13.11.24

La noche de arena / Trifón Abad

 



A las historias que se cuentan bien se parecen a la vida, que es una historia absoluta que codicia un narrador severo que no permita que las distracciones le aparten del cometido primoroso de contar. Hay historias que avanzan con esa naturalidad, que nos hacen reconciliarnos con la literatura. De ellas apreciamos que nos permitieran prescindir de la realidad que azarosamente nos rodeaba en el momento en que nos embebecíamos en su lectura. Después de haber leído mucho, aunque nunca se lee lo suficiente, uno desea a veces volver a esa época en que las novelas aplazaran nuestras penurias o cancelaran hasta la misma injerencia de la felicidad: toda ella, esa felicidad tan deseable, estaba en las páginas que engolosinadamente íbamos pasando, convertidos en improvisados (y también privilegiados) depositarios de un secreto, del cual no debía anticipar el propio ingenio nada, y esperar con paciencia y con asombro, con fascinación y con asombro, que el desenlace nos dejase huérfanos, como si algo precioso que se nos entregó fuese de pronto retirado. Es así como funciona el temblor mágico de la lectura. Da el lector más aprecio a lo que se le cuenta que al modo en que se le está contando. Cuando el fondo y la forma casan, en ese momento sublime, sucede el arte de la escritura. Hay matices en este insobornable posicionamiento de quien lee y tiene conciencia del influjo de la lectura. Se da ahora valor a la pirotecnica formal, a cierto sentido de la mecánica cuentística: se aplaude la construcción novedosa, todos esa artesanía metalingüística y, en casos muy puntuales, el juego que la inteligencia del autor propone a la inteligencia del lector, retándolo a suspender la credulidad o a aceptar que la inverosimilitud sea una herramienta de trabajo pertinente, de la que extraerá, si sabe manejarse por sus arcanos, un logro, una especie de epifanía. Dar con ese deslumbramiento no requiere de un adiestramiento: basta la pericia narrativa, la sencilla elocuencia de lo que se nos va diciendo, esa sensación maravillosa de que somos depositarios de un secreto, que hemos sido elegidos para que ese milagro no se desvanezca y podamos hacer que comparezca. 

¿Qué hace Trifón Abad en La noche de arena? La respuesta es sencilla: contar, escribir muy bien, construir un ecosistema lumpen, sin la mención marxista, sin su historicidad, pero amasado con los mimbres de lo auténtico y compuesto con rigor entusiasta, con pulcra devoción al cañón de lo desarraigado. El mapa de la novela es movedizo: hay tramas que van y vienen, todas se buscan y todas acaban encontrándose  Uno cree estar ahí: ese es el mérito mayor, uno de los muchos que La noche de arena trae. Y qué costoso debió ser armar ese mapa, darle tangible cuerpo, y qué feliz ocupación la de escuchar, la de descubrir y acabar sabiendo. Pareciera, leyendo esta novela, que escribir es sencillo. Ese es otro logro primordial: el de hacer fácil lo que no lo es, el de procurarnos un camino despejado dentro del laberinto, el de saber que se nos ha cogido de la mano y se nos está mostrando el gran espectáculo del mundo. Es turbio el de La noche de arena y lo cruza la desgracia. Para desplegar ese mapa de la desolación, Trifón Abad se arroga el papel de sensible cartógrafo. Inventa un personaje maravilloso, Robles, un padre que busca a su hija desaparecida, un detective en horas bajas (no piensen que Abad tira de tópicos, habiendo tantos en la rendición del género negro), un ser sin acabar de romper, perdido también, frágil, titánicamente impelido a descubrir las razones de la desaparición y poder encontrar a Berta (qué gran personaje) y encontrarse. Para acometer esa empresa, Abad se las apaña para que todo fluya con asombrosa naturalidad. Todo encaja, todo parece que no pudiera haber ocurrido de otra manera. Como si nada sobrara o faltase. Esa excelencia narrativa. Y la luminosidad del texto procede de la misma luz que barre lo real y conduce a que intimemos con él. Hasta el paisaje contribuye a que la construcción de la novela esté firmemente anclada en esa realidad a la que trata de dar alguna explicación.

 Este lector ya no podrá separar la huerta de Murcia de los barrios bajos de todas esas películas y novelas con las que el género negro se ha hecho imprescindible para contarnos este tiempo en el que vivimos. No me imagino mejor herramienta para descerrajar la intemperie de la oscuridad que la propia oscuridad. El detective atormentado avanza a ciegas, se vale de su instinto, se precave en lo que puede; más que la venganza, desea el conocimiento, cierta liberación, la posibilidad de que su cabeza se apacigüe y pueda cerrar los recuerdos: abiertos, duelen, hacen que todo gire alrededor de Berta, la hija desaparecida. Apabulla la pericia narrativa de Trifón Abad: hace que todo ensamble prodigiosamente, logra ese raro prodigio que consiste en hacer creer a quien lee que la historia que se le cuenta está siendo confiada a él únicamente. Como si todo consistiera en una especie de confesión. Hay lecturas que tienen la misma textura que los cuentos, aunque por fortuna alarguen su desarrollo y registren varias tramas que acaban ensambladas, primorosa y deleitosamente cosidas, produciendo la sensación de que la literatura debe ser también esto: hambre de historias, deseo absoluto de que llegue el momento en que puedas abrir de nuevo un libro, volver a perderte y encontrarse más tarde en ese laberinto de pronto abrazado.  En ese marasmo, en esas badlands murcianas (jamás pensé que alguna vez escribiría esas dos palabras juntas, pero he aquí) Robles, Wolfe (qué peso el del animal, qué ternura), Berta, Frías, Charo, Céline, el Chamorro, el Champi, el Dani, el Piblas, el Dani, el Limas, el Pulga, Charlie, Susana, Jonás, la mafia ucraniana transitan como fantasmas, sin saber qué habrá más adelante, qué mañana. Pesan los escenarios, duros, en esa orfandad de lo que no tiene luz: las raves ilegales, los desguaces, los clubs de alterne, los descampados, los chonis... y la arena ocupando el aire de la noche. Si el amable lector desea leer una buena novela negra (murciana, por más señas) abra esta, concédase la bondad de las cosas bien hechas. 




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