Vi La huella, la de Mankiewicz, por primera vez en una vieja edición en VHS que La 2, entonces TVE2, emitió en desvergonzado horario nocturno. Me la grabó un amigo y la conservé en una estantería durante años. La razón de ese letargo era que yo no tenía video. Mis gadgets, qué encanto de palabra, se limitaban a un radiocassette Sanyo (no es una publicidad intencionada ni interesada) que se oía aceptablemente para mis adolescentes oídos y una televisión Grundig que mis padres usaban para el Un, dos, tres, las fotonovelas y pare usted ahora mismo de contar. A mi progenitor no le gustaba el fútbol. Tampoco ahora que goza las mieles de una más que merecido jubilación. A lo que iba: tenía yo la creencia de que La huella era una película digna de figurar en una hipotética colección de joyas del séptimo arte que disfrutaría en el futuro. Esa conjetura se realizó años después y la hibernación de la cinta mereció mucho la pena. Recuerdo el juego macabro, el retorcido manual sobre la humillación ejecutado por Sir Lawrence Olivier y Michael Caine en un fantástico ejercicio de hipnosis dramática y todavía hoy guardo la gozosa impresión de que, sin ser una Obra Maestra, la película inglesa era un producto altamente recomedable. Una de esas películas que todo cinéfilo debe ver y a la que costaría ver en un remake sin que un amago de pudor nos envarase la curiosidad.
Una segunda revisión en DVD me descubrió algo más: la obra de teatro de Shaffner era una joya apetecible por cualquier director con ganas de exprimir recursos dramáticos. Mankievicz gozó de la presencia de dos actores inconmensurables. Uno todavía ejerce de maestro de actores y tal vez ése sea el casi único acicate para que este cronista de sus vicios haya accedido a contemplar el remake. No lo hice en el cine, en pantalla grande. Una excelente copia en divx (más palabras increíbles para este comienzo vertiginoso de siglo) me ha permitido confirmar sospechas y, hasta cierto punto, concederme el morboso placer de que nada lo suficientemente bien hecho merece repetirse salvo que, en la réplica, los autores pretendan reformular el mensaje o atreverse a realizar, bajo premisas clásicas, un producto manifiestamente nuevo. Nada de eso sucede aquí: ni la injerencia literaria de Harold Pinter, todo un premio Nobel, ni la dirección del solvente Kenneth Branagh, ni la presencia del propio Michael Caine (en el papel de su adversario original) ni la de Jude Law (estruendoso, histriónico en la forma en que le gusta a Branagh) insuflan a este segunda huella valía. Ésta aburre, aturde, confunden, te hace pensar que cualquier tiempo pasado fue infinitamente mejor y que Caine, lo único salvable de este artificial y hueca versión moderna, sigue siendo el más capacitado actor inglés de los últimos decenios con permiso de Olivier, de Dirk Bogarde (qué grandísimo estaba en El sirviente, una de mis películas favoritas de todos los tiempos, curiosamente con guión del propio Pinter), de Alec Guinness o de John Gielgud.
Branagh se frena: planos certeros, miradas íntimas. Obvia la grandilocuencia habitual. Se centra en mostrar un duelo de actores, pero se obstina (en exceso) en condicionar la trama a un atrezzo incómodo, frío, aséptico y totalmente inoperante. La apabullante mansión de Wyke, el autor de intrigas policiacas desquiciado por la infidelidad de su esposa, está alicatada de tecnología high-end. No se acaba en ningún momento el porqué de esta sofisticación. Hasta los planos de las cámaras de vigilancia tienen travellings, contrapicados, giros imposibles y otras piruetas más propias de un genio de la manivela que de un vulgar programa informático. Absurdo, en fin. La mansión gótica del film original ha sido convertida en un insoportable montaje de habitaciones desangeladas a las que Caine jamás dota de la calidez que requiere el contexto en el que la trama debe desarrollarse.
Tampoco Law contribuye a que olvidemos a Caine. No hay color. Incluso Harold Pinter queda por debajo de lo que se espera de pluma tan notable: eso de introducir un más espeso tono psicológico puede engolosinar a cierto público, pero este duelo dialéctico no puede sostenerse solamente con frases notables, que las hay, sino con un más cimentado argumento, cosa que la obra de Mankievicz jamás excluía. Pareciera que Branagh o Pinter o los propios actores, que son co-productores del asunto, quisieran privilegiar la refriega teatral por encima de la trama íntima.
Agradecemos que las dos horas pasadas de la versión original queden en ochenta largos en ésta. Se podría haber quedado en un episodio de la BBC o en un telefilm inusualmente bien presupuestado.
El lector interesado puede acudir al videoclub más cercano o buscar en tiendas del ramo el DVD del clásico de 1.972. Yo guardo como tesoro el VHS (Agfa tape) que me grabaron para iniciar mi colección de tesoros del cine. Ahora esa colección amenaza la integridad física de mi casa. Qué pena no tener una mansión gótica en la campiña inglesa y una pantalla de plasma de dimensiones escandalosas. Una igual que la que aparece en la película.
3 comentarios:
Muy emocional tu comentario, Emilio. Caine merece el visionado, compañero. Law es un comparsa. Pinter no es un Nobel. Esto lo hace cualquiera. No son tanto los dia´logos en mi opnion.
Se han quedado cone l personal.
Tu blog es canela fina.
Vaya.
Pite Cantropus.
Que decepción, pintaba interesante. Pero, bueno, quienes escuchamos jazz sabemos que a menudo un combinado de talentos no necesariamente hace a un buen disco. Y quizás en el cine sea igual
Un cordial saludo.
Law es un comparsa, sí. Me pareció por momentos Jim Carrey en su etapa cómica, y eso no es bueno para una obra seria como ésta, sr. Cantropus
Suri anaranjado, que bueno será que tenga ud. un nombre porque suri anaranjado me suena extraño, pues el símil del jazz es estupendo. No siempre buenos músicos matrimonian en un escenario. Ejemplos hay. En cine, tres cuartos de lo mismo. Este caso es representativo.
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