Sólo existe el Mesolítico. Ni Bahía de Cochinos ni Batalla de las Ardenas. No hay alambique ni júbilo de mujeres de Cartago. Sólo la niebla que lastima el aire y ese rumor como de bosque ciego con el que la luz intima sin propósito con el agua. De entonces surge el fulgor, esa elocuencia sublime que prospera en la tierra como un salmo en la memoria de los hombres. Dios escribe en un pétalo. Ni catedrales góticas ni camisetas con la cara del Che. Ni ácido lisérgico ni arias de Verdi. Era el bautismo de una ninfa. Era el sueño de Caín antes de desnucar a Abel. Los asteroides colisionan en el firmamento. La luz es una sílaba átona. Hay cráteres del tamaño de la península de Crimea. La vida unicelular no da para epopeyas. Es todo penumbra y clausura, arena en la boca del que tiene sed. Fango que respira, trémulo flujo de fuego. Gilgamesh espera, Euclides no pasea las populosas calles de Alejandría. Tom Sheridan bebe en un cuartucho de Salt Lake City con los hijos de todos los muertos de las guerras púnicas. Un poeta reclama fatigosamente un alejandrino, una princesa con un doctorado en literaturas germánicas medievales. Todo es de piedra vasta, todo es lujuria ensimismada. El silicato de aluminio es el rey de los compuestos minerales. Hay sindicatos en Polonia que erigen iglesias en la periferia de las ciudades para que los ancianos reciten todas las oraciones de los misales muertos. A Chet Baker le partieron la boca en Amsterdam. Tocará con un músico húngaro esta noche en un garito que huele a tristeza. Dicen que es bueno, tiene todos los dientes sanos. Una boca dura. Un futuro prometedor. El bebop es un insecto con las alas rotas. Un elefante que festeja la generosidad del aire. Dios me habla en bebop, me habla en cuartetos, me habla en sonetos, me habla en privada métrica. A veces susurra; a veces no está. Poseo la sensiblidad pertinente para apreciar esos susurros divinos. Los percibo con absoluta nitidez incluso aunque preste poca atención. Hay días en los que estoy verdaderamente atento, días de receso, días en los que poco me conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas adversidades, noto que Dios está a mi vera, tutelando mi ingreso en el sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos. El cosmos es un libro. El cosmos es el libro de Dios y todos somos lectores y todos escribimos en ese libro absoluto. La literatura del cosmos es la palabra de Dios, la palabra de Dios es la literatura del cosmos. Anoche, sin ir más lejos, vi a Dios en una loncha de jamón de york que mi hija estaba colocando sobre la rebanada de pan de molde. Era un Dios sin mayúscula, un dios caprichoso, rudimentario, de escaso apresto filosófico. Dios contra la soledad o contra la desesperanza. Un dios sin Kant ni conferencia episcopal. Un dios izado a capricho después de pensarlo durante años, de conformarlo a beneficio propio. Un Dios cercano, de verdad. Pensado con arrobo sintáctico y luego desmenuzado. Dios hecho grumo de palabra. Sentí una presión el pecho y una punzada en el costado. Es el dios de las pequeñas y de las grandes ocasiones, el del sol en la almohada nada más clarear el día. El dios del bourbon con tres cubitos de hielo y el dios del solo que Miles Davis usa para abrir So what. Un dios o un Dios. Se mueve uno con comodidad entre las grandes palabras. Me sería imposible numerar los dioses a los que venero. Hay noches que me zambullo en Coltrane y pierdo la entera noción de las cosas. Creo en Dios y en Coltrane porque creo en la armonía secreta del cosmos. Coltrane es un prodigio divino. Un creer contra un crear. Un mirar arriba, ensimismado, contra un mirar abajo, perplejo. La incertidumbre absoluta. El fuego divino ardiendo alma adentro. La ceremonia universal de la genuflexión ante lo que uno no conoce y ante lo que se hace pequeño. En realidad, oh amigos míos, oh compañeros de travesía, uno cree en Dios o en dios o en d-i-o-s a medida que empequeñece. Que yo pese ciento seis kilos y mida metro ochenta y tantos no importa. Lo que verdaderamente importa es la sensación de fragilidad o de irrelevancia. De punto en el universo. Ni eso. Somos Coltrane soplando en un club, somos el hombre de pronto convertido en un obrero del más allá, en un operario diminuto que labra su porvenir a sabiendas de que le rezarán unos cuantos de los suyos muy a pesar de advertirles de que no le recen. Lo malo de morirse uno es que luego no puede comprobar si se cumplen o no los puntos del testamento. Se muere uno y se encuentra con Coltrane en un vórtice especular de masa deconstruída. O se encuentra con Coltrane en un fragmento de realidad invertida en un universo paralelo. No tengo ninguna duda de la existencia de universos paralelos. En un universo paralelo no se cree en Dios ni en el diablo ni en el hombre Coltrane soplando en un garito de Chicago My favourite things. No se cree en la iglesia ni en la salvación de las almas. Se cree en una cimitarra de hierro. Hay universos alternativos en los que el ser humano es más humano que en éste. No existen primas de riesgo ni strippers ni niños pijos saqueando el fondo de inversión del padre mientras se derrumba Occidente. Es que no existe occidente. El dios en el que creo es un experiencia sensible intransferible. Así debería ser el dios en el que crean todos los que creen únicamente en uno. Escribir es un anomalía. Si uno callara lo que piensa acerca del dios en el que cree no habría guerras ni se levantarían templos para contar a los demás que se comparten creencias y que todos han sido diseminados con la misma pura semilla. La semilla no me alcanzó. La vi cerca, la observé con cuidado, la miré con la idea de que podría decirme algo que me enriqueciera, pero pasó de largo y no hice absolutamente nada por pillarla. Adiós, semilla. Hola, Wilder. Hola, Coltrane. Can you see me crawling? El caso es tener a alguien a mano cuando llegan esos momentos de flaqueza y uno precisa un sostén. A mí me gustaría perderme en el de Roberta Pedon, una hippie de California que triunfó en el posado retro sin caer en el porno duro. Hola, Roberta. Dios me habla en haikus. Sílabas con metafísica. Un dios contenido, un dios filatélico. Símbolos embutidos en un traje muy precario. El dios en el que creo es el Dios de las catedrales. Hay miles. Veo una ahora. Creo con el mismo énfasis con el que los demás lo hacen. Igual hasta por las mismas circunstancias. De pequeño rezaba a Dios cuando intentaba conciliar el sueño. Probaba frases. Hacía (en esa intimidad en la que uno piensa casi en voz alta y hace un balance de cómo ha ido el día o de cómo va la vida) de escritor en ciernes. Todos los niños son, en el fondo, teólogos amateurs. Dicen cosas que luego, en la edad adulta, les produciría rubor. Ay, si fuese sólo rubor. El niño es un ser puro al que la pureza le llama con insistencia. Por eso el preceptor religioso le inculca el catecismo fundacional. La idea de un Dios y la idea de un coro arcangélico de devotos que están en el cielo, a salvo de las inclemencias del dow-jones y de la cirrosis hepática. Yo me quiero morir sin más, mire usted, grazna algún personaje. No sé si creer en Dios puede ser un contradiós. Es la excusa para perfecta para tanta barbarie que dan ganas de creer un poquito y hacer el ganso con coartada. Sobre dios (o sobre Dios o sobre d-i-o-s) se han escrito más páginas que casi sobre ningún otro personaje histórico. Yo vi a Dios en la comisura de los labios de mi abuela muerta. Yo vi a Dios en los campos de fresas en una mañana de mil novecientos ochenta. Yo vi a Dios con absoluto colmo. La línea más pequeña y la más irrelevante habla de Dios aunque su autor, el más estulto entre los autores, el más zopenco y el de menos talento, no lo sepa. Dios está en la barra de los bares, en la cubierta del Potémkin, en la barba de Walt Whitman. La literatura del cosmos. Esa gran literatura del cosmos. Está en las tripas de la máquina, en el corazón de la bestia, en el circuito más inteligente de mi teléfono inteligente. Dios en banda ancha, Dios en un fino hilo de cobre que recorre la salita en la que escribo. La acabamos de pintar. Está reluciente. Huele todavía a limpio, a desinfectante, a amoniaco y a lejía. Dios está en la lejía y en los átomos de la leche. Dios en el Jack Daniel's y Dios en el solo de Chet Baker en Amsterdam poco antes de que le partieran la boca unos traficantes. Dios es un no-argumento. Es un atentado contra todas las potencias cartesianas. Se cree sin cortarlo. Al contarlo, al formularlo, se desvanece el efecto y todo es un compromiso intelectual, un querer porque haber visto a tantos haber creído. Siempre pensé en los constructores de catedrales. Entré en la catedral de Lugo en 2011 y me sentí empequeñecido. La catedral me hizo pensar en Dios como nunca antes había pensado. Estuve días pensando en lo que había sentido.Hay quien, con menos, se hace feligrés. Quizá salí antes de que la perturbación me aniquilase del todo. Con eso contaba los constructores. Con el efecto empequeñecedor. Con la certeza de que el que entraba en ese templo perdía, por el hecho de entrar, poder sobre sí mismo. Era un acto bélico, una batalla ganada nada más poner el pie en la piedra y contemplar la construcción. Soy un fan de las catedrales del mundo: las visitaría todas. He visto muchas, quiero ver más, soy el que entra en ellas y sale herido, vulnerado. Iría de una en una, tomando notas, haciendo fotos, escribiendo en las pinceladas iniciales. Descubriendo el aire en el aire. Perdido en la secreta armonía del cosmos. Buscando a Dios en la palma de mi mano. Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia. La gracia llena de fulgor el pecho. Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo. Cada bocanada de silencio aviva más silencio. Se me abre cartesianamente el alma. La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas. El alma visible. El peso del mundo es amor. La luz es un vértigo. El vértigo es luz que piensa en sí misma. Dios me asiste y me conforta. Son cosas felizmente duras a las que aplicamos el esmero del que no siempre se dispone para las más blandas. En esa diatriba el día. Darse sin interrupción o menguar las ganas. Precaverse ante lo adverso o no sentirse aludido. Amarrarse o flotar. Una tibia ocupación la de fijar un vértice y afinar el paso. Se deshace el camino si se anda: su mapa de pasos antiguos lo emborronan, su vocación de fuga lo entenebrece. Sólo luz en tregua. La certeza diminuta de haber comenzado algo.
14.11.24
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