Los caminos del exceso conducen al palacio de la sabiduría, pero luego mueres joven y dejas un cadáver exquisito. El exceso, en las películas de tono o aliento biográfico, son materia altamente inflamable. Entran lo posible que la narrativa se colapse, contagiada de esos excesivos, y exhiba un engañoso atractivo visual (el morbo atrae siempre, voyeurs somos todos), pero con carencias formales tan evidentes que lastran inevitablemente el conjunto.
Sirva este introito teórico para situar La vida en rosa, la hagiografía dolorosa de la diva de la canción francesa Edith Piaf, una señora enganchada al desastre, histriónica, tozuda, genial, convulsivamente adicta a todo cuanto intoxicara su talento. O eso es lo que Oliver Dahan propone: una deconstrucción caramelizada, un catálogo de acceso público de los vicios de un personaje del famoseo artístico.
Lo que no se acaba de entender es la motivación interior que alienta el producto, qué artera venganza justifica la crucifixión. Aquí el empeño es dotar al panegírico, normalmente alimentado de loa y de parabienes biográficos, de un mecanismo de autodestrucción. Pareciera (tal vez lo sea) una vendetta, un ataque frontal a los pecados íntimos de una señora que ha contribuído a engrandecer el patrimonio musical del siglo XX, aunque no me tenga yo por fan de la dama ni tenga en mi colección de discos ni un solo ejemplar de sus álbumes.
De todas maneras, la película contiene trazas de excelente cine y no es posible (en probidad) quedarnos únicamente con esa trastienda ominosa retratada. Cine es, ficción o realidad, siempre nos ha dado lo mismo. Podemos quedarnos con la figura de la diva escalafonada al éxito y derrumbada en los fracasos. La antipatía de Edith Piaf, en una actriz en estado de gracia llamada Marion Cotillard, su descalabro emocional, su personalidad dinamitada de pasiones oscuras y de odios infinitos, es el anzuelo visible de una producción franco-checa-británica que, en el panorama de los biopics, sobresale. Y no por ser un alarde de virtuosismo ni por provocar adherencias insobornables sino porque se aleja del tono dulzón que impregna otras cintas del ramo y no ofrece soluciones fáciles ni caminos trillados. Peca, no obstante, de simplismo: el deseo de salirse de la norma ha entorpecido una visión genérica y luminosa de la vida de la artista y se han privilegiado, en su lugar, destellos demasiado espectacular (digamos), dispersas golosinas que desembocan - lamentablemente - en un imperfecto vehículo de endiosamiento de un monumento de la cultura francesa.
El inventario de desgracias que perlan el metraje contribuyen a que entendamos la naturaleza caótica y enfermiza de la cantante, pero empañan una biografía más ajustada, menos escorada al espectáculo del morbo. Además, el metraje es excesivo y reiterativo, provocando en el paciente espectador sensaciones contradictorias. Éste que escribe se sintió, por momentos, defraudado, emocionado, sentimental, violento, aburrido. No es posible entonces dar las bendiciones absolutas a este, en el fondo, olvidable artefacto melodramático. Tampoco arrumbarlo al olvido ni al estante frío de las películas de saldo. Sólo por la inconsumerable actriz protagonista merece que este cronista de sus vicios atempere cualquier atisbo de insatisfacción y recomiende abiertamente este alarde de toxinas morales.
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