13.1.08

Pickpocket: El placer de redescubrir la magia del cine




Alguien me advirtió hace tiempo que el cine de Bresson era tan enriquecedor como disfrutar una mañana en un banco de un parque leyendo un libro sobre el existencialismo. Eso o parecida cosa. Como no tenía yo el gusto de conocer la obra del director francés, acepté el símil, sonreí y guardé en la memoria la hipérbole, el chiste barroco y ofensivo, en el fondo. Bresson nunca se me puso a tiro y fueron pasado los años sin que yo pudiera opinar y rebatir o aplaudir el aserto de mi amigo. Han tenido que pasar 20 años (arriba o abajo) para que yo compruebe el alcance de la frase que ocupaba un espacio pequeñito de mi memoria, pero que no se iba.
Anoche vi Pickpocket. Pronto cumplirá cincuenta años. Vi un cine honesto, cabal, planteado como una investigación, como un arrebatado ejercicio de mago que prueba sus trucos y satisface su más alto nivel de apariencia formal, un cine exigente en la literatura, en los significados, pero poco o nada arrimado a esa voluntad de teatralizarlo todo que a veces asfixia una película y la convierte, por esa exigencia impostada, en un acto ficticio, falso, ajeno a la vida o, en todo caso, desafectado de la trivialidad de la vida, de su normalidad. El cine de Bresson es vida pura, vida física, orgánica, masculinizada, feminizada, animalizada, vegetalizada, urbanizada, pero vida al cabo. O tal vez el cine de Bresson no sea nada de esto y sí lo sea Pickpocket, esta historia de héroe anodino, de anti-héroe cuyo periplo por la ciudad, en su oficio de ratero vulgar, narra una historia contada con muchos elementos, pero de una forma muy sencilla.
Lo que no pueden contar las palabras, lo cuenta el silencio, el gesto, la mirada, el movimiento de las manos (nuestro héroe es un ladrón) y la sensación siempre presente de que la literatura y el cine están íntimamente hermanados como género conjurados a informar de un hecho y a conducir esa información de la forma más creativa (artística, hermosa) posible. El formato es lo que cambia: todo termina hospedado en nuestro cerebro, que procesa los datos como sabe o como le hemos enseñado).


El intelectual obsesionado con la pillería de Pickpocket es un tipo curioso: roba para ganar unos cuartos y roba para afianzar su ego o, dicho de otra manera, para convertir el pillaje en obra de arte, en elemento creativo, en un acto de belleza. La vida (la madre enferma, la novia secundaria) se supedita a ese vandalismo con pedigree. Hay una depuración que desemboca en una pureza, un instinto primario que alumbra una perfección y a ella se arroja todo signo de vitalidad, toda evidencia de apasionamiento. Michel es un purista, un genio en lo suyo, una especie de prestidigitador que ha elevado sus fechorías, su delincuencia un poco naïf, a un estado superior, como el artista cuando coge un folio en blanco, un lienzo virgen o un pedazo de barro.
La sugerencia, más que la explicitud, conduce todo el metraje.
La aparente reducción de elementos, esa simplicidad argumental o formal, forman parte de una necesidad cinematográfica que se obceca en fragmentar (las manos, los gestos, los ojos).
Se tiene la idea de que el final de la historia es irrelevante: que el personaje tiene ya escrito su final y que todo lo que observamos no deja de ser una extensión obviable, un apéndice censurable que no va a alterar lo que ya sabemos desde los primeros minutos.
Pickpocket es una cinta difícil y exigente: no se puede acudir a su proyección con la relajación mental del cine que ahora nos inunda, y sé que incurro en una exageración imperdonable. Pickpocket es una estupenda película, una de ésas que dura en nuestra memoria mucho más que el preciso tiempo en el que asistimos a su representación. Eso, tal vez, debe ser el buen cine, el que dura, el que nos modela el carácter y nos marca pautas de comportamiento, formas de vida.Aprecia uno, en esta época vertiginosa de alambicados procesos de montaje y barroquismo visual, esta economía de medios, esta necesidad de despojar al fondo de forma que lo lastre.
Hace también mucho tiempo que no veo a mi amigo y éstos son otras edades para paladear una pelìcula de estas dimensiones. No sé si todo queda en una mañana en un parque leyendo un libro sobre el existencialismo. Tal vez. Será la exigencia a la que él no supo prestarse, pienso ahora. Será cosa de vernos un día y discutirlo sin prisa.

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Amy

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