A poco que lo pienso, si le concedo la atención que nunca le presto, caigo en la cuenta de que no hay oficio más sano que el de no hacer nada. No creo ni que sea fácil eso de no hacer nada. Siempre hay algo que te interrumpe ese solaz privado y malogra el éxito de la empresa. Una vez estuve a punto de estar una mañana entera sin que me ocupara ninguna actividad, pero se deshizo todo ese encanto cuando un buen amigo llamó para ver si quedábamos de noche en el bar de siempre. Si no es el amigo, incluso los buenos se entrometen a veces, es la madre, interesada en saber si finalmente comemos todos en casa el sábado. Tampoco está uno a salvo en su propio hogar. Desearía, en esas ocasiones, recluirse, instalarse en una pieza apartada, cerrar la puerta, acomodarse en un butacón confortable y escuchar a Brahms o a Coltrane. A K. no le cuadra que yo invite a Brahms y a Coltrane a mi retiro. Cree que no tienen más derecho que el buen amigo o que la madre a inmiscuirse en mis devaneos con la dulce nada en la que no existen palabras. Es difícil de entender la nada. Estoy por pensar que no es posible entenderla en absoluto. Una idea de nada redonda y perfecta consistiría en no percibirla siquiera, en no apreciar sus manejos, que alguno habría. Ahí creo que entro cuando estoy en el limbo dulce que precede al sueño, en ese estado de pura armonía en donde no se está dormido ni despierto. No se puede considerar que la vigilia fomente el cultivo de este vicio al que acabo de consagrarme, y el sueño, el ingobernable sueño, no es en modo alguno un territorio que nos pertenezca: vamos a ciegas por él, lo paseamos a tientas, caemos sin saber que estamos cayendo. Ni siquiera el gozo, toda esa alegría incontenible con la que a veces los cruzamos, hacen que los sueños nos pertenezcan. Nunca son nuestros, nunca perduran. En la deriva de lo soñado, no se da cuenta de lo que somos. En todo caso, se advierten indicios de que anduvimos por ahí, es cierto, de que algo nuestro quedó en el camino y o incluso de que una breve señal manifiesta nuestra presencia, yo qué sé, un canción que nos gustaba antaño, un verso de un poema con el que nos emocionamos o la visión espléndida de un paisaje en donde nos sentimos parte del mundo o ese mundo parte propiamente nuestra. Insisto en que no hacer nada es una empresa de una dificultad asombrosa. Como no practico yoga o disciplina oriental que se le parezca, carezco de los instrumentos que limpian mi mente y me dejan en blanco. No he estado nunca en blanco. Juro que lo he intentado, pero siempre están Brahms Coltrane al acecho. No hay día en que no desee perderme a mi manera, una de esas pérdidas irrelevantes, a las que no se les da importancia porque tienen camino de regreso. A poco que lo pienso, si le concedo la atención que casi nunca le presto, caigo en la cuenta de que no hay oficio más sano que el de pensar en cómo ocupar el tiempo para que parezca que somos sus dueños, pero es el tiempo el que nos gobierna a nosotros, el que nos mueve. Tengo, en fin, la virtud de no llegar a comprenderme del todo y de disfrutar con la idea de que cada vez estoy más cerca de hacerlo. La memoria tiene su niebla. Al final nos queda la niebla, la sensación de que todo ha sido brumoso o de que no hemos podido hacer más de lo que hicimos.
Ayer tarde caminé de vuelta a casa escuchando a Joe Pass sin el trío habitual. Joe a palo seco, el Joe estajanovista de los standards. En un tramo particularmente emocionante de Night and day pensé (recuerdo que es posible que pensara) que el señor Pass, allá por los sesenta, cuando registró para Verve la versión que escuchaba, estaba pensando en mí. Que era yo, ya ven, el destinatario secreto de la pieza. Night and day para mí; yo, un privilegiado. De verdad que no es fácil no hacer nada, pero hay veces en que uno hace cosas que sí valen la pena y el mundo gira y el cielo estalla en azules solo para que lo veamos y lo contemos aquí y no se pierda ese prodigio. Luego está la sensación de no afinar lo suficiente y de que el azul no esté aquí, entre las palabras. El azul nunca está entre las palabras. Las palabras no saben hablar de colores. La nada es que la hizo que surgiera el universo, sostienen los científicos. Todo parece que proviene de una imprevisibilidad asombrosa: materia y anti-materia en liza, esa especie de pedo cósmico del que procede la barba de Brahms y el metal en la boca de Coltrane. No habrá que buscar un agente externo que propicie las estrellas, los planetas, las galaxias, los agujeros de gusano y la oscuridad de lo infinitamente lejano. El orfebre que obró su comparecencia es baladí. Lo mejor de entender algo es que se aprecia con más conocimiento el tiempo que pasamos en la búsqueda de esa comprensión, el alborozo de la incertidumbre de su logro. Se puede no saber el porqué de esos tres gatos que anoche paseaban la calle Alcolea con parsimonia y desenvoltura, tal vez orgullosos de su deambular ciego. Los perdí de vista y los recobré poco más tarde, pero entonces apresuraban el paso, entenderían que algún peligro que yo no percibí los comprometía. No tener conciencia de cómo piensa un gato es indistinguible del hecho de que no comprendas las razones que mueven a alguien a hacerte un desaire o a incomodarte o a la ocurrencia de una divinidad de la que provenimos azarosamente todos. En este punto de la trama ya tenemos igualados al gato, a Dios y al hombre. Uno es incapaz de diferenciar los motivos que mueven a los otros. Tampoco tendríamos certezas si nos encomendáramos la tarea de razonar los motivos de la mosca que impertinentemente desangeló la felicidad de tomar esta mañana el café en la cocina. Está sobrevalorada la ciencia. Se maneja mejor el alma en la especulación, en la comisión de lo etéreo y de lo arcano. Hay más arrobo en la ignorancia, en ese feliz no tener palabras que expresen el asombro de estar vivos.
De creer en algo, creería en cien dioses en lugar de en uno. La gente que ha creído en cien dioses no se ha preocupado de los dioses en que creen los demás. Ni siquiera la posibilidad de que alguien que no creyese en ninguno de ellos. El politeísmo da más juego teológico que el sufragado por uno solo. La ventaja de esos dioses complementarios es que tienes con ellos un trato más cercano. Del Dios único se tiene la impresión de que pueda perderse entre tanta solicitud y no termine por centrarse, esa desconsiderada apreciación teológica. Un dios imperfecto, nada o casi nada atento a la demanda que su influjo depara. Los pueblos del ancho orbe empezaron con dioses que se declaraban especialistas en las cosechas, en la fertilidad o en la lluvia. Los romanos colonizaron medio mundo sin vender la moto de la divinidad. Llegaban, montaban calzadas, dejaban el latín, imponían un cónsul y se iban a poner sello en otro confín, pero no perdían el tiempo en imponer la religión (múltiple, de elocuencia dispar) que practicaban en Roma. Siempre ocurrió que lo etéreo, lo que no tiene asiento en lo real, hace que flaquee lo visible, todo lo que puede ser cuantificado, resuelto en hechos, manifestado en evidencias tangibles. La misma literatura es una especie de ejercicio malabar entre lo etéreo y lo real también. Uno lee y alcanza cierto rango de espiritualidad, entra en un lugar que no existe, se borra de la realidad (tan cabrona a veces) y se refugia en la ficción, que es una deidad caleidoscópica y generosa. La literatura va a resultar ser la religión más fiable del mundo. Va a resultar que el universo entero es un libro en el que somos autores, lectores y protagonistas de la sobrevenida trama. En ella estará también Yoko Ono, que anoche me susurró en un sueño que el final está cerca con un primor de chillido que acabó por despertarme y malograr mi ingreso feliz en la vigilia.
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