2.11.24

Lorquiana



El rey de Harlem camina entre cocodrilos sin ojos.

El agua harapienta que burla la turbiedad de los números

danza por las escolleras del sueño.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez 

no saben que el aire muge 

con la rueda de la sangre. 

No me preguntéis nada. 

Hay que soñar un toro de agujeros 

y con una herida en la mano 

en la que beben los ángeles. 

Los caballos con su luna de mirlo 

detenida en la crin. 

Ahí el vals con la boca cerrada, 

el te quiero con una costra de cardo seco. 

Ahí los judíos por el East River vendiendo fauna, 

comprando caricias sin desmayo, 

suspirando el foxtrot de las primeras novias. 

Al cristito de barro no le han terminado de cortar todavía todos los dedos. 

La luna con sus abanicos. 

Los maricas del Bronx con sus libros de amor. 

Sangre de pato en la última homilía de los condenados. 

Tengo miedo debajo de todas las palabras del mundo. 

Se quedaron solos. 

Oían el temblor de los pájaros en un sueño. 

Era un silbo con ademanes de cortesana 

el que ponía blondas de luz a la sombra. 

Gime el hombre, se duele de todos los pecados del fuego. 

Un día seremos jinetes para que nos reciban en el templo. 

La luna tiene el eco de la nieve en Manhattan. 

El rubor de los primeros besos lleva una tristeza parecida a un pozo. 

Yo sé a qué vinieron las madres con el delantal azul de las noches frías. 

Tenían la verdad, tenían un susurro 

con el que abrían todos los corazones muertos. 

La vaca demacrada y sola pace 

en el aire musgo de una catedral quemada. 

El cielo es una máquina con la que todos los enfermos del mundo 

encuentran sosiego antes de que se mueran 

en el negro torpe de la aurora de un cementerio judío. 

Antes de que los ojos fueran una fiebre sin cerrar, 

yo era un muchacho al que acariciaban los pastores. 

Mi corazón boga con sucia vocación de barro. 

Cuando el hermoso Walt Whitman regrese de entre los muertos, 

yo seré un efebo con la piel encendida y la boca abierta 

como un adjetivo en la sangre. 

Te quiero, te quiero, te quiero. 

En el río que cruza la ciudad 

hay fermento de obispo y herrumbre y prez

y nadie sabe dónde desemboca el asco. 

Llevo siete hormigas en el bolsillo. Están sedientas. 

Yo les doy consuelo con el aguijón de las gárgolas puras. 

Yo, que fui un niño con el laurel de los grandes poetas griegos. 

Yo lamiendo el envés de los hierros esdrújulos 

cuando Nueva York era una jaula rota. 

Biblias de azúcar. Luces de naftalina. 

La mujer que amamanta a las cebras en Wall Street 

tiene la voz de una piedra que gira. 

Todo el mundo en Battery Place 

sabe que estoy desnudo. 

Yo con espuma de nube que finge. 

Yo cuando flotaba dios en el pulmón de las primeras madres. 

Yo en la ebriedad más dulce, 

en el vals de las ninfas, 

en el llanto de las hormigas. 

"Equivocar el camino / es llegar a la nieve". 

El blanco planea por los rascacielos, pero nadie lo mira. 

El blanco susurra por los rascacielos 

su ecuación de fuego sin barroco. 

Todos los perros se dejan llevar por las canciones de los borrachos. 

Caen al Hudson. 

Bailan hacia el mar un salmo de cuchillos negros 

para que el sol rompa la tibia compostura de los tejados. 

Un limón duro. 

Un cansancio sordomudo. 

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