Por momentos, uno cree que esta película de vampiros polares se asemeja más a un western que a un clásico del género. Contiene sobradas evidencias de que el cine de terror no está esclavizado de lo gótico ni precisa acudir a patrones románticos. Ese desajuste iconográfico permite que la historia discurra por alguna vereda novedosa, aunque bien al final todo se amansa y la golosina cromática (el blanco de la nieve y el negro de la noche salpimentados con el rojo de la sangre) da paso a una coreografía de víctimas más, una ciertamente no mal filmada, pero que en ningún caso, a pesar de que David Slade dirija y tengamos Hard Candy en la memoria, entusiasma.
La diáspora alimenticia de los vampiros los conduce a Barrow, un pueblito de postal ártica que sufre treinta días de oscuridad al año. Allí viven pintorescos personajes muy sucintamente presentados a los que incluso se les niega un mínimo de profundidad psicológica (esa pareja al borde de un ataque de odio que no sabemos de qué va ni hay interés alguno en explotar su conflicto o la muy gris relación entre los vecinos de esta impostada comunidad de zombies en vida. De resultas de todo lo cual pudiera haber nacido un film original, pero Slade no apura esos vistosos elementos y lo que podía haber una opulenta obra magna sobre los vampiros en el siglo XXI (no hay ninguna buena desde que Carpenter facturó los suyos propios, Fantasmas de Marte, a la que se asemeja, a mediados de los noventa) queda en una amena (tan sólo amena) opereta o un videoclip hinchado de angustia muy light y escenas de una contención plástica excesiva.
La diáspora alimenticia de los vampiros los conduce a Barrow, un pueblito de postal ártica que sufre treinta días de oscuridad al año. Allí viven pintorescos personajes muy sucintamente presentados a los que incluso se les niega un mínimo de profundidad psicológica (esa pareja al borde de un ataque de odio que no sabemos de qué va ni hay interés alguno en explotar su conflicto o la muy gris relación entre los vecinos de esta impostada comunidad de zombies en vida. De resultas de todo lo cual pudiera haber nacido un film original, pero Slade no apura esos vistosos elementos y lo que podía haber una opulenta obra magna sobre los vampiros en el siglo XXI (no hay ninguna buena desde que Carpenter facturó los suyos propios, Fantasmas de Marte, a la que se asemeja, a mediados de los noventa) queda en una amena (tan sólo amena) opereta o un videoclip hinchado de angustia muy light y escenas de una contención plástica excesiva.
De diálogos planos, cuando no ininteligibles, 30 días de oscuridad es otra oportunidad desaprovechada que arrumba el género vampírico a la estantería videoclubera de films palomiteros, de fácil alquiler y pronto olvido, como diría mi amigo K. La claustrofobia geográfica, esa dureza estética, se pierde en lo que, a simple vista, parece puro descuido: como si nadie hubiese querido ir demasiado lejos y restarle público adolescente, ávido de hachazos, goloso de acción tremebunda. Lo han conseguido de pleno.
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