El rol del psychokiller, el del asesino en serie extraído de algún manual de criminología o de la América profunda y perturbada, ha entregado un estimable filón de posibilidades comerciales e incluso artísticas a los que manejan el asunto crematístico en la todopoderosa Hollywood. Daba igual si el asesino en cuestión escoraba su adicción a matar por senderos previstos y explotados (la inagotable serie de Halloween, Viernes 13, Pesadilla en Elm Street y similares) o miraba el lado intelectual del sanguinario acto de privar la vida de los otros de modo que surgían depravados de coeficientes altísimos, ilustrados en pintura barroca y de una conversación a la altura de cualquier circunstancia al estilo del estimable Hannibal Lecter, referencia absoluta en el género y, por méritos propios, deidad inmarcesible del imaginario terrorífico popular. Lo novedoso de la aportación del támden Harris/Demme/Hopkins es la apariencia del psicópata, su absoluta falta de indicios físicos que revelen el grado de perturbación que padece. Los actos, en cambio, lo delatan como lo que es: un tipo diabólico hasta la naúsea. También fueron hermanos de vísceras y horror, que ahora recuerde, Henry (un magnífico Michael Rooker) o el mismísimo John Doe (Kevin Spacey) en la fantástica Seven.
Algunos eran ungidos por el soplo de Dios y otros no precisaban aliento divino alguno y bastaba una infancia de maltrato o un padre ingeniosamente cabrón para desastrar la vida del futuro astro del mal, dicho todo frívola y coyunturalmente. Ni mencionar, pero lo haremos, para provocar la sonrisa del lector cómplice y versado en desastres nacionales, la presencia del psychockiller Tuno negro, un infame producto de las ganas que tenemos de copiar lo ajeno sin empeño, estilo ni (tal vez) conocimiento. Para asesinos tumultuosos tenemos a Pascual Duarte o a Jarrapellejos, presentes en distinta medida en alguna hipotética lista de desalmados en la Historia del Cine. Algunos poseían un álter-ego jodiente y escasamente presentable en sociedad que les incitaban a perpetrar actos que el alma buena, la civilizada, o bien no conocía o bien repudiaba desde lo más hondo de su alterada esencia. En todo caso, no insisto por este hilo. No soy tampoco yo un experto en el tema y no es precisamente ése el género que más ha entusiasmado mi cinefilia.
Algo así le ocurre al Mr. Brooks que interpreta (muy decentemente) Kevin Costner en esta fallida, en parte, estupenda película. Todo lo que está lo bastante visto no asombra, decía Vicente Aleixandre en un poema. Costner asombra porque abandona el lado amable, buenetón, de metódico padre de familia o respetable agente del orden para entregar su oficio (y lo tiene con creces) a perfilar un hombre oscuro, necesariamente atormentado, partido por la presencia inevitable de un reverso tenebroso (William Hurt) que le precipita al mal y casi podriamos decir que le ofrece las previsibles coartadas morales que salvan su conciencia y le abonan al saqueo lujurioso y orgiástico de las vidas ajenas.
El mal en Mr. Brooks es un no muy agitado cocktail de sugerencias y situaciones lo suficientemente explícitas como para que el espectador ávido de adrenalina salga enfurecido (porque su ración de gore ha sido rebajada) y el cinéfilo de gusto más sosegado y deseos de ver un entretenimiento elegante salga sonriendo, y comprenda que, sin ser una obra maestra, sin ni tan siquiera ser una buena película, redonda, compacta, recomendable sin fisuras, lo que le han dado por los euros de rigor es un film más clásico de lo que parece, alejado de los apocalípticos vientos que soplan y, sobre todo, cómplice de una manera ya casi olvidado de hacer cine, que es la de asombrar y hacer el asombro ameno sin recurrir a giros brutales de la trama ni a ver indicios de que todo ha sido escrito, filmado y enlatado para engañarnos.
¿Qué falla pues? Lo escasamente trabajado del guión, que engancha de una forma absoluta y se va perdiendo en disquisiciones morales excesivas y en subtramas inconvenientes que en ningún momento aportan material sensible a la primaria. Se enturbia por un exceso de ambición. Malea su riquísima premisa con un alambicado reprise que hubiese podido ser obviado de modo que la cinta durase una hora menos. Como esto no es posible, han tirado por el camino más fácil. Contar dos películas en uno o montar dos episodios (uno excelente y otro pésimo) en un mismo artilugio narrativo. El demonio que Mr. Brooks tiene como maligna escolta da para mucho y se agota demasiado pronto, aunque los mejores momentos (filosofías y misticismos de salón aparte) los dan cuando sanamente rien sobre la perversión de sus fechorías y argumentan como dos perfectos partners in crime sobre las argucias a desplegar para que la policía, que no es tonta, no les pille demasiado pronto. Luego Mr. Brooks, el esquizoide personaje, se entrega al problemático enredo de la culpa y ahí deja de ser un asesino en serie como algunos querríamos para mutar en un sacerdote comido por la duda sobre si Dios existe o es todo el invento de un holding con sede en el Vaticano. En fin.
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