La tragicomedia es un género ingrato: debe matrimoniar el noble acto dramático, investido de drama y afiliado a los sentimientos más nobles del ser humano, y la gracieta, el detalle escabroso, el humor concebido como sano elemento liberador del sentimiento de la tragedia. El propio Fernando de Rojas, autor de La Celestina hasta que se demuestre lo contrario, explica que el término tragicomedia, acuñado por su bendita inspiración, soluciona la porfía entre quienes sostienen que su obra es trágica y quienes la dan como cómica.
Los manuales de Literatura proclaman que la tragicomedia acude a lo épico y a lo satírico y sale airosa porque extrae de cada uno de ellos lo mejor y lo más conveniente para el progreso de la trama, que es (al cabo) lo único que verdaderamente importa.
La sombra del cazador se abona a este género literario clásico y lo transmuta en un vertiginoso ejercicio cinematográfico, grato de ver, quizá liviano en el fondo, pero ajustado a lo expuesto: a mezclar lo que, salvo concurso de algún genio con las ideas clarísimas, no puede ser mezclado sin que el mejunje resultante sea un híbrido extraño. Y dentro de esa cierta extrañeza, la película oscila entre el espectáculo grandilocuente a lo Bruckheimer y la mirada crítica. Tanta mezcla debía flojear por algún lado, pero ninguna brecha en la quilla de la empresa hace naufragar el film, que se defiende con la honestidad del guión, con actores plenamente concienciados de la naturaleza experimental del film y, sobre todo, del esfuerzo titánico por normalizar un acontecimiento histórico que no suele ser tomado en serio por el mainstream hollywoodiense. Así que Richard Gere es la bandera de enganche, el tipo sexy que a la edad provecta se toma la vida en plan zen y deja de grabar chorraditas palomiteras y se embarca en proyectos de cierta carga moral o social o política. Nunca fue Gere santo de mis muchas devociones en materia de interpretación, pero se va el hombre gustándose a sí mismo y a medida que deja el glamour y el toque chic se va formando un actor más que convincente, despojado de tics y en racha.
La historia de los tres periodistas que se adentran en Bosnia para dar con el Zorro, alias ficticio de Karadzic, el criminal de guerra más buscado en la actualidad, es en realidad una moraleja explícita y sucia sobre la apatía de los organismos gubernamentales (eufemismo culto del Poder) a la hora de dar caza al malo. No deja de ser un brevísimo tirón de orejas, apenas perceptible, pero agrada saber que la industria cede parte de su enorme aparato propagandístico y abre una ventana para que no sólo Irak sea la triste evidencia de que el mundo sigue sin girar con armonía. Nada que no pueda volver a pasar a tres manzanas de nuestro Estado del Bienestar (falso).
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