todos, imagino. No cito decenas de personajes, darían para tres reseñas  

He dejado la idea de que José Luis Martínez hace de su voz la voz de muchos, pero hay de la suya suficientes huellas como para extraer la idea de que le toca en lo íntimo lo que narra. Su herencia, su Almería. Hace un descenso a las raíces. Igual que sus personajes. Que su Carolina, que su Europa, que su Barrabás. Todos fluyen con el rigor de quien, al traerlos de nuevo a la vida, imprime un sesgo amoroso. Porque hay amor en lo contado, hay desvelo por arrimar el afecto mayor a las palabras (y lo que las palabras urden) para que el conjunto (la trama, la hay, espléndida, lenta y segura de su desempeño) avance con sobriedad, con intimidad también. Parece que se nos contara a nosotros, no a nadie más. Como si el autor, eso me parece de verdad un acierto, hubiese dado con un recurso espléndido: el de la cercanía, el de contar para alguien concreto, a quien conoce. Para ti, para mí. Las fotografías de las que se vale el novelista , las que hizo Caravaggio (el apodado, no el conocido) las precisadas de la luz de los ojos, las que hacen que la novela exista,  y repito: es de imágenes su aliento primero; también de palabras que convocan imágenes que se ven, que son accesibles y podemos olerlas, sentir que estamos en la Estación de Francia o en el campo antiguo de los años pobres o en los tiempos turbulentos de la infame y cruenta guerra y los aviones acaban de emborronar de odio el azul del cielo. Ah, y la fotogenia es cosa del retratista, dice Caravaggio.

Hay que dejar consignado aquí lo bien escrita que está la novela. No una escritura encantada de conocerse, primorosa sin motivo, de alarde privado, sino la escritura puesta al servicio de la historia. Se regocija el lector en el vocabulario llano, en el poético, en el meramente inductor del caudal de los recuerdos que invoca. Toda ella es invocación. Las calles de la niñez se cuentan como si el tiempo no las hubiera convertido en otras calles. Porque no son las mismas y, sin embargo, el narrador niega el tiempo (esa es también la virtud de la literatura) y hace que suenen o que giman o que el que las mira por primera vez reconozca lo que fueron, cuanto ha sido cancelado por la intemperie del tiempo, que es un juez y un cabrón de cuidado. Martínez Clares es el desempolvador, permitidme el sustantivo: disfruta con adecentar lo que los años desasearon. No solo los recuerdos, sino las palabras de los recuerdos. Y él, el narrador omnisciente, misericordioso, demiurgo de un ecosistema abocado al olvido, el Joseluis con el que la madre le llama (con casi cincuenta años y un par de hijos en el libro de familia), intima con la eternidad, entierra y desentierra, abre y cierra, da y quita, hace que la realidad no sea una circunstancia temporal (hoy, aquí) sino algo mucho más enternecedor o didáctico (ayer, allí), y su regreso al pueblo, cuando la pandemia se relajó, cuando la memoria imploró que se la agasajara, se convierte en un recado ineludible: el de sucumbir a la devoción del terruño, el de acariciar los árboles de la niñez, el de pasear el paisaje de la mole volcánica (en todos los sentidos) de Gata, ese territorio mítico, el de todas esas regiones imaginarias, como Macondo o Comala o (dejadme ahora que me explaye) la Ínsula Barataria o la innombrable (cómo podría decirse sin titubear) Yoknapatawpha. 

La imaginación es a veces más verosímil que la realidad. Sin ella, cómo podría haberse fraguado la investigación narrativa, que tiene su poso de pesquisa policiaca o forense. El novelista es un declarado interventor, un funcionario fértil, un cronista aventajado, alguien que sabe mirar a la muerte y dar luz al oscuro silencio de los muertos. Esa es la consigna del que narra cuando “no queda nadie a quien preguntar”. Tal vez no se deba escribir "de oídas", pero sucede que no siempre disponemos de los testigos, todos los que conocieron de cerca, los que escucharon y recordaron, los que supieron y guardaron. De ahí la encomienda del escritor, no sabremos si el propio Martínez Clares o el narrador buscado, al que se le dé el recado de contar. Ahora lean, no hagan como yo, que tardé en abrirla y en sumergirme en ella. Ahora eso no importa. El viaje ya está hecho y se disfrutó. 

26.3.25

Lo

 

 Por la gracia de la palabra, comido 

por la fiebre de lo inconsútil, 

de lo libre de fragmentarse, 

acudo a lo evanescente. 

Me congracio con lo etéreo, 

me sustancio en lo sublime, 

distingo entre lo mucho lo único 

y con arrobo novicio lo flipo. 

Un futuro libro de poemas

 Acabo de tener una de esas revelaciones que son, por su hálito mistérico, refractarias a la razón. Irrumpió sin que nada lo vaticinara. Permanece con terco fulgor, por irme ya soltando en versos. Ya tengo título para un futuro libro de poemas. La primera pieza contendrá el título. “Arca” se llamará. Habrá una metafísica contenida, he pensado. Esta tarde me pongo. Ya tengo las dedicatorias y las citas. Los amigos de siempre. Los poetas de siempre. Querré una portada sobria, sin alharacas disuasorias. En estos días de abril, hace ocho años, publiqué mi último poemario. Tengo sed de versos. 

24.3.25

La vida es un plano secuencia / Adolescencia

 



Hay narraciones que penden de un hilo tan fino que cualquier arrimo de aire las hace caer y desgraciarse. No sé cuál hilo malogra que “Adolescencia” sea una serie televisiva excelente. La historia, que puede verse en Netflix, se despacha en cuatro episodios de factura cinematográfica soberbia. Se queda uno prendado de que se haya encomendado su filmación al plano secuencia, tan delicado, tan huérfano a veces de la hondura de un montaje.

 Hay más consideraciones que hacen de esta miniserie (cuatro episodios de poco menos de una hora) algo recomendable. La cámara es la madre de la trama, hace que se extienda con sobrecogedora naturalidad, imbuye al espectador en un escenario de un realismo al que no estamos acostumbrados. La vida no deja de ser un enorme plano secuencia. La cámara que llevamos incorporada se parece a un corazón que late infatigablemente y no se arredra ante nada. Lo que hace Philip Barantini, del que no conocía nada y al que seguiré en adelante, es verdaderamente loable. Mira asépticamente, no se involucra, se limita a filmar, lo cual es de agradecer, aunque sentí algo que me desconcertó milos: en ese primor de serie, de verdad que es recomendable, eché en falta una autoría narrativa, lamenté que la ficción que se me entregaba careciera del pulso de la creatividad, limitada (no poco eso) al endiablado trajín del objetivo como una lapa cotilla. 

Todo sucede con pasmosa limpieza en “Adolescencia “. Y no es que la pulcritud sea una anomalía o una falta, pero yo hubiese deseado un descarrilamiento de la verdad, una especie de construcción más controvertida, en la que se subraye lo singular, la diferencia, esa contundencia que en algunos autores podría resultar grosera al volcar un material tan sensible como este, pero que puede conducirse con mayor desempeño metafórico o simbólico o simplemente, excusad mi incertidumbre semántica, en un tratamiento menos formalista, que airee no la verdad, tan cartesiana y gris, sino su periferia, la posibilidad de que lo que no se dice cuente tanto como lo explicitado.

 Podría exasperar a quien desee que la acción lo ocupe todo, no es mi caso, pero admito que hay minutos huecos, estáticos, hechos para que tengamos una más sólida convicción de que se nos está invitando a que únicamente miremos, sin la más mínima incitación a que mirar contraiga algo más. La sobriedad hace de argamasa. 

Ha habido pocas series de televisión que me hayan afectado más que esta: no solo por la terrible historia del adolescente acusado del asesinato de otra adolescente, ni por la indagación psicológica de las causas que pueden inducir a que un chico normal (cuál lo es, quién de nosotros es normal) se convierta en un monstruo, sino también por la orfandad de todos los intervinientes en la trama. La familia normal (no rota ni inductora de un desquicio) es la de cualquiera. La serie hace recaer la culpa en la sociedad, y probablemente parte de esa culpa provenga de ella, pero qué hará que otros adolescentes no permitan que el veneno del mal los embrutezca y los arroje a la perdición absoluta, más allá de la absurda retirada de la vida que arrebatan. 

Contiene, no obstante, interpretaciones colosales: hay un depósito de contención que impide que algo tan frágil se descarríe. Incluso los tramos en los que se exige una sobredotación de rabia (la del padre, tan perdido) se explicitan con una mesura que se agradece, si se me permite el oxímoron. Con todo, es serie de ver, de hacer que su ración de espanto haga que reflexionemos sobre el mundo que estamos creando, sobre la juventud (también precipitada a algún abismo que no conocemos) y sobre los arquetipos de la masculinidad y de las relaciones sociales que ser trenzan y destrenzan en las fantasmagóricas redes sociales. 



23.3.25

Stravinski en la perspectiva Nevski / En el ochenta cumpleaños de Franco Battiato



Una vez (consta que en verano de 2012) me dijo Paco García Gascó que Franco Battiato era un dios italiano.
“Yo prefiero la ensalada / a Beethoven y Sinatra. / A Vivaldi, uvas pasas, que me dan más calorías”
F.B.
Fueron los cíngaros del desierto. Eran de perderse en la curvatura del aire. Bailaban con candelabros encima. La luz tenía la fragilidad de la luz. Los ángulos de la tranquilidad no siempre están al alcance. Ni en las nieblas del norte, ni en los tumultos civilizados. Los años no han enseñado nada. Ni la paz en el crepúsculo, ni la hospitalidad de los extraños. Tal vez sea al final del camino. Ahí ha llegado el gran Franco Battiato. LEstá en las almohadas de la tierra. En la dimensión insondable. Las canciones egocéntricas. La experiencia sensualísima de ver bailar flamenco. Los continentes perdidos. El animal que todos llevamos dentro. La espera al cónsul italiano en la casa antigua y noble. Hay quien se pone unas gafas de sol para tener más carisma y sintomático misterio. A veces un temporal no nos dejaba salir. La estación de los amores viene y va. En las calles era mayo y caminábamos juntos. Free jazz. Punkie inglés. Balineses en días de fiesta. Oigo la monserga africana. Over and over again. En la baja Padana, en verbenas de verano, la gente anciana danza viejos valses vieneses. Ahí estará Lorca. Ahí Cohen. Somos pasajeros anómalos en un viaje místico. Nos mira un monje birmano: tiene los ojos atravesados por una luz que no se va nunca. Pensar en cómo se ha malgastado el tiempo. Seguimos siempre en ruta en diagonal por la vía láctea. Un día por la perspectiva Nevski me encontré por azar a Igor Stravinski. Mi maestro me enseñó qué difícil es descubrir el alma dentro de las sombras. Se buscan por instinto las pistas de cometas como vanguardias de un nuevo sistema solar. . Había nieve en Berlín Este. Un viento a treinta grados bajo cero barría las desiertas avenidas y los campanarios. Los orinales bajo el lecho. Qué difícil es descubrir el alma dentro de las sombras.
Battiato hablaba con los dioses griegos. Leía escritura cuneiforme. Soñaba imperios babilónicos. Amaba con ese afán de los primeros navegantes del Egeo, que es donde nació el primer aliento del hombre. Llevaba gafas de sol para tener más carisma y sintomático misterio. Componía versos sobre la pornografía grecorromana. Cuerpos que danzan al ritmo de siete octavas. El día en que murió el Etna llenó el cielo de Sicilia de una ceniza carmesí. Es de poetas hacer que la tierra se conmueva cuando parten. Battiato era de otro tiempo, aunque usara el pop para entonar su cántico universal. Pop sin las ataduras del pop. Pop hecho a la medida de un bardo eléctrico y tribal, religioso y clásico. Escribo a la vez que canto. Andará el gran Battiato buscando su centro de gravedad permanente. Hubo un tiempo en que mi banda sonora fueron sus canciones. Italiano y español. Español e italiano. El mal de África. La hermosura de perderse en un milagro. Qué más puedo recordar. Me vienen (atropelladas) las letras. Temo perderlas. Si las pierdo será cuando haya muerto definitivamente.

Branquias, cigarrillos, Kafka

 Escucha uno que hay gente que no sabe si ir guardando la ropa del invierno o una pareja de cada especie para que no se pierda el reino animal. A lo que teme mi asombro es a que se distinga en mi costado unas buenas branquias y comparezca algo del anfibio que siempre llevamos dentro. Vinimos del agua y acabaremos volviendo a ella. Con resignación, con perplejidad, mira uno el cielo lento y exacto y se pregunta si el sol se ha retirado definitivamente, si no saldremos nunca de esta dinámica borrascosa que haría feliz a las hermanas Brontë y tiene a la Virgen de la Cueva de trending topic en los memes del móvil. Un poco harto y otro poco agradecido, se queda uno en casa, mira por la ventana y busca hoy domingo con qué ocupar la mañana tenebrosa. Ni dan ganas de salir al patio a echar un cigarrillo. Quizá esta elocuencia pluviométrica consiga que deje de fumar y sustituya los pitillos por pipas tostadas a la sal o caramelitos mentolados. El caso es tener algo que hacer. En estos días me acuerdo mucho de Kafka. Su Samsa no era tan descabellado. Yo creo que la evolución de las especies comienza con estos milagros de la climatología. No tengo recuerdos del verano, del sol a plomo en las calles del sur, del sudor como un elemento narrativo del alma. Cuando el termómetro se desquicie (llegará, yo pongo una semana para que la tierra arda como un adolescente promiscuo) echaré en falta las branquias en el costado. Mientras escribo, me las toco. Son pequeñas todavía, pero tienen la consistencia de un hueso dislocado. 

Urdir un perro

 Un perro es siempre menos que un perro. Nadie ha visto jamás un perro. Por más que se tenga una idea cabal de lo que es un perro, no se puede determinar su condición, la sustancia misma de cuanto crea su comparecencia como perro. Su oficio no difiere del que detenta un árbol o una nube. Ni siquiera el hombre en su fuero de hombre posee una cualidad que lo adscriba a lo más acendradamente humano.

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Como cuarzo tutelado en las miserias de la piedra, como la palabra hecha ámbar, el perro ignora que es perro; el árbol o la nube, árbol o nube. Un artero mecanismo sin instrucciones urde la realidad. Es en la ficción en donde perro, árbol, nube o hombre manifiestan con más entero desempeño su vocación de luz o de sombra.

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Nada puede ser dicho sin que intervenga el azar. En el engaño, tal vez también en su ajena periferia, es en donde fulge lo real. Quisiera uno saber qué cosa es, si algo de verdad permanece o si se va desprendiendo el ser de sí mismo y adquiriendo otra consistencia, que no tiene un porqué ni anhela respuestas para aposentarse con más rotunda eficacia en la residencia del tiempo.

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Todo es una fantasmagoría, una especie de volcado sutil de cuanto no se sabe y, sin embargo, nos define, da de nosotros un trazo tangible, una suerte de dibujo reconocible. Somos la sombra de una sombra. No se puede confiar en que nada sea verdaderamente nuestro. El hecho de admitir un rasgo perdurable manifiesta ignorancia.

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Ignoro quién fui ayer. Tengo de mí la sospecha de que no acabaré de ser algo cerrado y fiable.

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Albergo la esperanza de que cualquier cosa que sobre mí se diga pueda rebatirse. No soy nada más que un lento orfebre de mi incertidumbre.

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Me prefiero incrédulo, me agrado voluble.

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Si mañana leo este texto no lo reconoceré mío. Quizá sea esa la razón por la que lo escribo. Por ir dando pequeñas consistencias fácilmente refutables. Por tener la posibilidad de desdecirme. Por ser incesantemente otro. Es que cuesta no ser nadie más, no poder o no saber desprenderse de cuanto ha vencido el escrutinio del tiempo. De ahí que escriba. Por fotografiarme. Por evitar el agotamiento de ser únicamente yo. Por convidar al asombro a la gris perseverancia de la rutina.

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Ilustración: Dorothy Higgins

Quién podré ser, me preguntaré. No seré el niño que se lamentaba de que siempre lloviese en sábado, ni el adolescente que se prendó de una tienda de Córdoba en la que encontró discos de jazz a buen precio, ni el poeta novicio que escanció unos versos en una servilleta de un bar mientras esperaba a que llegase quien había sacudido su corazón novicio, ni el alborozado maestro al enseñar con pudor y con infinito amor el arte de la escritura, ni algún yo que sobreviniera y del que ahora no posea una huella, aunque cualquiera de ellos supiera de mí y azarosamente me representara.

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Así uno: arborescente, centrífugo. Afantasmado. Porque no es que estemos hechos de la materia de los sueños, sino que la misma vigilia es la evanescente presencia de ese limbo.

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Al alma la adorna la ficción de que de verdad existe.

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Los días son el pecio de un barco al que el mar engulló, pero no hay mar ni barco. Ni perro. Está a medio hacer el perro. Está la ocupación del hambre en su estómago, está el roto esparto de la sed. El miedo también. La continua sensación de desvalimiento. Como una inminencia interminable de algo que nunca termina por manifestarse. Como un agujero que se abre y se cierra, que respira y habla, pero no sabemos el motivo de su respiración costosa, ni de las palabras que oscuramente pronuncia. Así el cielo, el mar, la tierra. Para ser perro hay que haber sido antes nube o árbol o fuego. Hay en la mismidad del perro un resto de flor o de piedra. En los ojos hondos de un perro está el primer bosquejo de luz al perturbar la sombra.

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El cielo es una la elocuencia del primer pájaro. Miramos el temblor de las alas en el barro. No hay nada que podamos decir ni que se confíe y entendamos. Solo clausura, intemperie. Urdimos al perro. Cortejamos su carne primeriza, su sustancia conmovida.

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El amor es un pájaro que ha encontrado el sentido absoluto del vuelo, una palabra tramada en el corazón del aire. El perro que me miró esta mañana no era un perro. Quién podría decir lo que es un perro. Tampoco yo podría ser alguien. Quién podría decir quién soy.

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En plena noche, en esa oscuridad sin registro, el viento no alardea de aire. Las palabras con las que contamos para nombrar la realidad son torpes. El que escribe no puede arrogarse la facultad de su manejo. Oh, tú que lees, cómo podrías entenderme.

21.3.25

En el Dia Internacional de la Poesía


 La vida nunca acaba bien, pero hay algunas que avanzan ajenas a la certeza de su cese. Las maneja la poesía que no recoge ningún poema. La ocupa el poeta que jamás ha cincelado un verso.

5 industriosas hormigas

 


Camarada Fernando Oliva, un día acabaremos viéndonos en la cubierta blanco y negro del Potémkin. Un acceso de sentimentalismo nos arruinará todas las conversaciones preparadas. Las mías en un cuadernito rojo, las tuyas en uno arcoiris. Tiraremos los cuadernitos al mar de Barents. Brindaremos con vodka del bueno una vez, varias veces. Escribiremos una novela de cinco minutos cuando estemos bien ebrios, la leeremos en ruso, camarada Fernando Oliva, la leeremos con polifónico arrojo declamatorio y todos los niños de Odessa sabrán de los primores del maximalismo.

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Bellísima  pastora, esto te digo: en un día limpio surgió de improviso la palabra, no se tiene registro de cuál fue, no hay constancia, podría ser azul por la bóveda del cielo o la anchurosa línea del mar, pero también sangre o blanco o dolor. Las palabras concurren con antojadiza alharaca y no tienen pudor ni memoria. 

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Mi voz es pasto del musgo.

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El aire tiene su arquitectura, su gesto de huérfano. 

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El lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca no es un asunto poético, no me pidas que le escriba un soneto. He pensado, no obstante,  en tu pezón izquierdo, en el derecho, en los dos mirándome, bizqueando, he pensado en qué podría ocupar el estro poético, si en el pezón estrábico o en el lunar sin mella.

19.3.25

Lester

 



Dime qué haces, qué miras, no tienes que estar ahí, déjame solo, no ves que estoy mal, da igual que haya salido al escenario y haya ejecutado todas esas piezas y el público haya aplaudido, pero no estoy bien, no hay manera de estar bien, ya no se puede, he llegado a un punto en que el único bienestar empieza con la primera calada de un cigarrillo y el primer sorbo de un whisky, todo lo demás carece de importancia, uno viene a tocar, le pagan y vuelve a perderse en la niebla, donde nadie te mira y puedes pasar desapercibido, se está bien sin que nadie sepa dónde estás, pero hay que pagar las facturas, hay que hacer sonar la música, así que abres los ojos, sales de la niebla y te dejas ver, te contratan, una semana en el mismo local, eso es fantástico, no tienes que ir cambiando de hotel, te pones tu chaqueta menos arrugada y pides que haya tabaco y alcohol, lo otro se pilla más a escondidas, no hace falta airearlo, no conviene, te colocan la etiqueta de colgado y los bolos bajan, no puedes estar sin tocar, el jazz es un negocio ruinoso, lo de los discos no da para mucho, sobrevives, tienes para cambiar de traje, pero el saxofón es el mismo de siempre, no es que le hayas tomado cariño, es que son muy caros, dile a alguien que haya cerveza, bourbon, que tenga las botellas a mano, me da lo mismo la marca, que abran la ventana, apesta a humo, vuelvo en treinta minutos, debo aplacar la sed de la sangre, voy a tocar, si no toco, tendré que seguir bebiendo.

18.3.25

Preliminar de una poética

 


Los días fingen ser versos. La vida, literatura. Hay una ebriedad invisible. La voz, trémula, percute el aire alucinado. Las palabras festejan la luz mordida, el eco frívolo, el tiempo tan breve. Se duelen, resaca adentro, rotas. La luz estalla en un adjetivo. Qué almíbar en la sangre. Arde lo que importa. El fuego es también puro embeleso en su festín previsto de ceniza. Es este decir fragilísimo, esta fe y este amor contenidos en la espera, como cinceló el poeta. Es de oro la sangre y el aire y el tiempo. La caligrafía es siempre el cuerpo, su pulso herrumbrado, la piel extraviada. Es al cuerpo al que le debemos rendir las mayores atenciones. El alma está sobrevalorada. La luz en su altura sin propósito codicia un extravío lentísimo de caballos en un sueño. La luz malogra el veneno de las sombras. El aire se embriaga de aire. La muerte es polen seco, hoja que desobedece al terco árbol y a la glauca tierra. Pero no es a morir a lo que los ríos acuden a la mar. Aún respira la esperanza. Yo lo que ansío es paz pura, una arborescencia que heroicamente ostente el credo de todo lo desbocado, una casa en la que respire tu alma. Al pecho nos lo acribillan las horas, el meticuloso y delincuente oficio del tiempo, con su fiebre, con su lenta vocación de loco orfebreLa memoria acaba siempre por aturdirnos. Arquero embriagado de dianas es el poema. Qué galope se oye: silbo de poeta acuñando prodigios, alambicando amor. Ya mismo el frío me azuzará sus perros. Ya los oigo masticar el hueso sucio de los muertos. Tienta el azar duras comisiones de sangre. Descienden al centro de la palabra. Ahí la semilla, el fugaz numen de las cosas. Ahí la nombradía de lo extraño, ese flujo sin brújula, esa verdad que se desdice y aspira a ser azul o ala en el festejo del vuelo o barro cuando la lluvia enhebra un paisaje y lentamente lo ignora. Da el amor óxido y nomenclatura, susurro y liturgia. Ascua pequeña, combada música que perdura sobre el signo del poema, que es el cuerpo mismo del tiempo, su espuma de un mar que existe en la desinencia del corazón, en el jadeo del verbo. 




17.3.25

Un benjaminbutton

 


Uno no nacería menguado y frágil en tamaño y en conciencia, ni iría después creciendo en juegos y en llantos, en dioses y en fábulas, probando, errando, cayendo, subiendo. Prescindiríamos del acné adolescente, de los amores platónicos y de las amistades eternas. Tampoco estarían la fatiga de los años escolares, las primeras erecciones rudas e incómodas o la rebeldía contra los padres, que es una forma de rebelarse contra uno mismo. Sobraría el pavor mitológico ante la sospecha de que Dios no existe. Y no tendríamos que encarar con resignación la rutina de la edad adulta, la impertinencia de la vejez. Menos traumático o patético, sería nacer ya maduro, canoso, calvo o gordo, e ir más tarde, paulatina y generosamente ganando en aplomo, en tamaño, en conciencia, entre lecturas por el parque y paseos por la playa, bebiendo café en las terrazas con amigos, rejuveneciendo año a año. Buscar entonces esposa, procurarse unos hijos, un trabajo que nos plazca, dejar que el tiempo nos merme y, al final, aplacada la meseta del tiempo y a su vera la juventud, repasada la infancia, morirnos en un jardín de infancia, en una cuna o en un flato artero. O mejor todavía: milagrosamente morir en el vientre materno, enamorados, enfermos, hospedados como reyes, como dioses. Los habría afortunados: los que  tengan la fortuna de desvanecerse en la misma coyunda de los dos que, al buscarse y encontrarse, en la coyunda feliz, lo incorporaron al trasegar de las horas.

16.3.25

"Mala fe" en la Alberti

 Pero qué bien me lo pasé la tarde del viernes en Madrid. Qué de amigos abracé y me abrazaron. Qué buena conducción la de César y Eloy, qué en volandas me llevaron, qué cómplices en todo. La de cosas que dije sobre mi novela, lo que escuché de ella. Qué charla, qué familiar todo. Qué bonita la Alberti, cuánta gente hubo. Era la primera ocasión que la criatura se exponía al escrutinio popular y doy fe de que todo fue favorable, elogioso. A mayor encomio, más abrumado y agradecido estaba yo. Pensé en los que no pudisteis estar, en los abrazos perdidos, en la suerte que tengo por haber hecho que los que por allí anduvieron decidiesen compartir su tiempo con el mío y que todos festejáramos el amor a la literatura. Tras decir gracias las veces necesarias, todas con colmo, creo que hasta cortas se quedaron, no reparé en elogios hacia la portada de Fernando y el cuidado en la edición de Mahalta, mi nueva casa. Luego vinieron palabras sobre los motivos que hacen nacer una novela, los deseos insatisfechos, Borges, el pecado, el don de la ficción, la literatura y la belleza, los mimbres de la escritura…pero las palabras que hoy domingo me trae la memoria son las de la amistad. Esas escucho, ellas son probablemente las que todavía permanecen. Allí Paco, César, Eloy, Alfredo, David, Alfonso, Pedro, Gloria, Eugenio, Manuel, Alberto, Rafa, Almudena y Emma, olvidaré citar a muchos. Allí mi familia: Sara, Emilio y Toñi. Los veía de lejos y sonreía por la fortuna de tenerlos. Allí la sensación de que a veces todo sucede como uno querría. 















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14.3.25

Morir más veces




Fotografía: Oriol Maspons

Deberíamos tener la posibilidad de elegir quién nos mate, dónde morir, qué arma será que la satisfaga ese deseo privado. En los juegos uno muere las veces que convenga morir. Se teatraliza la muerte, se le impone una coreografía, se escribe un guion para que explique de nosotros mismos lo que tal vez no sabríamos explicar en vida. En cuanto se ha resuelto la escena, el muerto se pone en pie y, por paradójico que parezca, se reincorpora al juego. Los niños son Lázaro incansablemente. No sé la de veces que habré escenificado esa defunción interesada. El mejor día para morir era el sábado. Cuanto más sucio llegaban los pantalones a casa, más había intimado con la muerte. La limpieza indicaba un sábado aburrido, uno en el que nadie me había disparado. Ni yo a nadie. Lo que todavía no he comprendido es ese amor incondicional a la muerte. No creo que sea únicamente el emular los roles trágicos de los héroes o de los villanos que veíamos en el cine o en la televisión. Yo, a esa edad, no veía mucha televisión y, por supuesto, no iba mucho al cine, y menos a películas en donde se explicitase la violencia de ese modo, en donde matar y morir fuesen una parte esencial de la trama. Quizá la rúbrica de la muerte venga de fábrica, la tengamos alojada en la memoria ancestral, la que los antropólogos más innovadores sospechan que hemos recibido como herencia y produce que tengamos, en una especie de hibernación, todos los recuerdos de todos nuestros antepasados. La violencia, el mal como rito, está escrita en el correr tumultuoso de nuestra sangre. A la educación se le encomienda la profilaxis, ese cuidar de que el mal no se pasee a capricho y no malogre todo lo bueno que se espera de nosotros. No se espera que matemos, ni siquiera en la ficción del juego, pero matamos y morimos, disfrutamos esgrimiendo el arma con la que controlamos el mundo, aceptamos que en la reyerta es posible que perdamos y caigamos al suelo, derrotados, muertos. Nos caemos, nos levantamos. Se muere para que el juego no se detenga. Se mata por las mismas innegociables razones. Importa el juego, su voluntad invisible de ocuparlo todo. Y qué placer ser abatido, notar el impacto de la bala, saber que nuestro mejor amigo - una vez que acaba el juego, claro - es el que nos ha apartado. Quién mejor que nuestro amigo para concedernos la posibilidad de elegir qué gestos haremos al desmoronarnos, qué últimas palabras diremos, con qué mano taparemos el boquete que nos ha producido el impacto. Hasta las niñas se prestan en ocasiones. Morir para ellas, sin embargo, no es una opción, no lo es de un modo tan apasionado. Yo he visto alguna caer como un fardo. Y mueren mejor, con más sentido de la dramaturgia, con una inspiración fúnebre más intensa. No recuerdo si he matado alguna o si alguna me mató a mí. Hay cosas que se van olvidando. Las acalla uno, las silencia para que no nos avergüencen después, y proseguimos afincados en el juego. Nunca salimos de él. Por más que se nos haga creer que los juegos acabaron, continúan. Están dentro, nos hacen movernos, desear que persevere su antigua trama. Y las balas de la ficción son de fogueo  


Leer es mirar con los ojos cerrados

   Sentado, cerrados los ojos, en un apartado jardín, sin el estorbo del ruido ni de la memoria, Buda consiguió la iluminación. Quiero decir...