La independencia también tiene su lado tierno, su momento autobiográfico embutido en un formato añejo, proclive a la melancolía y a la trascendencia suave, sin frases rimbombantes extraídas de algún tocho gigantesco de máximas filosóficas o de alguna tertulia de gurús de lo mìstico que apuntalan con tesis apocalípticas la fragilidad del mundo. Robert Altman ha firmado un trabajo tierno, autobiográfico, añejo, melancólico y trascendente, suave, ajeno al exceso, convenientemente rebajado de tensión dramática innecesaria. Todo a sabiendas de que sería, en efecto, el último show, tal vez el último de verdad, sin mayores rizos del lenguaje.
El último show es una formidable ópera sobre la morosidad, sobre la necesidad de restarle gravedad a lo que, en verdad, no la merece. Es también una bella nota testamentaria que el director ha legado a beneficio de cinéfilos y gente de buena voluntad. Fuera de ese gesto, sólo hay una película, una extraña, en su conjunto, demasiado obcecada en su original punto de partida: la última representación de un serial radiofónico en un viejo teatro de variedades que está a punto de ser demolido para convertirse en un aparcamiento. Las glorias de la radio que amenizan la despedida no exhiben pudor alguno en hacer lo que saben, en ignorar que todo huele a derribo y que el show, el antiguo y amable pase de anuncios y canciones blancas de country, tiene fecha de caducidad, y la tienen justo delante.
Los bártulos del film, su apero más relevante, es la cotidianidad de la muerte, su absoluta normalidad. Altman, el imprevisible, el hombre inconstante, el que fluctuaba del genio (Mash, Vidas cruzadas, Gosford Park, Kansas City, El juego de Hollywood) al bodrio más frívolo o al tedio puro (Pret a Porter) quiso que esta especie de obra póstuma versase (al modo de Huston en Los dublineses, aunque desaureolada de patetismo y de literatura) sobre las consideraciones de un artista que encara la muerte y departe con ella las razones del finiquito, los privilegios del tránsito por la vida y la miseria que acompaña todo acto humano por el solo hecho de ser efímero. Así los actores de esta hermosa pieza teatral adornada de country, de emociones y de surrealismo (el ángel que deambula, errático, en busca de compañía) ofrecen un velatorio íntimo, alegre en ocasiones, coloreado por los reflejos de la vida misma.
La ficción incomoda más que realidad, escribió alguien. Aceptamos lo real, pero duele que la fantasía, el resultado del talento y de la creatividad, del espíritu libre y de la creación artística ofrezca material que nos perturbe. Aquí perturba la irónica mirada del maestro, que representa su propio desmantelamiento vital conduciendo con ingenio y amor infinito la demolición de lo ajeno que, en este caso, es lo que siempre le produjo placer y a lo que consagró su vida, el cine, las historias, el mundo coral de personajes que ejercen de bisagra emocional entre la euforia de vivir y la infame certidumbre de la muerte.
Altman coquetea con la tragedia, alumbra un par de escenas tímidamente afectadas de alguna hondura metafisica (la justa) y resuelve el cocktail con el concurso amable de la nostalgia, de cierto apetecible romanticismo al que contribuye una galería memorable de personajes y un guión simple, mínimo y práctico, en donde prima la anécdota, el detalle episódico, el verso suelto más que el poema completo, como si de un hatillo de cuentos se tratase y el director los hubiese hilvanado o ensamblado en un libro de imágenes. Así el cierre del teatro, metaforizado, prefigura la muerte del creador, el narrador omnisciente, que no duda en interpolar el sarcasmo, la fina urdimbre de un humor burdo, en ocasiones, sutil, en otras y las ya contadas pequeñas historias (cortes cortos, ¿ les suena? ) que crean la atmósfera útil para que no nos aburra (pues ése es un más que presente peligro) esta película bienintencionada, menor en intereses, pero grande (enorme) en emociones.
Descanse Altman allá en donde esté: tal vez la memoria de quienes disfrutamos alguna obra suya, sus deudos y allegados, que se dice; le darán cuartelillo las hagiografías, pero éste no es el panegírico que probablemente se merezca.
3 comentarios:
Que no escriba no significa, amigo emilio, que no entre en tu espejo de los sueños, y entro de vez en cuando desde lucena para ver como van las paginas de cine y de la musica y de todo, sigue, no desfallezcas, que hay mucho que contar y mucha gente dispuesta a leeeeeeeeeer.
J.
Y entro, lo juro por la espuma de toda la cerveza de la Bavaria, jajajajajajaja
Viva la Bavaria, tú ya sabes. Gracias siempre por las visitas, aunque no haya lúpulo ni malta ni decibelios.
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