Me agrade rehacer cuentos que hice. Les sucede a los cuentos lo que a las personas. No son los mismos, cambian cada vez que se leen. Ya saben, todo eso de que el lector tampoco es el mismo y Heráclito y el río al que nadie baja dos veces. Cuando releo este cuento me obligo a ampliarlo o a rebajarlo, a que no sea el que escribí, aunque el original no se desgracie en el olvido.
“Una mujer pembote micciona erguida para emular a su hombre, al hijo, al abuelo. El orín caliente resbalado muslo abajo las protege de algunas enfermedades tropicales. Una mujer pembote que no miccione erguida para emular a sus varones termina atacada por una caterva asombrosa de males que minan su salud con furia incontenida. Se le descuelgan los pechos a temprana edad y la lozanía del rostro se muda en un caos de sombras y arrugas. Las mujeres pembote, al desposarse, juran que no traerán mujeres al mundo. Si caen en el error de alumbrarlas, juran que las educarán conforme las educaron a ellas y con arreglo a los designios de su dios, que es un árbol milenario que preside la montaña. El árbol divinizado no consiente que las féminas de la tribu miccionen, como sucede en otros poblados, en cuclillas. Las virtudes del orín caliente derramado muslo abajo hasta el mismo pie ha producido una rica literatura de transmisión oral (los pembote son ágrafos) que se recita en plenilunios para conciliar más gratamente el sueño en una suerte de nana tribal y ruidosa que también posee la facultad de espantar demonios, despertar en los adultos el apetito carnal y ahuyentar fieras de la jungla. El hecho incontrovertible de que ganan en número los hombres hace que las escasas mujeres pembote, ligeras en sus costumbres amatorias, sean adoradas en algunos poblados como si fuesen diosas y se las proteja para que se encinten cuando los astros así lo concedan. En materia religiosa, el pueblo pembote no consiente dioses permanentes y los intercambia según el ánimo con el que afrontan el nuevo día o el sueño que hayan tenido durante la noche.
Otro episodio de consecuencias literarias es aquél que fomenta la banalización absoluta del sexo. La mujer pembote propende a buscar hombre estable que la colme de hijos, pero vive en lícita mancebía lúbrica y fornica con impudor y hasta en público. Es pieza habitual ver un corrillo de muchachos que observa a una pareja entregada, en una sombra, a la vera de un cauce, al amor. Cuando la mujer pembote deja de ser fértil, se la destierra a la linde del poblado donde crece, asalvajado, el cuyampembote, la flor de los deseos. Masticada, hace que vuelva el menstruo para que todo sea como antes y el destierro concluya. El hombre pembote tiene el único deber de satisfacer sexualmente a la mujer pembote. Un collar estrambótico al cuello delata al hombre incompetente en lo que concierne al fornicio. Cuando el conquistador extremeño Ricardo de Guzmán devastó, hacia 1.540, la aldea pembote, unas cuantas mujeres lograron huir y fundaron, río arriba, un poblado. Los hombres, con el tiempo, fueron obligados a miccionar en cuclillas para emular a sus hembras y el árbol-dios fue cortado y quemadas una a una todas sus caprichosas cortezas. Una mujer pembote de rasgos extraordinariamente hermosos fue traída a España por un capitán de nao y convertida en su amante en Madrid. Con el tiempo, la mujer pembote montó un burdel y obligó a sus meretrices a miccionar erguidas. Dios no desatiende a ninguna de sus prodigiosas criaturas ”
(Tomado del diario del abad Nuño de Balboa, 1577)
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