No caer bien a alguien da una especie de bienestar moral. Se tiene la convicción muy privada de que algo nuestro no se acepta y podría ser manifiestamente mejorado, por si los demás ven lo que no está a mi alcance, y también otra, pública y difundible, de la que no importa alardear e incluso considerar irrenunciable, por si todos están equivocados y procede perseverar en esa apreciación ajena. Al cabo de los años, los cincuenta ya casi acabados en mi caso, he aprendido a manejarme bien en ambas. Me agrada esa ambivalencia, me hace pensar en mí, asunto que viene bien siempre. No pensamos en nosotros mismos con la hondura deseable, no nos entusiasma, escatimamos esa conversación íntima, se la aparta, no hay valor para indagar qué hay adentro, si ese sujeto en apariencia conocido lo es verdaderamente o si la imagen que damos es la deseada o si nos importa bien poco lo que quiera que se piense sobre uno.
El arte de vivir consigo mismo cancela el aburrimiento, dejó escrito Erasmo de Rotterdam. Casi cualquier cosa, menos caer en él, dejarse comer por su veneno ciego, no saber qué hacer, tener que pensar en uno mismo forzado por las circunstancias, no con la voluntad firme de quien desea hacer ese viaje interior a posta, por el placer puro y limpio de conocerse. Por eso viene bien (a veces) que alguien no nos soporte, no nos trague. Ese desafecto ajeno conviene en ocasiones: nos depura, nos hace actores de nuestra propia existencia, no figurantes, elenco pasivo, sin parte en el decurso de la trama. Nos permite escribir y leer, ser juez y parte. Luego está el lado generoso, el del amor o la amistad que podamos poseer de los otros. Intentar caer bien a todo el mundo tal vez acarree no caerse bien a uno mismo o no caer bien a nadie . Hay que amarse, apasionada e incansablemente. Uno se ama por mera cercanía, por el sencillo gozo de poder desamarse si conviene y disfrutar con l reencuentro. En ese trayecto se produce la vida, no en otro.
No creo haberme aburrido hace años o, puestos a ser más estrictos, no creo que me haya aburrido nunca. Siempre he tenido a mano con qué entretenerme o divertirme. No se tienen conciencia de esas cosas, se producen sin que uno pueda meter mano, gobernarlas, hacer que funcionen mejor o, llegado el caso, cancelarlas. Como la fe, como el amor, el arte de vivir, en palabras de Erasmo de Rotterdam o en las del vecino del primero, no tiene instrucciones fiables, con las que se cuenten a diario. Se cree o se ama o se vive sin que podamos decir que creer, amar o vivir es voluntad nuestra, una especie de plan previsto que cumplimos a rajatabla, como quien va al gimnasio, sigue una tabla y consigue, meses o años después, el cuerpo que anhela. En mí se produce a la par el hecho de pensar las cosas y de escribirlas, no sé si es algo bueno o no, pero lo he apreciado en muchas ocasiones. Es más, cuando no escribo las cosas, no las pienso con la misma claridad, hace falta que las registre para que pueda tener dominio sobre ellas.
Lo de aburrirse o no es una pieza secundaria, aunque no enteramente desdeñable. Cuando me he aburrido (admitamos que un principio de aburrimiento siempre puede cernirse a la manera de una nube con lluvia sobre un campo por el que paseas) he puesto en danza los recursos necesarios para que ese aburrimiento adelgace y acabe perdiéndose. Creo que lo he conseguido la inmensa mayoría de las veces. Puede que exagere, pero entra en lo normal que uno no tenga propiedad completa de lo que recuerda y, a veces, ni de lo que dice. Incluso el hecho de aburrirse, considerado con calma, sin dramatismos, no es malo en sí mismo. Puede que sea útil en algo o provoque algo que, sin su concurso, nunca hubiese acaecido. Al final, llevará razón el humanista y todo es cosa de que uno se conozca a sí mismo. Quizá no sea bueno conocerse del todo, saber de antemano por dónde iremos, qué haremos...Es posible que eso, a la larga, aburra, aburra mucho. ¿Se conocen ustedes? Yo ahí ando, perplejo y moderadamente feliz en mi incertidumbre.
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