8.11.24

Escribir, leer, ser

 A escribir se aprende leyendo o se aprende observando, pero hay gente que lee mucho y observa mucho y no alcanza el rango de escritor, aunque se obstine y formule su tentativa en poemas, en cuentos, en un novela o en un blog en donde sentencie de qué está hecho el mundo o registre los porqués más escondidos de las cosas. Si uno lee con cierto entusiasmo, si al tiempo que lee inclina su talento natural (el que disponga, a veces no se precisa mucho) a husmear en las maneras en que los otros escriben, está recorriendo un trecho grande del camino. 

A escribir se aprende al conjeturar. Se hace escrutinio severo de las palabras: se las mide y pesa, se las sanciona cuando no dan de sí lo que deben, se las prende para que el fuego tenga la elocuencia anhelada. Son del fuego las palabras, de esa luz que combate la ambición de las sombras. 


Hay quien lo hace, escribir bien, digo, con mansedumbre admirable, y quien exhibe rudeza y hasta precisa de esa rudeza para que su escritura salga y se instale en el mundo. Tengo la idea de que el escritor, el que lo hace a diario y se toma en serio el oficio, es alguien que vive una vida más que el resto. También viven más o viven en ese gozoso desdoble quienes leen y adoptan el punto de vista del escritor e incluso se transforman en él. Se lee sin que haya obligación de escribir, pero se escribe para seguir leyendo. Hay un lector, uno fiero y estricto, en el escritor. Conforme las palabras van saliendo y se van ensamblando unas con otras, hilando su trama, avivando su llama, avanzando a su antojadizo capricho, el escritor las va gobernando, desecha las que no convienen, consiente las prudentes, mima las maravillosas. 


Ahora mismo andaré yo ahí, sin saber a qué lugar acudiré, quiénes me cogerán la mano y caminarán conmigo. Escribo para no dejar de escribir. En este viernes de luz, mientras hago tiempo para ir a la escuela, administro esa voluntad demiúrgica, de dios pequeño y rudimentario, caprichoso hasta el hartazgo, que ensucia y limpia continuamente el texto, poniendo y quitando aquí y allá, como si estuviese de fondo (escondida, alerta por si nos escoramos en demasía) la belleza o la inteligencia y temiese que las traicionásemos y alumbremos un texto mediocre o uno declaradamente baldío. Suele pasar que el texto no es el deseado, casi nunca lo es. Hay un secreto y el escritor lo divulga, pero no lo cuenta todo, se reserva una condición valiosa del secreto y solo muestra las evidencias con las que el lector lo desvelará. La literatura entera es un gran secreto. Uno quizá fragmentado en millones de piezas. 


Lo que anoche leí cuando me fui a la cama (unos cuentos de Saki, nuevamente leídos y disfrutados) me hizo pensar en ese secreto que uno, como lector profesional, voluptuoso y febril, va descubriendo. La vida es también literatura. A veces literatura de la buena y también alberga secretos y tiene criaturas que escriben (las que marcan los guiones, las que diseñan la trama) y criaturas que solo observan los acontecimientos, participando mínimamente, sintiéndose una parte aceptadamente secundaria. Hay quien vive como lector y quien se arroga el cometido de escritor, con más o menos fortuna. Yo no sé qué tipo de criatura soy. Sé, sin embargo, muy modestamente expresado, que escribo y que leo, que no me entiendo sin escribir ni leer. Parece una confesión vulgar, la que cualquiera puede expresar sin que asombre a quien escuche o haga que arrime una incertidumbre, una especie de zozobra, pero no se me ocurre una afirmación de algo mío de la que me sienta más orgulloso. Hay orgullo en esa propiedad, la de la escritura, la de la lectura, no podré ahora decir cuál antes. Hay días en que no leo nada y lo escribo todo. Pero escribir es leer lo que nadie ha escrito todavía, esos textos invisibles. No sé si este idilio con las palabras durará para  siempre. Supongo que me irán abandonando. Tampoco sé qué hay que dure para siempre.  

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