Yo todavía no tengo claro del todo qué es un país. A falta de certezas mayores, me quedo en una idea precaria y siempre modificable de lo que soy yo, y hasta en eso marro y me descubro inocente y francamente inexperto. Así que no alcanzo a razonar eso de los nacionalismos. El concepto me lo están desconfigurando a base de manifestaciones, reivindicaciones y motines varios que proliferan en los titulares de prensa y en las calles como rastas en un concierto de Bob Marley en Kingston Town. Un empeño formidable que está teniendo los efectos sospechados.
El nacionalismo: eso de que un conjunto determinado de individuos se mancomunen alrededor de algún tipo de código de pertenencia a una realidad que los une: eso de que etnia, lengua, historia o cultura formen un Estado, es decir, un cuerpo organizado de individuos con la firme tarea de asegurar la supervivencia de las estructuras sociales y de las organizaciones que garantizan el bienestar de los ciudadanos, pero al final lo que pervive y cohesiona al pueblo es el anecdotario compartido, con su iconografía y su legión de símbolos. Incluyan himnos levantiscos, derramamientos de sangre, episodios de épica esdrújula y banderas izadas en el corazón del enemigo. Entiendo mejor el concepto de tribu, que es una extensión del concepto de familia. Las palabras de la tribu (José Ángel Valente, qué buen poeta) vendrían a ser el anclaje atávico, el aliento cálido y fundacional de la experiencia en común. La patria apela a lo étnico, a lo religioso, a la emoción de lo propio frente al desconcierto de lo desconocido. Cada nación se burla de las otras y todas llevan razón, escribía Schopenhauer. El más elemental principio etológico es la necesidad de sabernos parte de un todo: ese instinto gregario es espiritual y físicamente feedback puro.
Una escolanía alborozada de coros y danzas amenizando una plaza de pueblo en una mañana de domingo resume la idea más rudimentaria de patria, de pueblo: el que fomenta las tradiciones, las somete al discurso de la política y expresa bailando su confianza en el futuro y su devoción por el pasado.
La revisión histórica de las patrias está de moda: la jalean unos y otros, a ver si en el zarandeo semántico algo cae en la bolsa de los beneficios. Y a mí, tan lego, se me ocurre que la religión es una cosa de domingos (Lichtenberg fue quién facturó esta perla) como el fútbol o las carreras hípicas, y la patria igual también se aviene a ese rinconcito temporal: como para no molestar. Y si España juega contra Dinamarca, mejor. Que marque Raúl, caso de que lo convoquen. Venga, Luis.
5 comentarios:
A mi el raúl de los primeros años, como que si, el de los últimos, como que no.
Además, se dice que no lo convoca porque salvo salgado (que ya no esta) y dos más, en la selección sus compañeros le dijeron a aragonés: O él o nosotros.
Se ve que fueron varios los desplantes de divo, y de yo juego de titular por decreto.
No es fútbol el asunto o no es Raúl. Da igual. Podía haber puesto Julio Salinas o CArdeñosa o Tamudo. Es lo mismo. Importa, Mycroft, my friend, el símbolo, la circunstancia de que muchas veces se advierte la existencia de un país cuando una puñetera pelota entra por la escuadra en el minuto 90 y descuartizamos al enemigo, que son otros once que también tienen ganas de meternos otra por el mismo sitio. Cosa de países. No hay batallas. Hay país en las canchas. Fuera de eso, no sé si lamentarlo o alegrarme todavía, no hay mucho. Viva López Ufarte, por ejemplo. Saludos.
Mañana es San Raúl. ¿ Era eso ? A Rajoy le encantaría el "gesto"
Mañana es San Raúl. ¿ Era eso ? A Rajoy le encantaría el "gesto"
Puede que fuera eso, Espada. España es un gol por la escuadra, pero es nuestro gol, al fin y al cabo.
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