Lo simbólico, lo que trasciende la anécdota, lo que se aferra a la esencia o al espíritu y apela a virtudes extemporáneas no requiere del concurso de la semántica. El himno de España funcionaba todo lo bien que podía funcionar según quién lo oyera y con qué grado de interés en la cosa patria antes de que un letrista lo haya embadurnado de grandilocuente texto.
La medida de un país está en muchas partes, pero en este siglo XXI problemático y febril no consta que la proclama de un recitado vivamente zarandeado por las notas sentimentales de un himno vaya a fabricar mejores patriotas o darle al concepto patria, tan malherido en ocasiones, tan acostumbrado al menosprecio o a la exaltación absurda, un sentido distinto al que ya tenía, sea cual fuere y ahí regresamos a la voluntad de cada ciudadano en depositar en esos símbolos su esperanza en el porvenir y su creencia en una bandera y en una Historia.
Y encima el texto es de una calidad literario por lo menos discutible. Hay consenso en que la letra no hace que el himno se eleve en el aire como una oriflama de sentimientos nacionales. Ni siquiera hace que su antigua feligresía, la que se emocionaba a la escucha de su melodía, perciba en este reciclaje lingüístico un motivo extra para el orgullo y el amor filial.
Los políticos preguntados al respecto acuden frívolamente a sus preferencias en materia musical y confiesan su apasionamiento por los boleros o por la canción de autor, géneros de jurisprudencia sentimental más reposada y de más historiada fachada. Los telediarios vocinglan que Francia - se han puesto misteriosamente de acuerdo - tira de himno con letra radical y que el de los Estados Unidos es de letra larga y que los americanos más devotos de sus barras y estrellas se limitan a tararear el coro. Al final va a pasar que a fuerza de buscarle tres pies al gato cada uno va a darle letra propia. Todos llevamos un letrista en el corazón. O tal vez, en un exceso de fe, regresemos al cantabile clásico, exento de polémica.
Tampoco hace falta darle más vueltas. Viene la Eurocopa y las Olimpiadas chinas y ahí se verá si este invento funciona. Iker Casillas tiene la palabra.
A falta de un Pemán, se montó un concurso público. Esto pasa cuando se soliviante al pueblo y se le agita con peticiones que no entraban en sus preocupaciones más privadas, qué sé yo, el paro, el terrorismo, el informe Pisa o los siete puntos que el Madrid le saca al Barcelona en el primer tramo de la liga.
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