Vaciaron la casa. Dejaron las baldas, se llevaron los libros. Abrieron los armarios, desocuparon las perchas. Todos los cajones estaban a medio abrir y no había nada dentro. Vieron el frigorífico y lo despojaron de su dignidad, sólo quedó un olor a rancio y unos tuppers muertos. Entraron al patio y descolgaron de un muro tres macetas que todavía contaban la danza de la luz y del tiempo. Fue un acto de amor lo que hicieron. No debía quedar nada que indicase cómo eran los moradores. Lograron que la casa dejara de ser una casa. Era cualquier otra cosa, pero no una casa. Luego estaba el silencio. Parecía colocado adrede. Como si lo hubiesen traído de afuera y dejado allí para que colaborase al expolio. Pesaba como un fardo al que se le hubiera encomendado guardar todas las palabras. Una casa es un eco infinito de palabras que se fueron diciendo y que permanecieron en el corazón invisible del aire. Quisieron llevarse el silencio, conversaron sobre cómo sacarlo de la casa. También el frío, que era un metal con su ponzoña y su herida. Alguien se lamentó de la impericia. Otro sostuvo que el silencio es imposible de gobernar y que campa a su antojadizo capricho. Lo mismo que el frío, lo mismo que el miedo. Hay casas que viven en ese limbo sin sustancia, en ese temblor secreto. Las ves desde la acera o desde un coche. Las persianas están echadas o están rotas. Piensas que nunca fueron habitadas. Dan esa sensación de orfandad. Te parece inverosímil que antes contuvieran risas, llantos, afectos, actos de amor y de odio, pequeñas o grandes evidencias de que la vida pasó por allí y se animó a quedarse.
Están proliferando las casas vacías, las casas tomadas por la nada, descompuestas, desoladas, ciegas y grises. Las hay en número que rivaliza con el de las ocupadas. Incluso cabe la posibilidad de que muchas de las que contienen inquilinos estén vacías por dentro y el silencio las impregne de su oquedad absoluta y el frío y el miedo se hayan envalentonado y ocupado la superficie de los muebles. Toda esa abundancia obscena de bloques a medio construir o de pisos no estrenados hace pensar en el desvarío de quienes las levantan, en su vanidad, en esa especie de Babel horizontal que emite una luz blasfema, un lamento tenebroso. Una vez que hemos prestado atención a una casa deshabitada todas acaban haciendo comparecer su voluntad de que se las desaloje. Como si un mandato ajeno las conminara a que nada las importune ni distraiga de algún cometido arcano también del que no sabemos nada. Duelen esos bloques afantasmados, todas esas casas muertas, las que no llegaron a ser hogar siquiera, las que languidecen en la sombra, en las afueras, en la vigilia del abandono. Las otras, las habitadas y dejadas, pronto se enmohecen, se cuartean, ofrecen la impresión de que algo extraordinariamente perverso las ocupa. Una casa deshabitada es como un libro que no se ha abierto nunca o como un corazón que no ha amado nunca o como una palabra que nunca se ha dicho. Hay una inminencia trágica, una terrible presencia que se esfuerza por contarnos su dolencia íntima, su absoluta flaqueza, su deseo de que la poseamos y nos volquemos en ella fieramente al modo en que el amante se vacía en su amada y la colma.
Las casas, como los cuerpos, adquieren vicios; malos, en muchos casos. Los propietarios las colman en atenciones durante una época, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto son ellos los que decaen o algo les aflige, hacen que esas casas decaigan también, se aflijan. Es entonces cuando más inadvertidamente las desatienden, cuando dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en las más historiadas y colmadas de lujo o en las severamente humildes, en las bendecidas por la felicidad de haberlas disfrutado y sentido parte suya, penetra con idéntica voracidad el tiempo, hace cruento acto de presencia el caos, la fiebre del olvido. Siempre pensé que las casas son organismos vivos y actúan al modo en que todo lo vivo. Sufren a su privada manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas (magia, alquimia, milagro) y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en su adentros, un corazón poderoso.
Las ciudades son cada vez más de la niebla. El hombre es cada vez más niebla. Las casas son cada vez más absurdas. Hay extensiones enormes de bloques vacíos, expuestos al desorden y a la soledad. No hay nadie que los observe. Nadie se fija en ellos. Cuanto más grandes son, menos atención se les da. No sabemos si tuvieron inquilinos o nadie los habitó. Si alguien pensó en cómo amueblarlos e imprimirles vida, en hacer que fuesen una extensión de su mano o una proyección amorosa de sus ojos. Todos ocupan ahora un lugar infame en la historia del progreso. No hubo dinero con el que acabarlos o la sinrazón o las corrupciones (vaya usted a saber) se desentendió de ellos y no les dio carta de habitabilidad, luz, agua. También el cuerpo es una casa a la que se despoja de su intimidad más noble. No damos con el modo de que no acabe lastimado. Ni siquiera tenemos apetencia de dar con él.
Las casas son palimpsestos: hay restos de lo transcrito antes, se puede descubrir la huella de esas familias que las habitaron, lo que no se pudo salvar o lo que permaneció más o menos a la vista u oculto, en la espera de que alguien lo reconociera, vislumbrara el secreto que pacientemente tutelaba y regresara el esplendor perdido. Repararlas y conservarlas es lo bastante costoso como para no acometer arreglo alguno, ni para imaginar que alguien las habite y vuelvan a tener el brillo de antaño. De ahí que sigan desvencijadas, informando de un pasado de gloria, a la espera de que se abran de nuevo las ventanas, se cuelguen cortinas, se escuche el rumor de la vida yendo y viniendo por sus plantas. Probablemente no suceda, no se echarán abajo ni tampoco se reconstruirán. Quedará como la vemos, expondrá su decadencia maravillosa, soportará cien años más e inspirará más lástima aún. Serán como cadáveres sin acabar de pudrirse, despojos con un destello tibio de grandeza. Las casas vacías, unas más que otras, inspiran lástima, provocan en quienes las visitan la sensación de que poseen vida, un resto de ella. Se las mira como a animales moribundos. Cuanto más las perjudicó el abandono, paradójicamente más vida cobran, más lástima producen. Son el testimonio de nuestro decaimiento.
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