Caso de que este simpático cluedo a la ibérica hubiese caído en manos americanas el resultado rozaría el estrambote tipo Saw, cinta con la que guarda alguna lejana concomitancia que de forma expeditiva Luis Piedrahita, sí, el de Cuatro, el mago y el muchas-cosas, y Rodrigo Sopeña, los precursores de esta más que correcta ópera prima, abortan en cuanto la trama va tomando cuerpo. La habitación de Fermat no está pasada por el alambique gore que algún adolescente bien adiestrado en la materia querría. Se advierte un poso más británico: hay arcanos y hay un grupo abeliano (me dejo influir mucho, qué le vamos a hacer) que debe poner a funcionar sus neuronas al cien por cien para que una máquina infernal (una prensa hidraúlica de sonoro nombre: Poseidón) les convierta en viruta pura. Antes de que eso pase, Piedrahita y Sopeña entregan al respetable un ameno concierto de estridencias dodecafónicas salpimentadas por varios trinos melodiosos que hacen que el conjunto se vea con muchísimo interés y se olvide con presteza.
El espectador reacio a resolver enigmas en la butaca puede estar tranquilo: los misterios son de una sofisticación ciertamente masticable y únicamente contribuyen a que la trama (nada compleja, pero inverosímil por momentos) discurra con mansedumbre, mecida por unas actuaciones estupendas y un sobrio registro de lo narrado. Los directores no se permiten la imprudencia de hacer alardes innecesarios que distraigan del propósito primordial del asunto: regalar hora y media de entretenimiento. Otro oficio es buscarles tres pies al gato (tripodología, dice mi amigo K.) y encontrar escenas risibles: un matemático pijo al que le piden autógrafos las muchachitas, un esperpéntico (por barato, por simbólico) accidente de coche o un escasamente creíble lazo que procura casualidades sencillamente imposibles.
Los formidables títulos de crédito, que prefiguran el tono guignolesco de la opereta a la que vamos a asistir, la certera banda sonora y la fluida presencia de unos diálogos comedidos, que no incurren en tópicos ni se afilian al bochorno dramático, consienten que la sensación sea, en todo momento, placentera. Sabemos que no va a haber sangre: sabemos que los arcanos y las conjeturas, los pantanosos terrenos de la matemática y las turbias maneras del perturbado al que imaginamos detrás de la trampa (elementos de la ecuación) despejan una incógnita light, alejada de modelos más sesudos (Pi de Aronovski o hasta Los crímenes de Oxford de De la Iglesia, por citar dos obras más o menos recientes) y más cercana a algún episodio frenético del Hitchcock televisivo, al que se echa en falta para retorcer todavía más los comportamientos y las razones que mueven a la gente a hacer lo que hace.
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En estos tiempos de clonamiento artístico se agradece que existan películas inocentes y limpias, concebidas sin otro propósito que no sea el de hacer pasar el tiempo. Ésta hace que hora y media suceda en (digamos) una hora. La media hora fantasma es el verdadero mérito de sus autores. Y no crea el lector, el amable lector de siempre, que aquí hay fantasías intelectuales, rocambolescas piezas que acaban por engarzar y dejarnos boquiabiertos en la butaca o giros narrativos asombrosos que nos obligan de continuo a considerar bajo el prisma de la trascendencia cada mínima expresión o cada diminuto elemento plástico que cruza la pantalla. No sucede nada de eso. Ya he escrito que se ve con tanta facilidad como luego se arrumba al limbo de las películas irrelevantes, pero incomprensiblemente necesarias. Ah, el desenlace es penoso, pero se le perdona. Hemos visto otros infinitamente peores. Así funciona nuestra bondad y así se puede ir con el pecho ancho y la mirada honesta por la calle.
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