29.11.24

No aburrirse

 No caer bien a alguien da una especie de bienestar moral. Se tiene la convicción muy privada de que algo nuestro no se acepta y podría ser manifiestamente mejorado, por si los demás ven lo que no está a mi alcance, y también otra, pública y difundible, de la que no importa alardear e incluso considerar irrenunciable, por si todos están equivocados y procede perseverar en esa apreciación ajena. Al cabo de los años, los cincuenta ya casi acabados en mi caso, he aprendido a manejarme bien en ambas. Me agrada esa ambivalencia, me hace pensar en mí, asunto que viene bien siempre. No pensamos en nosotros mismos con la hondura deseable, no nos entusiasma, escatimamos esa conversación íntima, se la aparta, no hay valor para indagar qué hay adentro, si ese sujeto en apariencia conocido lo es verdaderamente o si la imagen que damos es la deseada o si nos importa bien poco lo que quiera que se piense sobre uno. 


El arte de vivir consigo mismo cancela el aburrimiento, dejó escrito Erasmo de Rotterdam. Casi cualquier cosa, menos caer en él, dejarse comer por su veneno ciego, no saber qué hacer, tener que pensar en uno mismo forzado por las circunstancias, no con la voluntad firme de quien desea hacer ese viaje interior a posta, por el placer puro y limpio de conocerse. Por eso viene bien (a veces) que alguien no nos soporte, no nos trague. Ese desafecto ajeno conviene en ocasiones: nos depura, nos hace actores de nuestra propia existencia, no figurantes, elenco pasivo, sin parte en el decurso de la trama. Nos permite escribir y leer, ser juez y parte. Luego está el lado generoso, el del amor o la amistad que podamos poseer de los otros. Intentar caer bien a todo el mundo tal vez acarree no caerse bien a uno mismo o no caer bien a nadie . Hay que amarse, apasionada e incansablemente. Uno se ama por mera cercanía, por el sencillo gozo de poder desamarse si conviene y disfrutar con l reencuentro. En ese trayecto se produce la vida, no en otro.


No creo haberme aburrido hace años o, puestos a ser más estrictos, no creo que me haya aburrido nunca. Siempre he tenido a mano con qué entretenerme o divertirme. No se tienen conciencia de esas cosas, se producen sin que uno pueda meter mano, gobernarlas, hacer que funcionen mejor o, llegado el caso, cancelarlas. Como la fe, como el amor, el arte de vivir, en palabras de Erasmo de Rotterdam o en las del vecino del primero, no tiene instrucciones fiables, con las que se cuenten a diario. Se cree o se ama o se vive sin que podamos decir que creer, amar o vivir es voluntad nuestra, una especie de plan previsto que cumplimos a rajatabla, como quien va al gimnasio, sigue una tabla y consigue, meses o años después, el cuerpo que anhela. En mí se produce a la par el hecho de pensar las cosas y de escribirlas, no sé si es algo bueno o no, pero lo he apreciado en muchas ocasiones. Es más, cuando no escribo las cosas, no las pienso con la misma claridad, hace falta que las registre para que pueda tener dominio sobre ellas. 


Lo de aburrirse o no es una pieza secundaria, aunque no enteramente desdeñable. Cuando me he aburrido (admitamos que un principio de aburrimiento siempre puede cernirse a la manera de una nube con lluvia sobre un campo por el que paseas) he puesto en danza los recursos necesarios para que ese aburrimiento adelgace y acabe perdiéndose. Creo que lo he conseguido la inmensa mayoría de las veces. Puede que exagere, pero entra en lo normal que uno no tenga propiedad completa de lo que recuerda y, a veces, ni de lo que dice. Incluso el hecho de aburrirse, considerado con calma, sin dramatismos, no es malo en sí mismo. Puede que sea útil en algo o provoque algo que, sin su concurso, nunca hubiese acaecido. Al final, llevará razón el humanista y todo es cosa de que uno se conozca a sí mismo. Quizá no sea bueno conocerse del todo, saber de antemano por dónde iremos, qué haremos...Es posible que eso, a la larga, aburra, aburra mucho. ¿Se conocen ustedes? Yo ahí ando, perplejo y moderadamente feliz en mi incertidumbre. 


27.11.24

En el Día de los maestros

 




Leí hoy que hay gente que no sabe qué hacer con su vida, pero sí con la tuya. Parece un chiste, una ocurrencia, pero hay que prestarle atención a todo lo malo que encierra. Tenemos el vicio de saber qué conviene a los demás o percibir con absoluta nitidez cuándo equivocan el paso, pero no el de mirar hacia adentro y obrar con la misma agudeza con la que procedemos con lo ajeno. No es algo que diga uno sin conocimiento. Hay ocasiones en que cae en la cuenta de que recomienda a los demás lo que nunca acometería en beneficio propio. Recuerdo eso de que todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío. A mis alumnos, cuando tercia o conviene, les pido que piensen en cómo son, en si pueden decir qué hay de buenos en ellos y qué de malo. Tardan en sincerarse, no siempre arrancan con franqueza, pero lo hacen con decisión, abriéndose el pecho a manos llenas, no dejando nada oculto, permitiendo que los demás entren en su alma pequeñita todavía y la conozcan. Es lo que tiene ser niño: se es cruel y tierno a la vez, se combina en armonía la inocencia y la tiranía. Sorprende que se culpen de no haber hecho lo que deberían, da igual que sea una tarea que debían entregar o una norma de aula que debían cumplir. 


Se le encomiendan a la escuela trabajos que las más de las veces deben ser abordados en casa. Nosotros sólo debemos cuidar de que no flaqueen esos valores con los que nos lo entregan, que ya deberían venir conformados cuando pisan el aula. Son tantas las tareas que se nos asignan que no sabe uno cuál priorizar y, por falta de tiempo, cuál apartar o, de vez en cuando, censurar incluso. Suelo decirles que lo menos importante es que sepan cómo analizar una oración, sumar fracciones con distinto denominador o pronunciar con pulcritud la canción que estamos aprendiendo en inglés, que es más importante ser responsables y valorar el trabajo, respetar a los demás y tolerar la diferencia que muchas veces nos separan y hace que la convivencia se desgracie. Me esmero, en lo que puedo, no sé con qué fortuna, en hacer de ellos buenas personas, a la par que enseño lengua o inglés o matemáticas. En ese esfuerzo por educar también uno se educa. No es algo que dejara de hacer, siempre hay oportunidad de hacer las cosas mejor y la manera en que tratamos a los alumnos nos hace pensar en si de verdad lo hacemos o tan sólo cumplimos con lo esperado, sin ahondar, sin dejar que esa educación impregne y cale. 


Hay maneras de combinar esos dos encargos, el de la formación y el otro, el de la educación. Creo que una parte fundamental de nuestro bendito oficio es ésa, la de educar, la de evitar que caigan en los vicios que se ven afuera y no insulten, ni agredan a quien no comparte sus ideas, ni hagan apresurados juicios de valor sin antes haber comprendido las razones que arguyen quienes no piensan como ellos o que tengan una idea de la justicia (o de la tolerancia o de la dignidad o del trabajo) que a veces no aparece en la medida en que uno quisiera. Es tan fácil (y tan recomendable) pensar distinto. 


Uno de los problemas de esta sociedad (me atrevo a decir que tal vez el más acuciante) es el de no tolerar lo diferente. Lo hacemos por pereza intelectual, por no ponernos en lugar del otro, por no evidenciar en demasía que nuestro comportamiento es circunstancial y no está sustentado por convicciones sólidas, de las que se defienden y (ahí está el problema) de las que puede uno prescindir, llegado el caso, si las del otro de pronto nos parecen admisibles, razonables, fácilmente integrables en nuestro constructo moral. Andan los gobiernos poniendo y quitando áreas, abriendo y cerrando acuerdos sobre qué ley será mejor para administrar con eficacia (y también con futuro) la escuela. Lo hacen a ciegas o lo hacen sin mirar bien, una de dos. En cuanto se estén quietos y dejen que una ley se asiente en su ejercicio y se consolida, esto empezará a funcionar. Mientras haremos probaturas, ejercicios malabares, bailes de salón para que todo parezca musical y divertido, pero no se harán las cosas bien. 


Tendremos (seguiremos teniendo) alumnos que no dicen buenos días por la mañana, ni levantan la mano para solicitar que se les permita decir algo; tendremos ciudadanos (hemos pasado del estado infantil o adolescente al plenamente cívico) que agreden a sus parejas, a las que en teoría aman y con las que encaminaron un camino de prosperidad sentimental juntos. Seguimos con la escuela: da igual la cantidad de programas que se implementen para que los alumnos sean educados, tolerantes, cívicos, respetuosos y conscientes de la dignidad de los otros, de su libertad (que no debe ser vulnerada) o de cualquier consideración de índole social o sexual o religiosa o política. Se puede cargar el horario de las clases con actividades que conduzcan a paliar todas esas desigualdades, pero no servirá para nada ese esfuerzo (a veces intenso, muchas veces baldío) si no se secundan en casa, en el entorno protegido de la familia, en esa cápsula de intimidad en la que se fijan tan indeleblemente los rasgos de la personalidad y que podrán ser consolidados en la escuela, pero no fundados en ella. Imagino que los países que de verdad progresan en estos logros sociales son los que tienen un sistema educativo en el que la escuela es concebida como una especie de templo del conocimiento y de la educación. Qué lejos estamos aquí de esa idea, con qué desaire y rechazo se ve la escuela desde fuera, incluso desde las familias que nos entregan su posesión más preciada, la de los hijos, la del futuro, pero no habrá éxito en ese depósito si la casa flaquea, si en ella no hay otra escuela que complemente a la nuestra. De ahí la importancia enorme de que padres y maestros hablen y se escuchen, expliquen y argumenten, tengan control del trabajo que tienen entre manos y no escatimen esfuerzos para que ese trabajo fructifique. Luego iremos a Marte o decidiremos que nuestra región ya no es del país al que perteneció o construiremos hogares inteligentes, pero el paso primero (más importante que los viajes estelares, las secesiones o la domótica) es dar los buenos por la mañana, levantar la mano cuando uno desea hablar y entender que lo único irrenunciable es que seamos buenas personas. En ese sencillo deseo reside la construcción de una sociedad justa y digna, pero luchamos contra gigantes. Y tienen los puños cerrados y la ira les come. Están en las fronteras de los países, están en las cloacas de las ciudades, están en los despachos de los ministerios, están en las barras de los bares, están en el corazón de la tierra. Quizá vengamos al mundo con el mal en la sangre y todo sea una carrera de obstáculos por extraerlo o hacer que no campe a sus anchas y gobierne a su antojo. Todo está por empezar. Acabamos de abrir los ojos. La luz está conquistando el aire.

26.11.24

La mujer pembote


 Me agrade rehacer cuentos que hice. Les sucede a los cuentos lo que a las personas. No son los mismos, cambian cada vez que se leen. Ya saben, todo eso de que el lector tampoco es el mismo y Heráclito y el río al que nadie baja dos veces. Cuando releo este cuento me obligo a ampliarlo o a rebajarlo, a que no sea el que escribí, aunque el original no se desgracie en el olvido. 


 “Una mujer pembote micciona erguida para emular a su hombre, al hijo, al abuelo. El orín caliente resbalado muslo abajo las protege de algunas enfermedades tropicales. Una mujer pembote que no miccione erguida para emular a sus varones termina atacada por una caterva asombrosa de males que minan su salud con furia incontenida. Se le descuelgan los pechos a temprana edad y la lozanía del rostro se muda en un caos de sombras y arrugas. Las mujeres pembote, al desposarse, juran que no traerán mujeres al mundo. Si caen en el error de alumbrarlas, juran que las educarán conforme las educaron a ellas y con arreglo a los designios de su dios, que es un árbol milenario que preside la montaña. El árbol divinizado no consiente que las féminas de la tribu miccionen, como sucede en otros poblados, en cuclillas. Las virtudes del orín caliente derramado muslo abajo hasta el mismo pie ha producido una rica literatura de transmisión oral (los pembote son ágrafos) que se recita en plenilunios para conciliar más gratamente el sueño en una suerte de nana tribal y ruidosa que también posee la facultad de espantar demonios, despertar en los adultos el apetito carnal y ahuyentar fieras de la jungla. El hecho incontrovertible de que ganan en número los hombres hace que las escasas mujeres pembote, ligeras en sus costumbres amatorias, sean adoradas en algunos poblados como si fuesen diosas y se las proteja para que se encinten cuando los astros así lo concedan. En materia religiosa, el pueblo pembote no consiente dioses permanentes y los intercambia según el ánimo con el que afrontan el nuevo día o el sueño que hayan tenido durante la noche. 


Otro episodio de consecuencias literarias es aquél que fomenta la banalización absoluta del sexo. La mujer pembote propende a buscar hombre estable que la colme de hijos, pero vive en lícita mancebía lúbrica y fornica con impudor y hasta en público. Es pieza habitual ver un corrillo de muchachos que observa a una pareja entregada, en una sombra, a la vera de un cauce, al amor. Cuando la mujer pembote deja de ser fértil, se la destierra a la linde del poblado donde crece, asalvajado, el cuyampembote, la flor de los deseos. Masticada, hace que vuelva el menstruo para que todo sea como antes y el destierro concluya. El hombre pembote tiene el único deber de satisfacer sexualmente a la mujer pembote. Un collar estrambótico al cuello delata al hombre incompetente en lo que concierne al fornicio. Cuando el conquistador extremeño Ricardo de Guzmán devastó, hacia 1.540, la aldea pembote, unas cuantas mujeres lograron huir y fundaron, río arriba, un poblado. Los hombres, con el tiempo, fueron obligados a miccionar en cuclillas para emular a sus hembras y el árbol-dios fue cortado y quemadas una a una todas sus caprichosas cortezas. Una mujer pembote de rasgos extraordinariamente hermosos fue traída a España por un capitán de nao y convertida en su amante en Madrid. Con el tiempo, la mujer pembote montó un burdel y obligó a sus meretrices a miccionar erguidas. Dios no desatiende a ninguna de sus prodigiosas criaturas ”


(Tomado del diario del abad Nuño de Balboa, 1577)

25.11.24

Amy

 




Hay amores difíciles. Los tienes a mano, sabes que el corazón te inclina a ellos, te borra toda posibilidad de que la cabeza argumente y te ponga los pies en el suelo y no haya paseo por las avenidas ni besos en las calles oscuras. Lo bueno de que el amor sea inalcanzable es que puedes hacerlo durar toda la vida. Hay algunos amores carnales, tangibles, de una realidad insobornable, que flaquean a poco que echan a andar o se vienen estrepitosamente abajo cuando la rutina los baña con toda su gama selecta de jabones mediocres, sin el olor deseable, sin el tacto anhelado en la piel. Podemos aliñar ese idilio platónico con esquelas funerarias. Si el objeto de nuestro desvarío muere y, sobre todo, si la muerte acaece en edades tempranas, el amor se acrecienta, adquiere una solidez que rivaliza con los otros, con los amores cercanos, con los que organizamos las vacaciones de verano y hacemos la lista de la compra del súper. En cierto modo uno quizá lo que ande evitando sea esa desconcertante aventura doméstica que consiste en pagar los plazos del lavavajillas, cuidar de que los hijos vayan bien aseados y vestidos y que la hipoteca se salde en el menor número de años posible. Nada de eso sucede con las divas del soul a las que de pronto reconocemos como el amor privado, el amor imposible, el gran amor que no será nunca factible. En el caso de Amy, en ese cráter lúbrico y blasfemo de sexo, drogas y hermosas canciones de los años cincuenta, canciones negras y untosas al oído, la cosa se complica extraordinariamente. No se nos ocurre que podamos soportar su voluble manera de mirar cara a cara la vida. Se desvanecería la pasión, se dormiría en la cama, cuidando de que no nos sobresalten las pesadillas, el olor a sucio que tiene el cuerpo cuando no se le conceden los cuidados que calladamente exige. Queremos, en el fondo, mantener alejado al amor que encarna Amy. Deseamos una existencia sin sobresaltos. Le pedimos a la vida que nos alivie cuando nos hiere, pero aceptamos que un poco de daño es aceptable. No hemos venido al mundo a vivir en un carrusel de alborozo, decía la canción. La cosa es que tampoco sabemos muy bien a qué hemos venido, si hay un propósito, aparte del encomiable de acostarnos por la noche con la conciencia tranquila, el trabajo hecho y el pecho henchido porque hay un lugar en el mundo que nos pertenece.


A Amy Winehouse no le tocó en suerte pertenencia alguna. Las que tuvo las fue arruinando, se obstinó en que ninguna prosperara. Se despeñó en otro carrusel, el de las drogas, tan conocido. La noticia de su muerte no fue un verdadero acontecimiento. Estaba muerta, a decir de quienes estaban más o menos al tanto de su ajetreada vida. Ella misma, imagino, también pensaría en que la muerte la rondaba por las noches o al romper el día, no sé. Mientras ese momento terrible no se presentara, vivió con la velocidad con la que suelen todos los que saben que el final está cerca. Fue una maldita en vida, no hizo falta que se ganara ese atributo mítico cuando la acogió la tierra. Todos los que la quisimos de una u otra manera no entendemos de malditismos. Oímos esa palabra y no sabemos ir más allá de dos o tres tópicos. El arte tiene siempre mártires para que toda esa mitología continúe fascinando a las generaciones siguientes.  No hemos nacido para ser malditos a tiempo completo o para ser la pareja de quien de verdad ha decidido que ése es el camino correcto o el menos aburrido. La vida, en cuanto tiene ocasión, se abre paso, nos pone la sensatez que en ocasiones rechazamos, y la abrazamos y pensamos que está bien mirar a los malditos desde una buena butaca, frente al televisor 4K, de pantalla muy negra y contrastes altísimos. Asistimos al pasaje luctuoso de la diva a la que amamos un tiempo, cuando sacó un disco maravilloso y pensamos (escuchando su voz, teniendo conciencia de lo buena que de verdad era) que a veces se hace insoportable la fama o que la vida, la de los otros, quiero decir, no se parecería en nada a la nuestra. Como si todos estos muertos insignes, tan brillantes, no se miraran al espejo por la mañana y se hiciesen las grandes preguntas, las que nos hacemos de cuando en cuando nosotros, si no saldrían a la calle a comprar el pan y se sorprendieran de que valiese un poco más que ayer y si no tendrían también gente a la que admirar, de la que enamorarse y por la que sentir, cuando murieran, un pena honda, como la que yo sentí hace unos años cuando me enteré de que había muerto Amy Winehouse.


Lo asombroso del talento es que no precisa cambiar nada sino que se puede limitar a copiar patrones y hacer que parezca todo nuevo. Interviene la calidad del material que se rescata. Puedes tocar un clásico del jazz sin modificar una nota, sin que intervenga la moda imperante. Puedes escribir un soneto como si fueses el mismísimo Petrarca, perdonad el atrevimiento. Amy Winehouse es la Billie Holiday o Aretha Franklin del siglo XXI. Le sobra talento (conjugo en presente, como si viviese todavía) y se le nota a gusto con el repertorio. Su voz suena creíble y, por momentos, pareciera que estamos en Detroit y que un jukebox de un motel de carretera estrena hits de la Motown que una negra adolescente baila con una botella de Coca-Cola en la mano. Como si las Ronettes reviviesen su esplendor. El soul ha regresado: tal vez nunca se fue, pero estaba agazapado en distorsiones, escondido en melodías pop, a la espera de recuperar el cetro perdido. Politoxicómana, bulímica, anoréxica, depresiva, insegura, problemática. Todos esos adjetivos (ninguno feliz) la esculpieron a fondo. Tal vez fuese lo que fue e hiciera lo que hizo por cargar con todo ese peso de tragedia. Si hace todo esto presa de su particular alquimia narcótica es que es de verdad una excepcional artista, una gema absoluta. El resto es la galería del morbo, la sórdida evidencia de que el genio casa bien con los excesos o que quizá ambos sean la misma deslumbrante cosa. Su peregrinar a clínicas de desintoxicación sólo incorporan flashes a la biografía. La experiencia en el lado oscuro alumbra prodigios vocales, letras heridas y bases rítmicas dignas de figurar en una antología sublime del soul de los cincuenta.


Rehab, esa intoxicada declaración de principios, ilumina el sendero por el que discurren las convicciones más íntimas de la diva: "They tried to make me go to rehab but i said 'no, no, no' ". El resto no difiere de este estallido de dependencias, adicciones y demás conglomerados emocionales de depresiones, desencanto y rebeldía. Amy asume los riesgos, depone toda actitud conciliadora y se tira de cabeza a los titulares incendiarios de The Sun o a las revistillas de chismes que han encontrado en esta bruja inspirada el vellocino de oro. La industria del ocio requiere exvotos de este calibre: gente sacrificable que acumulan méritos para engrosar el índice de mitos. Amy Winehouse entusiasma por su chulería: al fin y al cabo es ella la que se despeña, la que embota nuestra capacidad de análisis y fomenta la sospecha de que tan sólo está siendo iluminada por las luces de la fama. Cuando su esplendor se desvanezca es más que probable que tengamos un voluntario lo suficientemente atolondrado e ignorante como para empantanar su futuro a base de chutes de heroína, ingestas masivas de alcohol o rayas infinitas de coca. He dicho uno: tendremos un ejército. Es cosa de que alguno descolle más y merezca portada en Rolling Stone o el honor de tener algún número uno en el Billboard. Por debajo de la diva cochambrosa (esa imagen da, ese aspecto alimenta) está su música maravillosa, el difícil equilibrio entre el respeto a la tradición de la Tamla Motown y al riquísimo patrimonio de sus éxitos y la metódica prospección de mercado que su sello y sus productores (debe tener una caterva bochornosa de intermediarios, figurines y hasta consejeros médicos y espirituales) hicieron para calibrar el impacto de un disco vintage, ajeno a la demanda de una juventud (que es la que compra discos a tutiplén a pesar de las descargas o el streaming) huérfana de símbolos y embrutecida por una educación musical diseñada en laboratorio, planeada para bombardear las memorias de los móviles y reventar el aire con eternas transferencias bluetooth con pitido final a modo de orgasmo tecnológico. Amy iba a otra cosa (ahora paso a conjugar en pasado) y la conclusión fiable es que era también de otro tiempo. Una especie de anomalía festiva. Una cabeza clásica en un envoltorio contemporáneo. No pudo (no quiso) llevar una vida tranquila. No le convendría, no sabría, no le gustaría cuando la tuvo. Se la llevó una ingesta masiva de vodka, pero podría haber sido cualquier otro accidente narcótico. Era de una honradez ejemplar. Su vida privada no necesitaba serlo, pero sí su coherencia musical, aunque la traicionara a veces (más de la cuenta) el subidón de las drogas y no diera con la compostura en un escenario. En el estudio Amy era una artista más entera. Disponía de tiempo, no daba la cara, podía refugiarse en cierto anonimato. En el fondo, quizá no aceptara la fama y se metiera muy adentro cada vez que cogía un micrófono o se daba la gran vida en los pubs londinenses. Mi vida puede descarrilar, pero dejadme que os cante algo, parece susurrar. Esta judía británica es sofisticada. No hace lo que otros, lo que nadie. A veces suena a Nina Simone o a un Tom Waits sin embrutecer del todo. A veces suena a algo que no se conoce. Como si escucháramos soul por primera vez. Como si las canciones importaran una vez más. Se fue pronto. Qué malo eso de tener que conjugar en pasado

22.11.24

Comparecencia de la gracia

 Por mero ejercicio inútil

tañe el aire el don de la sombra,
cincela un eco
en el tumulto de la sangre.
Crees no dar con qué talar
el aire cuando todo es bosque
y la mano escudriña la sangre
por si no prospera en su cauce.
Por si la sombra.
Así la poesía traza en lo invisible
su tangible dibujo de luz.

20.11.24

Leer, leer, leer





La cosa es si lo que yo entiendo por ser feliz lo comparte alguien de un modo absolutamente íntegro. No digo alguien que te ame, con quien formas un hogar y traigas maravillosos hijos al mundo. No hablo del amor, que es el que hace moverse al cosmos. Lo que rumio a estas horas de la noche es si en el bendito mundo - lo es a pesar de todo - alguien coincide conmigo como si fuese una escisión de mi cerebro embutida en otro cuerpo. Puede ser un ciudadano del pueblo de al lado o de las antípodas del mapa. Lo fascinante es la posibilidad de que de verdad exista esa persona. Leer te hace ver lo que no podría ser visto en cualquier otra circunstancia. Leer te busca iguales ajenos. No creo que de entre todas las criaturas que pueblan los pueblos diminutos y las grandísimas ciudades no haya nadie que sea yo mismo y, sin embargo, habrá tantos. De entrada podría intimar con él -no descartemos que sea una hembra, por qué no habría de serlo - y airear asuntos de los que nunca antes di carta de presencia alguna. Ni siquiera esta manía mía de escribir -con todo lo que uno que escribe larga y con todo lo que hay de charlatán en quien no para de contar el mundo o de contárselo a sí mismo - hace que sepa con nitidez cómo soy. No lo sé, no tengo ni idea. Voy que corto hacia los sesenta, creo que saber el lugar al que me dirijo, saber qué ando buscando cuando llegue allí, pero hay distracciones en el camino que hacen frágil la misión que lo encauza. Dicho de otra manera: no hay día en que algo que yo haga no me sorprenda. Como si fuese otro, como si mutase dentro de mi persona la parte en apariencia invariable que hace que los que me aman me sigan amando y los que no me soportan sigan sin soportarme. Por eso piensa uno en la felicidad, que es un asunto de poco asiento en la vida diaria y mucho predicamento en la filosofía y en los prontuarios infames de los coelhos y los bucays del mundo. No se es feliz: se está feliz, se siente una brizna de felicidad que, luego de invadirnos, se fuga y nos deja con el mal cuerpo que todos conocemos. Con lo que yo me siento feliz es con la incertidumbre. Creo que es lo que más me apasiona. No saber, no tener nada completamente claro, no poseer las certezas que podrían acomodarme y hacer que me pierda todas las vidas que, al vivir solo la mía, estoy perdiéndome. Y hay tantas vidas perdidas si solo se practica la propia. Por eso leer es algo parecido a la felicidad. Ahí quiero llegar: leer es ser otro, otro sin dejar de ser el mismo; otro dulce u otro atroz u otro convencido de que existen los viajes en el tiempo, los amores perfectos o el crimen perfecto. Leer me ha transportado a lugares en donde antes nunca había estado. Leer hace que tu cabeza posea todo el cosmos en su interior. Eres como un dios caprichoso y rudimentario, un ser privilegiado al que el azar o la conjunción de todas las causas y de todos los azares le ha hecho poseer la llave que abre todas las puertas. Leer hace eso: que no haya puertas. Y el mundo tiene tantas y están tan custodiadas por guardias tan terribles.


He leído en casi cualquier sitio. Ninguno se me antojó incómodo con un libro en las manos. Dicen que quien lee vive más feliz. Dicen esto y dicen más cosas los que elogian el libro como oficio y tienen ya un protocolo de slogans estupendos, de los que en post-its se adhieren al frigorífico y dan lustre al noble electrodoméstico. Yo mismo, en alguna de esas epifanías librescas, he caído en la proclama entusiasta de la bondad del libro. Incluso he hablado (algunas veces, lo mío no es hablar, no sé qué es, pero hablar lo hacen otros mejor)  en público sobre lo maravilloso de la lectura y me he sentido embajador de un país invisible, creyendo no haber estado a la altura. Es que me da un reparo enorme elogiar a lo que no debería elevarse elogio alguno. No avanza la sociedad que no lee, no progresan sus cuentas, no es tomada en consideración afuera. Hay países que sí respetan al lector y al escritor, que no escatiman partidas de los presupuestos en la creación o en el sostenimiento de bibliotecas públicas o en la garantía de que el libro está al alcance de todas las capas sociales, incluso las que no tienen con qué pagarlos. Porque un libro, por mucho que cueste, no es caro, pero hay quienes, por mucho que deseen, no pueden entrar en una librería y elegir sin que les duela el alma (y con ella el bolsillo) qué ración de asombro y de belleza y de inteligencia va a llevarlos esa noche a la cama. Podrían empezar no gravándolos de esa forma tan perversa. Podrían privilegiar la lengua, la bendita lengua española, en las escuelas al punto de que no haya otras disciplinas que malogren un número suficiente de horas para la adquisición eficiente de su riquísimo caudal de conocimiento. Podrían promover iniciativas que hagan disfrutable la cohabitación del libro electrónico y el tradicional, sin que uno parezca un intruso malévolo y el otro, a la luz de los tiempos, una rémora renunciable, cosa del pasado.

19.11.24

Martingala de la nada y del infinito

 



A poco que lo pienso, si le concedo la atención que nunca le presto, caigo en la cuenta de que no hay oficio más sano que el de no hacer nada. No creo ni que sea fácil eso de no hacer nada. Siempre hay algo que te interrumpe ese solaz privado y malogra el éxito de la empresa. Una vez estuve a punto de estar una mañana entera sin que me ocupara ninguna actividad, pero se deshizo todo ese encanto cuando un buen amigo llamó para ver si quedábamos de noche en el bar de siempre. Si no es el amigo, incluso los buenos se entrometen a veces, es la madre, interesada en saber si finalmente comemos todos en casa el sábado. Tampoco está uno a salvo en su propio hogar. Desearía, en esas ocasiones, recluirse, instalarse en una pieza apartada, cerrar la puerta, acomodarse en un butacón confortable y escuchar a Brahms o a Coltrane. A K. no le cuadra que yo invite a Brahms y a Coltrane a mi retiro. Cree que no tienen más derecho que el buen amigo o que la madre a inmiscuirse en mis devaneos con la dulce nada en la que no existen palabras. Es difícil de entender la nada. Estoy por pensar que no es posible entenderla en absoluto. Una idea de nada redonda y perfecta consistiría en no percibirla siquiera, en no apreciar sus manejos, que alguno habría. Ahí creo que entro cuando estoy en el limbo dulce que precede al sueño, en ese estado de pura armonía en donde no se está dormido ni despierto. No se puede considerar que la vigilia fomente el cultivo de este vicio al que acabo de consagrarme, y el sueño, el ingobernable sueño, no es en modo alguno un territorio que nos pertenezca: vamos a ciegas por él, lo paseamos a tientas, caemos sin saber que estamos cayendo. Ni siquiera el gozo, toda esa alegría incontenible con la que a veces los cruzamos, hacen que los sueños nos pertenezcan. Nunca son nuestros, nunca perduran. En la deriva de lo soñado, no se da cuenta de lo que somos. En todo caso, se advierten indicios de que anduvimos por ahí, es cierto, de que algo nuestro quedó en el camino y o incluso de que una breve señal manifiesta nuestra presencia, yo qué sé, un canción que nos gustaba antaño, un verso de un poema con el que nos emocionamos o la visión espléndida de un paisaje en donde nos sentimos parte del mundo o ese mundo parte propiamente nuestra. Insisto en que no hacer nada es una empresa de una dificultad asombrosa. Como no practico yoga o disciplina oriental que se le parezca, carezco de los instrumentos que limpian mi mente y me dejan en blanco. No he estado nunca en blanco. Juro que lo he intentado, pero siempre están Brahms Coltrane al acecho. No hay día en que no desee perderme a mi manera, una de esas pérdidas irrelevantes, a las que no se les da importancia  porque tienen camino de regreso. A poco que lo pienso, si le concedo la atención que casi nunca le presto, caigo en la cuenta de que no hay oficio más sano que el de pensar en cómo ocupar el tiempo para que parezca que somos sus dueños, pero es el tiempo el que nos gobierna a nosotros, el que nos mueve. Tengo, en fin, la virtud de no llegar a comprenderme del todo y de disfrutar con la idea de que cada vez estoy más cerca de hacerlo. La memoria tiene su niebla. Al final nos queda la niebla, la sensación de que todo ha sido brumoso o de que no hemos podido hacer más de lo que hicimos. 


Ayer tarde caminé de vuelta a casa escuchando a Joe Pass sin el trío habitual. Joe a palo seco, el Joe estajanovista de los standards. En un tramo particularmente emocionante de Night and day pensé (recuerdo que es posible que pensara) que el señor Pass, allá por los sesenta, cuando registró para Verve la versión que escuchaba, estaba pensando en mí. Que era yo, ya ven, el destinatario secreto de la pieza. Night and day para mí; yo, un privilegiado. De verdad que no es fácil no hacer nada, pero hay veces en que uno hace cosas que sí valen la pena y el mundo gira y el cielo estalla en azules solo para que lo veamos y lo contemos aquí y no se pierda ese prodigio. Luego está la sensación de no afinar lo suficiente y de que el azul no esté aquí, entre las palabras. El azul nunca está entre las palabras. Las palabras no saben hablar de colores. La nada es que la hizo que surgiera el universo, sostienen los científicos. Todo parece que proviene de una imprevisibilidad asombrosa: materia y anti-materia en liza, esa especie de pedo cósmico del que procede la barba de Brahms y el metal en la boca de Coltrane. No habrá que buscar un agente externo que propicie las estrellas, los planetas, las galaxias, los agujeros de gusano y la oscuridad de lo infinitamente lejano. El orfebre que obró su comparecencia es baladí.  Lo mejor de entender algo es que se aprecia con más conocimiento el tiempo que pasamos en la búsqueda de esa comprensión, el alborozo de la incertidumbre de su logro. Se puede no saber el porqué de esos tres gatos que anoche paseaban la calle Alcolea con parsimonia y desenvoltura, tal vez orgullosos de su deambular ciego. Los perdí de vista y los recobré poco más tarde, pero entonces apresuraban el paso, entenderían que algún peligro que yo no percibí los comprometía. No tener conciencia de cómo piensa un gato es indistinguible del hecho de que no comprendas las razones que mueven a alguien a hacerte un desaire o a incomodarte o a la ocurrencia de una divinidad de la que provenimos azarosamente todos. En este punto de la trama ya tenemos igualados al gato, a Dios y al hombre. Uno es incapaz de diferenciar los motivos que mueven a los otros. Tampoco tendríamos certezas si nos encomendáramos la tarea de razonar los motivos de la mosca que impertinentemente desangeló la felicidad de tomar esta mañana el café en la cocina. Está sobrevalorada la ciencia. Se maneja mejor el alma en la especulación, en la comisión de lo etéreo y de lo arcano. Hay más arrobo en la ignorancia, en ese feliz no tener palabras que expresen el asombro de estar vivos.


De creer en algo, creería en cien dioses en lugar de en uno. La gente que ha creído en cien dioses no se ha preocupado de los dioses en que creen los demás. Ni siquiera la posibilidad de que alguien que no creyese en ninguno de ellos. El politeísmo da más juego teológico que el sufragado por uno solo. La ventaja de esos dioses complementarios es que tienes con ellos un trato más cercano. Del Dios único se tiene la impresión de que pueda perderse entre tanta solicitud y no termine por centrarse, esa desconsiderada apreciación teológica. Un dios imperfecto, nada o casi nada atento a la demanda que su influjo depara. Los pueblos del ancho orbe empezaron con dioses que se declaraban especialistas en las cosechas, en la fertilidad o en la lluvia. Los romanos colonizaron medio mundo sin vender la moto de la divinidad. Llegaban, montaban calzadas, dejaban el latín, imponían un cónsul y se iban a poner sello en otro confín, pero no perdían el tiempo en imponer la religión (múltiple, de elocuencia dispar) que practicaban en Roma. Siempre ocurrió que lo etéreo, lo que no tiene asiento en lo real, hace que flaquee lo visible, todo lo que puede ser cuantificado, resuelto en hechos, manifestado en evidencias tangibles. La misma literatura es una especie de ejercicio malabar entre lo etéreo y lo real también. Uno lee y alcanza cierto rango de espiritualidad, entra en un lugar que no existe, se borra de la realidad (tan cabrona a veces) y se refugia en la ficción, que es una deidad caleidoscópica y generosa. La literatura va a resultar ser la religión más fiable del mundo. Va a resultar que el universo entero es un libro en el que somos autores, lectores y protagonistas de la sobrevenida trama. En ella estará también Yoko Ono, que anoche me susurró en un sueño que el final está cerca con un primor de chillido que acabó por despertarme y malograr mi ingreso feliz en la vigilia. 

17.11.24

Cien mil locos

 No hay sólo miedo, ni sensación de que prospere el miedo: lo que hay es hastío, constatación de que los bárbaros, a su pedestre manera, alcanzan cotas de poder, ocupan despachos y toman decisiones. Se les ve en televisión sin que parezca que sean en verdad bárbaros, se pavonean delante de las cámaras, exhiben su grandeza, la que les sobrevino cuando entendieron que debían actuar sin que se delatase la barbarie, haciendo como que escuchan o escuchando poco o a medias, aunque después nada de lo escuchado durase y todo fuese expuesto al sacrificio, pero no estamos a su merced, no vencerán los bárbaros, no hay ranuras, no hay fisuras, no hay resquicios por los que franqueen nuestra integridad o nuestra moral o como quiera que se llame lo que hace que no seamos como ellos.

Uno no sabe bien en qué bando está. En ocasiones, cree en lo que postula alguno y, en otras, no le satisface y se escora a otro. No es normal que sigamos pensando lo mismo, no entra que el modo de entender el mundo sea el mismo. Ni siquiera ese mundo que anhelamos entender es el mismo mundo, ni los mismos son quienes lo administran ni quienes son administrados, los que escriben las leyes y los que las acatan. No se sabe dónde estamos, pero se tiene una certeza rotunda sobre dónde no queremos estar.

Se sabe que no queremos a los bárbaros, no les necesitamos, el mundo es un lugar hermoso cuando no están, incluso lo es cuando aparecen. Esa percepción íntima, la de saber qué es lo que no nos gusta, planea inalterablemente. A falta de saber lo que queremos, bien está (al menos) saber lo que no. Esa certidumbre es la que hace que salgan algunos de estos textos de vocación combativa, pero estériles en el fondo, a poco que se los lee en detalle y se extrae lo que aportan. No aporto nada, no aparto nada. Se conforma uno con contarse el mundo y decir: he aquí a los bárbaros, he aquí a los que no lo somos. Algo así. Es posible que únicamente sirva para conciliar con más propiedad el sueño y dormir sin que nos atormente nada. Tampoco eso lo tengo claro.

A los bárbaros se les debe poner muy difícil dormir con esa sobria armonía. Se deben despertar en muchas ocasiones, deben tener sueños pesados, qué podemos saber, deben tener la sensación de que sólo son bárbaros cuando abren los ojos y empieza la vigilia. Puede suceder que sus sueños sean la parte bondadosa de su existencia y no se les desboquen como a los demás nos ocurre. Soñarán con cosas hermosas de las que luego no guardarán recuerdo alguno. Uno, que no se tiene por bárbaro, sueña en ocasiones episodios bárbaros. Si nos coge Freud, nos echa a llorar, seguro. Los sueños tienen esa facultad: la de dejarnos actuar sin normas, la de hacer y deshacer sin que nos guíen o temamos que nos reprendan o que nos sancionen.

No hay miedo, no, lo que hay es tristeza. Acude al ver a tanto bárbaro por ahí suelto, al comprobar la comparecencia de los acólitos jaleando sus proclamas. Son un ejército. Tienen sus mandos en plaza, enarbolan sus lábaros, no se arredran al vocinglar sus dicterios. Se les ve en televisión, se lee en prensa que hacen esto o hacen lo otro. Tenemos bárbaros en las calles, en nuestra comunidad de vecinos, en las asociaciones de padres de alumnos. Son gente cazurra y de modales inexistentes, gente que te empuja y te quita el aparcamiento, por mucho que lo hayas señalizado y te pertenezca, aunque sólo sea moralmente. Es la moralidad la que no se advierte que prospere, no la hay, o la hay a trompicones, a bocados. Algunos, amigos de encontrar palabras para todo, llaman a este desquiciamiento imperante relativismo moral. Ese constructo moderno consiste en darle a todo un sentido, en razonar hasta aquello a lo que no debe concedérsele posibilidad alguna de que algo suyo cuaje y se le permite explayarse, en dar idéntico peso a todas las opiniones, no dejando que ninguna (por predicamento y arraigo que posea) prevalezca y cuente la desquiciada más que la motivada por el sentido común o por la mera lógica de las cosas. Así, vemos bárbaros en puestos de responsabilidad, desoyendo las admoniciones de los sabios, conculcando los principios más elementales de la convivencia y del proceder civilizado. En ese mirar abierto de las cosas, el bárbaro podría dejar de serlo, o quien no lo haya sido ni tenga asomo de que se acercara a serlo podría de pronto mutar en bárbaro estándar, amateur, todavía algo sensible y reflexivo, uno prometedor y paciente. La verdad es que no está muy descaminado eso del relativismo. Al menos tenemos un nombre para entender esta deriva. Los ríos traen aguas revueltas. Estamos en manos de cuatro locos. Cien mil andan detrás. Un millón. El mundo entero se está volviendo loco.


16.11.24

Nuevo regreso de Heráclito

 No haber visto una película húngara en un cine de verano. No haber leído a Mann en un balneario. No haber escuchado la quinta de Mahler en un festival vienés. No haber aprendido lenguas germánicas medievales. No haber sido Jimi Hendrix en Woodstock. No haber despachado mate con Borges en un zaguán porteño. No haber tenido la voluntad de haber aprendido a tocar el piano. No haber bebido bourbon con Bukowski en un tugurio. No haber escrito un haiku en Japón. No haber escuchado las variaciones Goldberg tocadas por Michel Petrucciani. No haber cortejado a Wendy el 27 de diciembre de 1904 en un teatro de Londres. No haber conversado con Cortázar sobre cronocopios y famas. No haber dormido en el hotel Chelsea. No haber sido instruido en las bondades del campo. No haber tenido ninguna educación para el dolor. No haber estado en el delta del Mississippi, en un antro en donde toquen blues sucio. No haber sido licántropo, no haber sido fantasma, no haber sido el hombre del saco. No haber registrado los sueños que en ocasiones recobran su trama en mi cabeza. No haber conversado con mi amigo Antonio sobre la bondad del género humano después de ingerir una cantidad escandalosa de cerveza. No haber contado a nadie que amé a Kim Novak. No haber visitado el Louvre, no haberme perdido un día entero en el Louvre. No haber confesado a nadie que por la noche, cuando voy conciliando el sueño, elijo cuál fue el mejor momento del día. No haber caído en la cuenta de que quizá convenga dejar de escribir, no haber sentido de verdad la necesidad de dejar de hacerlo, no haberme convencido de que ya está todo dicho y que sólo me esmero en disimular el bucle en el que ando. No haber tenido un foxterrier y haberlo sacado a pasear por la Gran Vía. No haber participado en un certamen floral con un poema sobre el pubis angelical de las ninfas de mis sueños. No haber ejercido alguna profesión bohemia y fumado Gitanes con La Maga. No haber escrito un calambur en el Pont Neuf. No haber tenido unos armónicos puros, de terciopelo, y cantar la hondura del alma. No haber sido aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach. 


14.11.24

Can you see me crawling?


Sólo existe el Mesolítico. Ni Bahía de Cochinos ni Batalla de las Ardenas. No hay alambique ni júbilo de mujeres de Cartago. Sólo la niebla que lastima el aire y ese rumor como de bosque ciego con el que la luz intima sin propósito con el agua. De entonces surge el fulgor, esa elocuencia sublime que prospera en la tierra como un salmo en la memoria de los hombres. Dios escribe en un pétalo. Ni catedrales góticas ni camisetas con la cara del Che. Ni ácido lisérgico ni arias de Verdi. Era el bautismo de una ninfa. Era el sueño de Caín antes de desnucar a Abel. Los asteroides colisionan en el firmamento. La luz es una sílaba átona. Hay cráteres del tamaño de la península de Crimea. La vida unicelular no da para epopeyas. Es todo penumbra y clausura, arena en la boca del que tiene sed. Fango que respira, trémulo flujo de fuego. Gilgamesh espera, Euclides no pasea las populosas calles de Alejandría. Tom Sheridan bebe en un cuartucho de Salt Lake City con los hijos de todos los muertos de las guerras púnicas. Un poeta reclama fatigosamente un alejandrino, una princesa con un doctorado en literaturas germánicas medievales. Todo es de piedra vasta, todo es lujuria ensimismada. El silicato de aluminio es el rey de los compuestos minerales. Hay sindicatos en Polonia que erigen iglesias en la periferia de las ciudades para que los ancianos reciten todas las oraciones de los misales muertos. A Chet Baker le partieron la boca en Amsterdam. Tocará con un músico húngaro esta noche en un garito que huele a tristeza. Dicen que es bueno, tiene todos los dientes sanos. Una boca dura. Un futuro prometedor. El bebop es un insecto con las alas rotas. Un elefante que festeja la generosidad del aire. Dios me habla en bebop, me habla en cuartetos, me habla en sonetos, me habla en privada métrica. A veces susurra; a veces no está. Poseo la sensiblidad pertinente para apreciar esos susurros divinos. Los percibo con absoluta nitidez incluso aunque preste poca atención. Hay días en los que estoy verdaderamente atento, días de receso, días en los que poco me conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas adversidades, noto que Dios está a mi vera, tutelando mi ingreso en el sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos. El cosmos es un libro. El cosmos es el libro de Dios y todos somos lectores y todos escribimos en ese libro absoluto. La literatura del cosmos es la palabra de Dios, la palabra de Dios es la literatura del cosmos. Anoche, sin ir más lejos, vi a Dios en una loncha de jamón de york que mi hija estaba colocando sobre la rebanada de pan de molde. Era un Dios sin mayúscula, un dios caprichoso, rudimentario, de escaso apresto filosófico. Dios contra la soledad o contra la desesperanza. Un dios sin Kant ni conferencia episcopal. Un dios izado a capricho después de pensarlo durante años, de conformarlo a beneficio propio. Un Dios cercano, de verdad. Pensado con arrobo sintáctico y luego desmenuzado. Dios hecho grumo de palabra. Sentí una presión el pecho y una punzada en el costado. Es el dios de las pequeñas y de las grandes ocasiones, el del sol en la almohada nada más clarear el día. El dios del bourbon con tres cubitos de hielo y el dios del solo que Miles Davis usa para abrir So what. Un dios o un Dios. Se mueve uno con comodidad entre las grandes palabras. Me sería imposible numerar los dioses a los que venero. Hay noches que me zambullo en Coltrane y pierdo la entera noción de las cosas. Creo en Dios y en Coltrane porque creo en la armonía secreta del cosmos. Coltrane es un prodigio divino. Un creer contra un crear. Un mirar arriba, ensimismado, contra un mirar abajo, perplejo. La incertidumbre absoluta. El fuego divino ardiendo alma adentro. La ceremonia universal de la genuflexión ante lo que uno no conoce y ante lo que se hace pequeño. En realidad, oh amigos míos, oh compañeros de travesía, uno cree en Dios o en dios o en d-i-o-s a medida que empequeñece. Que yo pese ciento seis kilos y mida metro ochenta y tantos no importa. Lo que verdaderamente importa es la sensación de fragilidad o de irrelevancia. De punto en el universo. Ni eso. Somos Coltrane soplando en un club, somos el hombre de pronto convertido en un obrero del más allá, en un operario diminuto que labra su porvenir a sabiendas de que le rezarán unos cuantos de los suyos muy a pesar de advertirles de que no le recen. Lo malo de morirse uno es que luego no puede comprobar si se cumplen o no los puntos del testamento. Se muere uno y se encuentra con Coltrane en un vórtice especular de masa deconstruída. O se encuentra con Coltrane en un fragmento de realidad invertida en un universo paralelo. No tengo ninguna duda de la existencia de universos paralelos. En un universo paralelo no se cree en Dios ni en el diablo ni en el hombre Coltrane soplando en un garito de Chicago My favourite things. No se cree en la iglesia ni en la salvación de las almas. Se cree en una cimitarra de hierro. Hay universos alternativos en los que el ser humano es más humano que en éste. No existen primas de riesgo ni strippers ni niños pijos saqueando el fondo de inversión del padre mientras se derrumba Occidente. Es que no existe occidente. El dios en el que creo es un experiencia sensible intransferible. Así debería ser el dios en el que crean todos los que creen únicamente en uno. Escribir es un anomalía. Si uno callara lo que piensa acerca del dios en el que cree no habría guerras ni se levantarían templos para contar a los demás que se comparten creencias y que todos han sido diseminados con la misma pura semilla. La semilla no me alcanzó. La vi cerca, la observé con cuidado, la miré con la idea de que podría decirme algo que me enriqueciera, pero pasó de largo y no hice absolutamente nada por pillarla. Adiós, semilla. Hola, Wilder. Hola, Coltrane. Can you see me crawling? El caso es tener a alguien a mano cuando llegan esos momentos de flaqueza y uno precisa un sostén. A mí me gustaría perderme en el de Roberta Pedon, una hippie de California que triunfó en el posado retro sin caer en el porno duro. Hola, Roberta. Dios me habla en haikus. Sílabas con metafísica. Un dios contenido, un dios filatélico. Símbolos embutidos en un traje muy precario. El dios en el que creo es el Dios de las catedrales. Hay miles. Veo una ahora. Creo con el mismo énfasis con el que los demás lo hacen. Igual hasta por las mismas circunstancias. De pequeño rezaba a Dios cuando intentaba conciliar el sueño. Probaba frases. Hacía (en esa intimidad en la que uno piensa casi en voz alta y hace un balance de cómo ha ido el día o de cómo va la vida) de escritor en ciernes. Todos los niños son, en el fondo, teólogos amateurs. Dicen cosas que luego, en la edad adulta, les produciría rubor. Ay, si fuese sólo rubor. El niño es un ser puro al que la pureza le llama con insistencia. Por eso el preceptor religioso le inculca el catecismo fundacional. La idea de un Dios y la idea de un coro arcangélico de devotos que están en el cielo, a salvo de las inclemencias del dow-jones y de la cirrosis hepática. Yo me quiero morir sin más, mire usted, grazna algún personaje. No sé si creer en Dios puede ser un contradiós. Es la excusa para perfecta para tanta barbarie que dan ganas de creer un poquito y hacer el ganso con coartada. Sobre dios (o sobre Dios o sobre d-i-o-s) se han escrito más páginas que casi sobre ningún otro personaje histórico. Yo vi a Dios en la comisura de los labios de mi abuela muerta. Yo vi a Dios en los campos de fresas en una mañana de mil novecientos ochenta. Yo vi a Dios con absoluto colmo. La línea más pequeña y la más irrelevante habla de Dios aunque su autor, el más estulto entre los autores, el más zopenco y el de menos talento, no lo sepa. Dios está en la barra de los bares, en la cubierta del Potémkin, en la barba de Walt Whitman. La literatura del cosmos. Esa gran literatura del cosmos. Está en las tripas de la máquina, en el corazón de la bestia, en el circuito más inteligente de mi teléfono inteligente. Dios en banda ancha, Dios en un fino hilo de cobre que recorre la salita en la que escribo. La acabamos de pintar. Está reluciente. Huele todavía a limpio, a desinfectante, a amoniaco y a lejía. Dios está en la lejía y en los átomos de la leche. Dios en el Jack Daniel's y Dios en el solo de Chet Baker en Amsterdam poco antes de que le partieran la boca unos traficantes. Dios es un no-argumento. Es un atentado contra todas las potencias cartesianas. Se cree sin cortarlo. Al contarlo, al formularlo, se desvanece el efecto y todo es un compromiso intelectual, un querer porque haber visto a tantos haber creído. Siempre pensé en los constructores de catedrales. Entré en la catedral de Lugo en 2011 y me sentí empequeñecido. La catedral me hizo pensar en Dios como nunca antes había pensado. Estuve días pensando en lo que había sentido.Hay quien, con menos, se hace feligrés. Quizá salí antes de que la perturbación me aniquilase del todo. Con eso contaba los constructores. Con el efecto empequeñecedor. Con la certeza de que el que entraba en ese templo perdía, por el hecho de entrar, poder sobre sí mismo. Era un acto bélico, una batalla ganada nada más poner el pie en la piedra y contemplar la construcción. Soy un fan de las catedrales del mundo: las visitaría todas. He visto muchas, quiero ver más, soy el que entra en ellas y sale herido, vulnerado. Iría de una en una, tomando notas, haciendo fotos, escribiendo en las pinceladas iniciales. Descubriendo el aire en el aire. Perdido en la secreta armonía del cosmos. Buscando a Dios en la palma de mi mano. Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia. La gracia llena de fulgor el pecho. Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo. Cada bocanada de silencio aviva más silencio. Se me abre cartesianamente el alma. La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas. El alma visible. El peso del mundo es amor. La luz es un vértigo. El vértigo es luz que piensa en sí misma. Dios me asiste y me conforta. Son cosas felizmente duras a las que aplicamos el esmero del que no siempre se dispone para las más blandas. En esa diatriba el día. Darse sin interrupción o menguar las ganas. Precaverse ante lo adverso o no sentirse aludido. Amarrarse o flotar. Una tibia ocupación la de fijar un vértice y afinar el paso. Se deshace el camino si se anda: su mapa de pasos antiguos lo emborronan, su vocación de fuga lo entenebrece. Sólo luz en tregua. La certeza diminuta de haber comenzado algo.









13.11.24

La noche de arena / Trifón Abad

 



A las historias que se cuentan bien se parecen a la vida, que es una historia absoluta que codicia un narrador severo que no permita que las distracciones le aparten del cometido primoroso de contar. Hay historias que avanzan con esa naturalidad, que nos hacen reconciliarnos con la literatura. De ellas apreciamos que nos permitieran prescindir de la realidad que azarosamente nos rodeaba en el momento en que nos embebecíamos en su lectura. Después de haber leído mucho, aunque nunca se lee lo suficiente, uno desea a veces volver a esa época en que las novelas aplazaran nuestras penurias o cancelaran hasta la misma injerencia de la felicidad: toda ella, esa felicidad tan deseable, estaba en las páginas que engolosinadamente íbamos pasando, convertidos en improvisados (y también privilegiados) depositarios de un secreto, del cual no debía anticipar el propio ingenio nada, y esperar con paciencia y con asombro, con fascinación y con asombro, que el desenlace nos dejase huérfanos, como si algo precioso que se nos entregó fuese de pronto retirado. Es así como funciona el temblor mágico de la lectura. Da el lector más aprecio a lo que se le cuenta que al modo en que se le está contando. Cuando el fondo y la forma casan, en ese momento sublime, sucede el arte de la escritura. Hay matices en este insobornable posicionamiento de quien lee y tiene conciencia del influjo de la lectura. Se da ahora valor a la pirotecnica formal, a cierto sentido de la mecánica cuentística: se aplaude la construcción novedosa, todos esa artesanía metalingüística y, en casos muy puntuales, el juego que la inteligencia del autor propone a la inteligencia del lector, retándolo a suspender la credulidad o a aceptar que la inverosimilitud sea una herramienta de trabajo pertinente, de la que extraerá, si sabe manejarse por sus arcanos, un logro, una especie de epifanía. Dar con ese deslumbramiento no requiere de un adiestramiento: basta la pericia narrativa, la sencilla elocuencia de lo que se nos va diciendo, esa sensación maravillosa de que somos depositarios de un secreto, que hemos sido elegidos para que ese milagro no se desvanezca y podamos hacer que comparezca. 

¿Qué hace Trifón Abad en La noche de arena? La respuesta es sencilla: contar, escribir muy bien, construir un ecosistema lumpen, sin la mención marxista, sin su historicidad, pero amasado con los mimbres de lo auténtico y compuesto con rigor entusiasta, con pulcra devoción al cañón de lo desarraigado. El mapa de la novela es movedizo: hay tramas que van y vienen, todas se buscan y todas acaban encontrándose  Uno cree estar ahí: ese es el mérito mayor, uno de los muchos que La noche de arena trae. Y qué costoso debió ser armar ese mapa, darle tangible cuerpo, y qué feliz ocupación la de escuchar, la de descubrir y acabar sabiendo. Pareciera, leyendo esta novela, que escribir es sencillo. Ese es otro logro primordial: el de hacer fácil lo que no lo es, el de procurarnos un camino despejado dentro del laberinto, el de saber que se nos ha cogido de la mano y se nos está mostrando el gran espectáculo del mundo. Es turbio el de La noche de arena y lo cruza la desgracia. Para desplegar ese mapa de la desolación, Trifón Abad se arroga el papel de sensible cartógrafo. Inventa un personaje maravilloso, Robles, un padre que busca a su hija desaparecida, un detective en horas bajas (no piensen que Abad tira de tópicos, habiendo tantos en la rendición del género negro), un ser sin acabar de romper, perdido también, frágil, titánicamente impelido a descubrir las razones de la desaparición y poder encontrar a Berta (qué gran personaje) y encontrarse. Para acometer esa empresa, Abad se las apaña para que todo fluya con asombrosa naturalidad. Todo encaja, todo parece que no pudiera haber ocurrido de otra manera. Como si nada sobrara o faltase. Esa excelencia narrativa. Y la luminosidad del texto procede de la misma luz que barre lo real y conduce a que intimemos con él. Hasta el paisaje contribuye a que la construcción de la novela esté firmemente anclada en esa realidad a la que trata de dar alguna explicación.

 Este lector ya no podrá separar la huerta de Murcia de los barrios bajos de todas esas películas y novelas con las que el género negro se ha hecho imprescindible para contarnos este tiempo en el que vivimos. No me imagino mejor herramienta para descerrajar la intemperie de la oscuridad que la propia oscuridad. El detective atormentado avanza a ciegas, se vale de su instinto, se precave en lo que puede; más que la venganza, desea el conocimiento, cierta liberación, la posibilidad de que su cabeza se apacigüe y pueda cerrar los recuerdos: abiertos, duelen, hacen que todo gire alrededor de Berta, la hija desaparecida. Apabulla la pericia narrativa de Trifón Abad: hace que todo ensamble prodigiosamente, logra ese raro prodigio que consiste en hacer creer a quien lee que la historia que se le cuenta está siendo confiada a él únicamente. Como si todo consistiera en una especie de confesión. Hay lecturas que tienen la misma textura que los cuentos, aunque por fortuna alarguen su desarrollo y registren varias tramas que acaban ensambladas, primorosa y deleitosamente cosidas, produciendo la sensación de que la literatura debe ser también esto: hambre de historias, deseo absoluto de que llegue el momento en que puedas abrir de nuevo un libro, volver a perderte y encontrarse más tarde en ese laberinto de pronto abrazado.  En ese marasmo, en esas badlands murcianas (jamás pensé que alguna vez escribiría esas dos palabras juntas, pero he aquí) Robles, Wolfe (qué peso el del animal, qué ternura), Berta, Frías, Charo, Céline, el Chamorro, el Champi, el Dani, el Piblas, el Dani, el Limas, el Pulga, Charlie, Susana, Jonás, la mafia ucraniana transitan como fantasmas, sin saber qué habrá más adelante, qué mañana. Pesan los escenarios, duros, en esa orfandad de lo que no tiene luz: las raves ilegales, los desguaces, los clubs de alterne, los descampados, los chonis... y la arena ocupando el aire de la noche. Si el amable lector desea leer una buena novela negra (murciana, por más señas) abra esta, concédase la bondad de las cosas bien hechas. 




Poética de la luz


Arde, alucinada, la tarde,

Un latido desciñe el aire.

El otoño es un violín roto.

La música, un delirio de oro sin cuerpo.

Un río de luz la atraviesa. 

Rumor secreto. Voz impura.

Dicha hecha cántico en el agua.

Clamor de la palabra en el poema.

Júbilo hacia el centro sublime 

donde las alas festejan vuelo.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...