26.2.08

En el valle de Elah: Bring the boys back home






Por puro beneficio de inventario, al cine americano le están saliendo hijos bastardos, películas incómodas que exhiben tajos, cortes, heridas, agujeros por donde el país se desangra, se abisma, aunque Eddie Murphy haga las veces de moderno Jerry Lewis y los adolescentes revienten la taquilla cuando las majors programan alegres y descerebradas operetas de carne levantisca y humor grueso como un bate de béisbol. En el valle de Elah es una de esas películas con aire polémico, aunque tampoco haya que mirarla con lupa sociológica.
Paul Haggis, culpable de la ineficaz Crash (a pesar de todo lo que se llevó en certámes grandes y pequeños) y guionista de enjundia para los vehículos más estilizados de Clint Eastwood como Million dollar baby, Banderas de nuestros padres o Cartas desde Iwo Jima, unta de compromiso ético una historia más afín al thriller detectivesco o al melodrama íntimo que a la denuncia política o a la revelación pública de la trastienda de la guerra al modo en que lo fueron Los mejores años de nuestra vida o El regreso, la formidable película de Hal Ashby. Y aunque no sea estrictamente un thriller, un melodrama o un alegato contra la guerra, Haggis logra que su película pueda ser considerada un inteligente híbrido de todos ellos, sin que ninguno sea obviable ni tampoco excesivamente influyente.
La historia narra la diáspora moral de un cristiano padre de familia, militar retirado, patriota sentido y, en última instancia, objeto involuntario de la crisis económica y moral de su país, al que contempla desde la desolación de haber visto a uno de sus hijos morir en la guerra y temer que el otro, al que busca con tozuda frialdad, también haya sido víctima de la fractura psíquica que produce el regreso a casa.
No importa en demasía el diario del conflicto. Se privilegia el disfraz ya contado, esa terna de formatos que únicamente se obstinan en llegar a un norte: la visualización absoluta del desencanto, representado por esa simbólica bandera invertida en lo alto de su mástil, que cierra la película y redime, en parte, al buscador insatisfecho y carga las culpas sobre la Administración insensible, que deja morir a sus hijos en la aventura de la guerra del petróleo.
A pesar de construir un sólido armazón en el que colocar las piezas de este puzzle sentimental, Haggis abandona una mirada más personal y se limita a ilustrar de forma más que sobria la épica de los vencedores y de los vencidos, el dolor casi siempre inconsolable de los soldados que vuelven inevitablemente zumbados, incapaces de recuperar una vida en la tierra que los envió al desquiciamiento. Esta actitud apocada se advierte en todo momento decisión consciente: basta apreciar y admirar también los retazos de información que la cámara del móvil del soldado desaparecido proporciona a su padre. Es entonces cuando descubrimos que todo es un formidable apaño cinematográfico que chirría en lo fabuloso de su engarce. Demasiado limpio, demasiado previsible, demasiado perfecto. Parece como si lo que aquí se despacha es sacarle los colores al presidente Bush. Como si todo estuviese escrito para ese noble, aunque escaso, propósito habida cuenta de lo que, en otras manos, con otro espíritu, podría haberse conseguido.
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Ningún héroe sobresale en esta filípica impostada. Las luchas que libra el padre-coraje interpretado convincentemente por un cada día más encasillado Tommy Lee Jones (a ver si le dan el papel de un psicópata o de un presidente de los Estados Unidos gay) están muy bien narradas. Nada que reprochar a la construcción de ese personaje, que avanza con lentitud, pero que logra el desembarco en la decepción con la misma contundencia como nosotros desembarcamos en el sopor. Hay un exceso de pulcritud. A veces esos excesos de belleza y de perfecta caligrafía cinematográfica huelen a diseño y procuran la sensación de que falta (tal vez) apasionamiento. Yo lo que creo que a Haggis le encantado de verdad es el descubrimiento de la historia de David y de Goliat y ese valle en el que dirimen sus cuitas. La metáfora del débil que encuentra valor y logra derribar al fuerte. La verdad es luego muy distinta: el soldado no vence nunca. Todas las guerras lo destruyen, aunque regrese con la chaqueta reventona de medallas y duerma con la conciencia tranquila. El soldado es siempre un perdedor. El monstruo de la guerra vence todas las batallas. Devora a sus hijos. Lo malo (ahí quiere la película llevar su mensaje ideológico) es que sea la madre Patria la que, movida por intereses espúreos, reclute a sus hijos y los arrumbe en las trincheras, pero todo esto que digo son reflexiones que este cronista saca de fondo de catálogo y no todas están motivadas (qué más quisiera Haggis) de esta buena película que necesita de un John Ford para convertirse en referencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y qué decir de Susan Sarandon; podían haber borrado ese papel de un plumazo. Llevas razón en algunas cosas. A mi me parece no obstante una pelicula de denuncia más que un thriller o un melodrama, como dices. Tommy L. Jones está del diez. La vi en cine y ahora me la he bajado en una copia fenomenal. La red está cada día a un nivel mayor en las copias de cine. Eso es otro asunto. ¿No lo ves un buen asunto para escribir sobre él? Saludos desde aquí a allá.
Leónidas López Andrógino

Anónimo dijo...

Pues a mi modo de ver, si algo se salva de esta película es Susan Sarandon, que lo poco que interviene lo hace magistralmente.
Por lo demás, pues lo que dices, "técnicamente correcto" como film, porque en lo que al mensaje se refiere, es más de lo mismo: producto para autoconsumo del público USA.. curiosamente realizado a un año del inicio de la campaña electoral. Y que todo esto ya pasaba cuando la guerra de Vietnam, incluyendo films de este tipo.. Yo no creo que les moleste demasiado este tipo de películas, es sólo su juego. Otra cosa es que nos la quieran dar con queso y colarla como peli pacifista.. pero también ese es truco viejo.
Pues eso, saludos!

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