A Norma Jean alias Marilyn Monroe le sedujo siempre el sex-appeal del talento. Norman Miller. Truman Capote. Hasta Billy Wilder, cegado por su belleza, consintió que le convirtiera los rodajes en un infierno. La fotografía es lo suficientemente contundente como para abortar cualquier intento honrado de que las palabras digan algo más: no dicen, no pueden. No obstante admitamos que éste no es un slideroll ni tampoco una colección pública de fetiches visuales así que permítame el amable lector que me fije en el caballero orondo de las gafas de pasta. Lo ideal sería que no supiésemos nada de él y que ella no fuese Marilyn Monroe. Lo ideal sería que fuese una foto encontrada en una revista húngara de cotilleos que hubiésemos encontrado en un contenedor. Y así, no siendo Capote ni Monroe, la fotografía no reviste mayor trascendencia. Él es un tipo feo y hasta podríamos concluir con algunas especulaciones que harían más narrativo el hallazgo de la foto. Parece un salidete de sábado, una especie de donjuán de los libros que ha querido salir de su torre ebúrnea y ha encontrado a la damisela abandonada. Está bailando con ella, pero sabe que es el último baile. Lo ha sido muchas veces. La poesía de los guateques consistía en un verso muy hermoso, pero casi nunca podíamos recitar el poema entero. Los adonis de turno, los guapitos con arrojo, iban de metáfora en metáfora, aunque los tímidos de chaqueta de tweed y gafas de pasta les reconocían débiles, en el fondo, tristes después al terminar la fiesta. Esa ficción les consolaba mientras el pick up desgranaba un single de moda, una canción azucarada para tres minutos de manoseo. O tal vez era el amor. El amor es un cocktail demasiado complejo como para que salga de un guateque de sábado noche con bailables de cuatro minutos y luces que parpadean y ciegan o iluminan (según el vaivén de la tuerca que las fija al techo) el cortejo fundamental.
Billy Wilder hizo que Jack Lemmon lograse el arquetipo del perdedor con encanto en El apartamento, pero la historia del cine (y de la literatura) está infectada de perdedores absolutos. Y no hacía falta que tuviesen la planta cohcambrosa de Truman Capote para que el alma se les partiese a medida que la vida les iba robando la gloria de la juventud y los arrumbaba al desafecto de glamour escenario de la madurez.
Lo de la fotografía no tiene sentido alguno: tal vez una presentación a la que Marilyn debía aportar su belleza inmarcesible: era inmarcesible cuando lo parecía, por supuesto. Truman Capote era el cerebro en la sombra o el cerebro iluminado por los focos. La maquinaria del show business requiere de ambos para que la bobina ruede a 24 fotogramas por segundo. La vida también precisa de cerebros y de divas. Pocas imágenes más sugestivas que ésta: la del amor surcando el aire mientras el galán se pregunta si es una broma pesada o un festín del azar.
De todas formas Capote no tiraría cohetes por agarrarle el pandero a la Monroe. Eso, en la foto, no se advierte, pero es manifiestamente cierto.
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