31.1.08

La extraña que hay en ti: Gatillo fácil




Jodie Foster no es Charles Bronson o Travis Bickle: más se asemeja a un personaje de alguna canción setentera de Bruce Springsteen, uno de esos que fatigan con el corazón turbio y la mirada perdida calles oscuras y parques solitarios, que arman metáforas sobre la verdad y sobre la pérdida de la fe y acaban convertidos en cronistas de su propio desencanto, en poetas de lo espontáneo que construyen su épica doméstica desde el dolor insobornable de sentirse marginados, huérfanos de esperanza y arrumbados al más devastado de los escenarios posibles. Es lo que tiene esta La extraña que hay en ti: cierto tinte dramático, mal poetizado, de dibujo del personaje que cala en el espectador, pero que no contribuye al despliegue dramático del conjunto y que es mérito de una actriz siempre formidable, que sabe exprimir la alegría y la tristeza, el dolor y el arrebato místico como pocas de su generación y que se involucra siempre en proyectos interesantes. Éste lo es a medias: la historia establece un punto crítico entre la posibilidad de asumir la miseria del mundo o la de revolverse contra él y usar sus propias armas para vencerlo. Al final de esta historia cruda y simple, al tiempo, queda la sensación de que todo ha sido un engaño bien facturado, de guión sobrio, pero excesivamente en débito con las estructuras narrativas de un vulgar telefilm. Nada del tormento que padece su atribulada protagonista es explicitado con el suficiente distanciamiento y la impresión que aloja en nuestra sensible memoria es haber asistido á un fallido proyecto, desquiciado en su tramo final y poco sincero a la hora de transgredir y dar cuenta de la devastación moral de la protagonista a la que, al final, miro empáticamente, pero acabo cansándome.
Erika, la víctima que se concede la administración particular de la justicia, se aficiona al gatillo fácil, al vértigo de la adrenalina cuando el insomnio y ese dolor no curado la arrojan a las calles y busca como un vulgar héroe de la Marvel el territorio en el que impartir el magisterio de la compensación.
La epifanía urbana del justiciero solitario abandona aquí patrones viriles y contrae una voluntad muy explícita - y muy aburrida también en ocasiones - de ignorar esperanza o redención en beneficio del placer inmediato del castigo ajeno. Las lesiones sentimentales se pueden curar leyendo a Paulo Coelho o asistiendo a un curso zen de superación de conflictos, pero hay algo de increíble en esta mujer devastada que se afilia al subidón de la pólvora para vencer la soledad y admitir que su novio no ha muerto en balde y que ahí está ella y su revólver de mil dólares para separar la carne podrida de la pieza limpia.
La historia que dirige con eficacia un Neil Jordan oficinista y resultón oscila entre el bosquejo emocional del amor festivo y la vendetta posterior, con el intermedio a modo de romance del policía involucrado en el caso e irremediablemente atraído por la tristeza inteligente de la protagonista, un - por otra parte - cada día más imponente Terrence Howard. La extraña a la que alude el lamentable título castellano no justifica con precisión el derrotero salvaje al que aboca su antigua vida, una locutora sensible, culta y feliz. Tampoco que Neil Jordan se contente con una visión tan sesgada y tan pobre de un problema - la violencia - que requiere un tratamiento más personal: éste es un encargo honrado, aunque precario, plano en su resolución - no es cosa de revelar el final más absurdo que yo haya visto en pantalla recientemente - y tramposo en su inevitable adscripción a ese tipo de películas que quieren agradar a la crítica puntillosa (el azar, Antonio Gasset y Alfonso Sánchez me libren de semejante delirio) y, al tiempo, contentar también al público ávido de thrillers efectistas, burdos en su escritura, pero coloristas, vertiginosos, carentes de profundidad psicológica.
La extraña que hay en ti es de una verosimilitud fragilísima, es ambigua hasta el aburrimiento y, por último, es obvia y predecible. Se salva la complicidad de dos intérpretes en estado de gracia. Es en estos momentos cuando este cronista echa en falta el pulso brioso, personal, no sobornado por los corsés de la industria de David Lynch o de David Cronenberg o incluso tal vez de Álex de la Iglesia, al que no le vendría mal demostrar su abrumador virtuosismo aliñado de mala leche y dejar al público yankee, tan acostumbrado a excesos, tan hecho a la violencia y a su discurso extremo, impactado, conmovido. Nada de eso ha habido aquí. Sólo corrección. Únicamente aburrimiento.
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Amy

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