Misa tridentina, cuarenta años después, a espaldas del espíritu innovador del Concilio Vaticano II, que consintió la gracia de que los servicios fuesen oficiados en la lengua nativa de los creyentes. Así que liturgia en latín. Y hebreo y griego para algunas partes. No se permite acompañamiento musical. Nada del rasgueo de la guitarra o el coro familiar tradicional. Todo sobrio. Todo críptico, diríamos. Los fieles no pueden leer pasajes bíblicos ni recibir la hostia en la mano. Sólo canto gregoriano y el sinuoso tránsito del órgano. Quienes entienden de fe arguyen que la misa tridentina subraya más enfáticamente el misterio de la comunión con Dios y "la presencia del sacrificio". La medida tiene sus detractores. Digo detractores de misa diaria: sostienen que no van a entender los misterios de la fe y la voz de Cristo si se la explican en una lengua foránea. El sacerdote, de vuelta a la congregación, o de cara a Dios, sólo necesita que un grupo de fieles soliciten la inversión lingüística. Esta misa a la carta, en estos tiempos de zozobra cristiana y relativismo moral, puede ser una medida caprichosa. Ciertamente no sé entrar a saco. Perdí la posibilidad de comprender las metáforas de la santa Iglesia hace tiempo. No dudo que el criterio de que el idioma del oficio sea el mismo en que hablaron los primeros cristianos marque la traída decisión del Papa. La Iglesia lleva dos milenios atrincherada en su atalaya etérea y sublimada. El simbolismo recuperado, la misa romana recargada de la pompa antigua, concitará aplausos (es un decir) y repulsas (otro), pero no razono este arcaismo remozado: se me escapa, por incompetente, no me cabe duda, comprender lo que no está en mi tino. Ya he oído que esta nueva misa tiene como un aire clandestino, de furtivismo, de rito escondido, de Agnus Dei a golpes en el pecho, de nubes de incienso galopando el aire. También que es un retroceso, un golpe de efecto vintage que inevitablemente trae volutas franquistas en el trayecto. No va por ahí el asunto. No debe a la vista de la Historia de la Iglesia y la Historia de la Dictadura en España. No hay hilazón, quizá tan sólo ciertas adherencias. Un cura, en la radio, hace unos días que rezaba porque ningún feligrés le pidiese hacer la homilía en latín. Mejor en inglés, decía. Le gustaba Frank Sinatra.
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