I
Un líder es un líder hasta que se muere. Igual que un poeta jamás abandona el ejercicio de los versos, aunque un buen día decida no volver a engendrar una sola metáfora. Hay oficios sin fecha de caducidad. Quienes los ejercen no conciben su ausencia. Por eso no acaba uno de comprender que Fidel Castro anuncie que deja su cargo en manos del hermano Raúl. Importa escasamente que la edad le reste eficacia. Un dinosaurio releva a otro. Para compensar el déficit de hormonas jóvenes aportan el entusiasmo y la rutina. Cosas de dinosaurios. A Castro, si algo le sobra es entusiasmo. Nada que un meteorito democrático no pueda hacer extinguir. También le sobraba a Aznar, que dejó el camino a otros y ahora es consultor o asesor o algo sumamente sofisticado que yo no sé nombrar en una empresa grande como un país, pero de menor relevancia internacional y (por supuesto) mayor soldada a fin de mes.
El político retirado no deja jamás la política. El futbolista, al colgar las botas, se hace entrenador o director deportivo o comentarista deportivo. Mi padre es una excepción. Jamás le he oído platicar sobre su oficio, el que le ocupó cincuenta años e hizo de mí el hombretón que soy. Ninguna plática, ya he dicho: ni grande ni pequeña, ni relevante ni frívola. Será entonces que los políticos son otra raza o que la exposición pública (la excesiva, sobre todo) marca y deja una señal indeleblemente marcada alma adentro. O como si una bacteria anónima y mercenaria hubiese infectado los cuerpos cavernosos del espíritu y el vicio de la notoriedad y de la fama mediática levantase, ufano y orgulloso, su alto cuello aristocrático, su voz protocolaria, su chaqueta excelentemente planchada y su discurso engolado y funcionarial.
Así que Castro no se va, aunque así lo vocingle Granma. Se irá cuando deje este mundo. Iba a decir cuando Dios se lo lleve de este mundo, pero es Castro, no es Ángel Aceves ni José Bono. Será entonces cuando la retirada será completa. Como no será escoltado por ninguna cuadrilla beatífica de ángeles a la derecha de ningún Padre, tendremos que buscar al Comandante en las enciclopedias, en los libros de santos de la congregación comunista, en el google o en el archivo audiovisual de los sótanos del Partido, en la isla divina. Habrá también miles de bovinas con imágenes del líder: millones de palabras unidas mágicamente unas a otras, palabras que parecen desmoronarse pero que logran un precario y sorprendentemente duradero estado de equilibrio. Como una frenética procesión de hormigas disciplinadas. Todas con el puño en alto, claro. Ahí está Castro. En los textos. Como Baudelaire. Como Galdós. Ha llegado el Comandante a un extraño status de equilibrista literario con suficiente bibliografía como para llenar dos o tres anaqueles de cinco pisos altos. El legado de una persona, en ocasiones, queda en eso: en prédicas, en arrebatos verbales ametrallados ante una feligresía enfervorecida, ávida de obleas lingüísticas. Todo político, en el fondo, es un profesional de la arenga al modo en que lo es (no sé si ya decir lo era) Castro, un vendedor de ideas.
II
Chesterton dejó escrito que la gente que no cree en Dios puede creer en casi cualquier cosa. Yo creo en el cine negro de la RKO, en el gong de la Ealing, en las gafas de pasta de Bill Evans y en la prosa de Nabokov. Anoche Javier Bardem recogió su Oscar en el Kodak Theatre de Los Ángeles y dejó dicho que creía en los cómicos lo cual tal vez pueda ser una forma de negar a Dios y conciliarse con la risa, como escribía Aristóteles y Umberto Eco recogía en El nombre de la rosa. Me estoy escorando. Es más fácil creer en un cómico que en un político. En las películas siempre inclinamos nuestra simpatía hacia el lado del bufón y miramos con recelo e incluso con animadversión al apoltronado monarca, que suele parecernos (salvo las excepciones preceptivas) un tipo al que no confiaríamos las llaves de nuestra felicidad. En una ceremonia de la crítica de Nueva York o de Chicago (no sé ahora) contestó al presentador que había sido George Bush el modelo en el que se había fijado para montar el personaje de No es país para viejos. Los cómicos suelen decir la verdad. Incluso cuando la verdad no les convenga. Caso contrario no podríamos entregarles la llave de nuestra felicidad. Y trabajan para procurarnos júbilo. De eso no tengo la menor duda.
Le debo más a Pepe Isbert que a Winston Churchill, aunque tal vez el segundo haya contribuído más a que el mundo en el que vivo sea un lugar en el que pueda vivirse. Es falso, en el fondo. No vivimos en ningún modo feliz. La alegría y el progreso van por sectores. Hollywood lo sabe y adoctrina a la población con sus comedias melifluas o sus historias de héroes anónimos. Frank Capra hubiese sido un polìtico excepcional. Uno dextrógiro, supongo, pero hábil en el manejo de un discurso de afecto al pueblo y de sentimientos hondos y ancestrales.
La felicidad nos educa casi tanto o más que los manuales de ciudadanía o los catecismos o los almuerzos en familia con la televisión apagada. El que conoce la felicidad no transige después con émulos. Todo sucedáneo acaba cobrando peaje. Mientras termino de mecanografiar esto Rajoy y Zapatero se buscan los escondrijos, se palpan los faldones y encuentran siempre lo que buscan. Aquí nunca nadie pierde.
2 comentarios:
No has puesto a rouco valera. Ese tambien tiene opinion.
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No, me agrada más no meter asuntos eclesiales en El espejo. Me enciendo demasiado.
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