25.6.24

Las actas de las bodas de la lujuria

 

Vi un ángel en un desquicio de las sombras. Era de facciones blandas y la ternura que desprendía taladraba los ojos de los árboles. Le hablé con la sangre de los héroes. Fueron los días de la clarividencia. Él se pronunciaba con el titubeo de los ajusticiados. En el libro de las revelaciones se lee que fue un heraldo de la luz. Los poetas saben qué hay en la tristeza de los derrotados. Es un olor tan solo, una especie de puesta de largo del aire, un descuido del olvido. Tengo todos los cromos del Atleli. Temporada 78-79. Reina, Arteche, Capón, Ayala. El cielo es un verso suelto de todas esas canciones de la memoria. Ellos me susurran la verdad de la transubstanciación. Ahora lo veo todo claro. Es hora de proclamar la venida de nuestro salvador. Él nos anunciará el evangelio de las grandes palabras. Entraremos en el templo de los poetas olvidados. Yo quiero Dixieland en mi epitafio. Grandes masas orquestales que floten sobre el Moldava. En los textos sagrados hay una herrumbre que se desdice cuando la tocas. Es de mucho quebranto ese flujo de niebla, te cala la niebla, hace casa en los huesos la niebla, se come la levadura de la sangre la niebla. Yo quiero que mi espíritu viaje en una sonda china a la cara oculta de la luna con la euforia de los primeros navegantes y pronunciar en el negro silencio de las estrellas los verbos irregulares de la soledad más dulce. Yo no soy un polizón en el Mayflower. No quiero crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida ni tengo cien hijos en las manos. Desde mis manos no salen pájaros de oro. Yo con mi barba que olía a barro y a magnolias. Yo en los salmos del futuro. Yo Walt Whitman en la oficina de asuntos indios escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula nunca más. No seré el padre de todos los poetas de América ni nadaré desnudo en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Qué lejos quedan los altos palacios de las nubes sin mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre no se recita en las catedrales. No podréis verme en la guerra primera del mundo. Soy el héroe, soy el traidor, soy el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas,  infinitas hormigas con hambre infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones de Cristo. Él entiende mi idioma de querubines y piedras. Él es el trémulo gotear de lo numinoso. En Praga hay sótanos donde un niño recita el candor de la luz al reconocer la sombra. Me sobresalta esta mañana de veinticinco de junio de dos mil veinticuatro la barba en el espejo, la barba blanca, toda esa barba blanca que me hace pensar en todos los viejos capitanes de barco de la novela clásica de aventuras, en Whitman en la biblioteca de la lujuria, en el dolor cuando irrumpe y tienes los ojos ocupados en dar con Dios en el racimo de uvas que sostienes.

24.6.24

El vértigo de la sangre



Son de costumbres sencillas. Compran fruta en los mercados, saludan con agrado a los vecinos, pasean en familia. Algunos contrajeron la inquietud de la fe; otros, conmovidos, los de la veneración de la belleza. Los más reacios a consentir esas rutinas de la convivencia apenas salen. Ocupan el tiempo en  distracciones nostálgicas. Se aprecia esa perturbación de los sentidos porque parpadean ridículamente y emiten unos gruñiditos a los que no se les pueda adjudicar un significado. A algunos les vamos tomando cariño. Su recelo es indistinguible del nuestro. Que se sepa, todavía no ha habido una alianza de civilizaciones. Ninguno de ellos ha cortejado a ninguno de los nuestros. Por mucho tiempo que lleven aquí, no se dio ese arrimo de amor por nuestra parte. No porque algo suyo nos haga retraer el empeño, puesto que no diferimos en aspecto ni en idioma y hasta reímos y lloramos por los mismos alegres o tristes motivos. Yo mismo me he sentido particularmente inclinado a intimar con alguno, pero algo indescifrable censuró esa intención pura de la que no me he zafado aún. Ayer me sorprendí parpadeando ridículamente, emitiendo unos gruñiditos a los que no supe asignar un significado. A veces tengo nostalgia de algo que no comprendo. Otras, con perpleja anuencia, miro el alto cielo como si comprendiera y albergo la esperanza de que no esté solo. 


23.6.24

el trasegar de una hormiga es un ejercicio moral

 



alegre y tozuda en su desparpajo, 

sin otro propósito que cubrir la distancia 

entre una cáscara de pipa y otra cáscara de pipa,

la hormiga festeja el camino, huele la semilla, 

la saborea sin que nadie lo aprecie,

 la piensa con esmero en su boca,

se entretiene en la festiva inminencia del sabor y canta,

festeja la providencia de la tierra,

la hormiga tiene una voz delicada, 

algunas la tienen bronca 

y poco dócil a las melodías, 

pero sirven de coro griego 

en los banquetes de la comunidad, 

luego está la hormiga disoluta, la hormiga 

crápula, 

un poco cabra loca, sin tiento ni reposo, 

la hormiga que en los manuales del ramo 

es señalada como la díscola, de fácil descontento, 

emperrada en soliviantar a las otras, 

insensible a las etéreas danzas de sus iguales, 

esa hormiga merece consideración aparte, 

se la suele reconocer por su mirar adusto, 

es hormiga de escaso o nulo temor divino, 

la metafísica es materia de singular disciplina 

entre el gremio de las hormigas, 

las hay devotas y las hay blasfemas, 

el reino de los cielos está lleno de cáscaras  de pipas, 

dios tiene a bien dar cobijo 

a todas sus extraordinarias criaturas, 

se complace en escuchar con celestial arrobo 

la música diminuta de estas conmovedoras 

piezas de su mecano infinito

22.6.24

Elogio del milagro de la vida


Se aspira a que la muerte nos sorprenda viejos, sin otra voluntad que ese ir dejándose, ocupado en recordar a qué nos entregamos, con qué secreto esmero amamos u odiamos, hacia qué lugar dirigimos los pasos del día y cómo conciliamos el sueño por las noches. Alegres por haber realizado el trayecto, conscientes de que no hay manera de que se pueda echar la vista atrás y escribirlo todo de otro modo. Como el novelista que, al concluir su obra, no la relee, no la pasa hoja a hoja, por si cae en la cuenta de un roto en la tela o de muchos y se contenta con la evidencia de su acabado, con la felicidad de que puso el alma en todas las palabras que la visten. Como el poeta que da con la metáfora y la pule con oficio hasta que de pronto advierte que no es posible avanzar más, darle una hondura mayor, hacer que brille con más entera eficacia. Como quien vive festejando a diario la vida, no dejando que nada rebaje su condición de milagro. 

20.6.24

H.H. se piensa árbol

 



H.H. se sienta en una mala silla de camping al borde de una piscina de un motel discretísimo de una de esas carreteras secundarias que atraviesan el país. Su cabeza es un alambique que destila fiebre y mugre, pero la mañana es de un fulgor que arrebaña y hay oro suspendido en el aire como polen. Es el vértigo recién libado el que hace que sonría. Ha mordido la fruta prohibida, ha bebido el licor de la dicha con los labios de un príncipe. De su aventura equinoccial ya solo queda el Chevrolet. Ella duerme en la habitación. La ha tapado con las sábanas para que no coja frío. Se está echando encima el otoño. Los árboles del jardín empiezan a descuidar su entereza. Él se piensa árbol. Advierte que esa quietud majestuosa agrada a su cansancio. No tiene el vigor de antaño, pero cree poder acometer alguna escaramuza. La de su nínfula empieza a ocasionarle más quebraderos de cabeza que otra cosa, pero no sabe cómo vivir sin que ella lo consuele del estrago de la edad, no ha encontrado con qué reemplazar su esplendor, que es un poco el suyo, ahora que empieza a declinar toda convicción sobre la conveniencia de sus actos. Ser únicamente árbol, uno cualquiera, no se precisa ninguno con alguna singularidad que haga que se le preste una atención mayor, ninguno que rivalice con los demás. Dejar que el paisaje amenice su estancia en la tierra. Sentir la comezón de la tierra. Admirar la sencilla elocuencia del aire. No tener que buscarla cuando ella decide irse. Quizá ya lo haya hecho. 

19.6.24

Chomsky todavía

 Ayer, al saber que Noam Chomsky había muerto, sentí una punzada de tristeza. Recordé los años mozos (y bien mozos que eran) en los que la figura del lingüista (aunque también filósofo, intelectual politólogo, activista y hasta icono pop) era asunto de chácharas tabernarias con los pocos amigos inclinados a entretener las noches de farra con las honduras de su genio. De verdad que me apené. Era una especie de cierre de una etapa que, estando él vivo, parecía no haberse clausurado, de modo que mi fantasía entendía que en algún lugar (ahora me entero inverosímilmente que Brasil) su cabeza continuaría maquinando gramáticas, urdiendo patrones para entender el modo en que hablamos. Cuando su muerte fue desmentida a poco de pregonarla, el alivio no me consoló como creía, aunque aplaudiera por muchos motivos el ruido del bulo. Que esté vivo hará que todavía estemos en una mesa apartada, contentos de cerveza, dirimiendo el origen del lenguaje y hasta la naturaleza misma del hombre, pero comprendí que ninguno de esos amigos extraordinarios (y diré que excéntricos y locuaces) estén lejos, nos veamos poco o ni nos veamos siquiera. Recordé también a mi buen profesor universitario Luis Sánchez Corral. Estábamos los dos en la barra de El Platanín; él en algún tramo horario libre y yo haciendo novillos. Lee a Chomsky, me decía apurando la taza de café. Ayer estuvieron ellos conmigo. Mis amigos, Luis, Noam. Solo el pobre y añorado Luis dejó este mundo. Hoy estaría encantado con todo este marasmo de las redes. 

La casa

 Cada cosa aspira a merecer su sitio. El árbol. La luz. El reloj de la mesita de noche. Las palabras de la tribu contadas por el poeta. Mi paso por el mundo. Imperturbablemente anhelan que nada importune su estancia, pero son las palabras con las que los nombramos las que fijan ese secreto afán por perseverar, por dar con algo parecido a una casa.

18.6.24

Elogio del ir


 Ir, lo importante es ir. No son asuntos a considerar las alternativas de las que se disponga para alcanzar la meta. De hecho, en ocasiones no importa la meta, la conclusión, la seguridad de que se ha realizado el trayecto y se está en donde se pretendía. Lo que perdemos por esa reducción argumental es el camino. Lo han dicho los poetas. Se me ocurre Machado (caminante, no hay camino, ya saben...) y Cavafis (pide que el camino sea largo...) No se disfruta el final, no hay disfrute absoluto al concluir si antes no se ha tenido la precaución de imaginar que no hay final que llene completamente. Perdemos esa voluntad siempre, la de apreciar la travesía. La educación que hemos recibido prioriza el resultado, no las operaciones que obran su existencia. Deberíamos cambiar el plan: hacer que el final no entusiasme tanto, desmontar el romanticismo del desenlace, hacer que cada pequeño fragmento de la historia que contamos valga como la historia completa. No sé si esa literatura triunfará. El cuento tiene que acabar. Se tiene que ejecutar la venganza, se deben cerrar las heridas, se precisa el sacrificio para que el amor triunfe, todo en ese plan académico, puro, limpio. Los sueños son la verdadera literatura. Lo importante es soñar. No lo que los sueños cuentan. Bien pensado, no cuenta nada. Sólo esbozan, tan sólo preguntan. No hay respuestas. Está el mundo tan mal porque todo gira alrededor de las respuestas. No nos hace falta saber el porqué del hipopótamo tirando del carruaje.

Del tiempo


Tiene lo en apariencia irrelevante su mecánica apreciable. El azar con su estro tornadizo. Toda esta mansa vigilia del tiempo. El arco riguroso. La flecha presta. La ponzoña previsible. La fuga inevitable. 




17.6.24

Los dones de la luz


Contemplar el advenimiento del verano 

en las copas de los árboles.

Dejarse mecer por la umbría 

destreza de las claras ramas. 

Ahí, en su altivez sin desmayo,

en esa eucaristía de la luz,

ensimismarme, desfallecer.

Oír la claridad con su dulce verbo.

Como quien abre un corazón 

para encontrar un salmo. 

Como el agua al zafarse del cauce

y adquirir la sustancia del vuelo. 

Es todo tan dulce en la fronda 

donde los pájaros trenzan 

su catedral de puro gozo

que es un clamor el aire. 

En el sueño, en su abrazo adolescente, 

unos caballos gimen al ver 

el yunque del aire, la soledad de las nubes. 

No la perseverancia de la nieve, 

ni el roto decir de los poetas. 

Solo un fulgor que les abra los ojos. 

El aire festejando la vigilia del aire 

La virtud es el fuego 

precipitándose en el agua. 

Hacia la majestad del día 

un heraldo de sombras comparece. 

Es el insomnio, es la ebria 

revelación de un milagro 

que ocupa la mirada y la hace gemir 

como caballos en un tumulto de sombras 

cuando el día se desvanece. 

Los árboles desobedecen al rigor del aire.

Anhelan la locuacidad del agua. 

Abrevan en la rumorosa piel de la tierra. 



15.6.24

Esto es mi pie, esto es el tuyo, esto la soga

 


Gustav Meyrin escribió Der Golem, un librito expresionista, una manera de contar el complejo de Dios. El totémico Golem es la sustancia primeriza de la tierra, el grumo, el barro, el anhelo de lo porvenir.  Si en el Crátilo el nombre es arquetipo de la cosa, la rosa está en la palabra rosa. Todo el Nilo en el ancho Nilo. Es de Borges la sentencia, la traigo sin consultar, confiado a la perseverancia de la memoria. Ahí habla de la vida, habla de su anverso, el mito del regresado, la leyenda del recompuesto. Todos los pájaros de Praga hacen sus defecaciones matutinas en la cabeza de su criatura. Cuando visité la hermosa ciudad en que fue impuesto al mundo, pensé en la tiniebla de la soledad de Dios. No son cosas que se piensen adrede, acuden a su antojadizo capricho. Creo recordar beber cerveza sin que hubiera un mañana con la cara del Golem mirándome, considerando qué podría esperarse de un turista tan rutinario. No lo seré, no querré serlo, pero hay asuntos de los que uno no se zafa, a los que se inclina con devoción, será mejor apartar ahora ese hilo de la historia. Queda Borges, queda Meyrin, queda mi Praga, esa maravilla de la que me prendé y a la que volveré, de la que dije que ojalá hubiese sido mi patria. No sé si la tengo, quién sabría eso.  Qué sabremos de lo que Dios sintió al mirar a su rabino en Praga. No sabemos nada. 

14.6.24

Visión de una nínfula

 


Uno escribe especulativamente, no se impone el mapa de una trama, sino que avanza en ella como el hipotético lector a la que se destina. Tiene su misma ignorancia, confía en el mismo arrullo de inspiración. Los dos han sido convocados por la misma invisible autoridad. Se cree que leer es una actividad de más sencillo desempeño que escribir, pero ambas concitan un halo común. El escritor cree dar con un hilo favorable y tira de él hasta que lo acaba. En ocasiones, basta ese hilo. Otras, por incomparecencia de hilos anejos, recurre a la poco vigorosa idea de que uno solo de esos hilos cuente. El lector se vale de ese pequeño milagro también. Es indistinguible el hecho de leer del de escribir. Soy Nabokov al leer a Nabokov. No sabría hacer lo que él hace, pero habrá un momento en que los dos hayamos mirado a Lolita con los mismos ojos. La retorcida historia de amor de Humbert Humbert la hemos pensado nosotros, surge de nuestra cabeza. Lolita es una invención nuestra. Cuando hemos cerrado el libro, al saber concluida la novela, esa propiedad se desvanece. 

13.6.24

A los árboles


 Lo peor es que tu vida sea igual que la de muchos. Tal vez aspire uno a no tener a nadie que se nos parezca. Tener vicios de una extravagancia absoluta. Cometer pecados de una singularidad extrema. Cuanto más se esmera nuestra educación en no desentonar, más infelices somos. La vida está en la periferia. Se van trayendo las ideas, un idílico centro las anhela, se exponen conforme acuden, cree uno que ahonda, pero solo rasgamos la superficie, apenas la violentamos. Todo lo que verdaderamente importa no se puede expresar con coherencia. Se acaba en los márgenes, en la generosidad de la diferencia. Yo siempre fui un enamorado de la diferencia, pero la edad te hace ser como los otros. Haces lo que los otros. Dices lo que ellos. Por eso escribir siempre es reparador. La escritura es un acto de independencia. Da igual que lo escrito no trascienda. Importa muy poco que lo lean los amigos y los eventuales, los acostumbrados y los accidentales. A K. le fascina que yo tenga voluntad infatigable de escribir. Sostiene que escribe quien no tiene pudor, quien desea ser observado. Miradme, no dejéis de mirarme. Anoche pensé en qué decirle para convencerle de lo contrario. Quizá, en el fondo, desee eso: el exponerme, ese ofrecerse a veces un poco obsceno que ocurre cuando uno escribe y registra lo que antes no estaba. De unos papeles hacer un árbol, dejó escrito Sexton. Pues a los árboles.

12.6.24

Aplazamientos


Por temor o por pudor, uno a veces aplaza lo que importa. No porque no sepa acometerlo, no por algo ajeno que nos cohíba, ni siquiera porque la voluntad no alcance. Se aplaza, se deja para después, por el placer de ir pensándolo, de darle un cuerpo dentro de la cabeza. Por hacer durar el deseo que lo anima. Como la madre que planea un futuro para el hijo que lleva y fantasea con los ojos que va a tener o con la voz con la que dirá las primeras palabras. Se aplaza la felicidad tal vez para conjeturar sin apremios qué pueda traer; para no despreciar, más por ignorancia que por otra cosa, los placeres que nos ofrece. Se disfruta más con los preliminares, oye uno decir. En el fondo es el miedo el que hace que actuemos así. El miedo a que no compense el esfuerzo. El miedo a que el hijo no sea el esperado o que su voz no nos emocione o que sus ojos nos miren sin mirarnos. No sé qué cosas estoy aplazando. Algunas habrá. Se tiene la idea de que no hay problema en eso, en no pensar, en dejar a un lado esas obligaciones morales o lúdicas o sociales. O se las ingenia uno para que no duela o duela de un modo tan suave que no alarme, ni se tenga conciencia de que algo nos rebaja. Leí un poema que refería la dificultad del poeta en conseguir que lo volcado en los versos finalmente se impusiese a la nada de la que procedía. Y venía a decir que el poema ya estaba. Solo faltaba llamarlo. La idea de un lugar en donde todo está almacenado, tutelado, confinado a expensas de que se extraiga me incomoda, me hace pensar en que no haya azar. Sin el azar, sin el asombro, sin la sensación de que algo que no se ha previsto incline a un lado o a otro la balanza de los días, me siento desamparado, comido por la tristeza, impelido a resignarme en ella. Yo estoy todavía intentado encontrar ese poema. Hay días en que lo atisbo, en que vislumbro una brizna de lo que quiero expresar y el apero de palabras con el que airearlo y hacer que se imponga a la realidad. Como la madre que ya ve al hijo antes de alumbrarlo y lo imagina noble y bonito, manejándose con buenos modales y encontrando su lugar en el mundo. Como el día que deshace la intendencia de la noche y creemos manso y dúctil, concernido milagrosamente a escuchar nuestros requerimientos. Hoy no será ninguno de esos días propicios. Está gris ahora, aunque luego el sol haga su trabajo y cueste andar por la acera sin que alguna sombra nos cobije. Tal vez en ella, en lo que da, encontremos el inicio del verso primero que abra el anhelado poema. 

11.6.24

Perder

 La derrota pertenece a los más tenaces, eso dirán . Ahora gana el que más resiste. Cuenta la perseverancia. Ella reemplaza al logro. Cualquiera vence si encuentra motivos en el fracaso. Habría que hacer una nueva pedagogía de la victoria. Dar con una sencilla estadística que elogie la lectura subjetiva de quienes pierden. Tal vez todos esos verbos antes tan limpios de contenidos se hayan entregado a la voraz maquinaria de esta sociedad feliz y hueca. Es a las palabras a las que le estamos faltando al respeto. Se emplean con resuelta ignorancia de lo que significan. Se advierte esta perversión léxica en el deporte, en la política…Importa el festejo. Ahí se hallan la verdadera inspiración de la liza. Al que legítimamente vence no se le da nunca reconocimiento. El perdedor se embosca en estas maniobras de supervivencia para no reconocer su fracaso. Qué nostalgia de aquellos tiempos en los que en la escuela el equipo vencedor era aplaudido. Qué extraño que ese consenso entre los que contienden suceda. No lo hace con la frecuencia que querríamos. Qué tristeza. 

Canción de posada


 Es grato ver al caminante 

cobijarse en la posada,

defenderse de la lluvia y de la noche,

invocar al dios de la cosecha,

prendarse del olor del vino,

ufano del fragor ebrio de la sangre, 

desplomarse más tarde en el camastro

tal que yerto fardo, aire ardido, 

sin deseo de fatigar el pasillo 

donde buscar un cuerpo cómplice 

en el que festejar con ciego arrobo

el estupor feliz de la carne, 

no dar entonces con la puerta

 tras la que acaso la hija del posadero, 

arreciada de frío, 

seda pura en sed de hombre,

ansía que un cuerpo joven y diestro 

le haga arquear el suyo 

en la sábana en la que su soledad fallece

y la virtud manche de loca sangre

el blanco severo de la blonda triste. 

10.6.24

Elogio de las palabras secretas

 



El diccionario llama secundípara a la mujer que pare por segunda vez y no veo ocasión de pronunciar la palabra en una frase. Ayer no di con el modo. Me temo que hoy suceda lo mismo. Tampoco mendaz, ni ósculo. Me conformaré con usar mentiroso y beso. A esas se las puede embutir en cualquier sitio. Hasta un niño pequeño lo haría. Sin embargo, mi inquietud léxica no ha dado con un reemplazo de la voz ajear: el ajeo es el chillido que da la perdiz cuando se ve acosada. Ajea uno también cual perdiz si se le embosca, cuando lo cercan. Tiene el boscoso idioma español palabras asombrosas a las que jamás acudimos, pero que están ahí, a la espera de que las vertamos. 


Mi amigo K. se prendó de la palabra pusilánime, que no es retorcida ni se escapa al común de los hablantes, pero que poseía a su entender una sonancia formidable, un influjo hipnótico, un veneno maravilloso. Estuvo un día entero usándola a tutiplén. He escrito a tutiplén y he sentido un vértigo. Parece que nos caemos al decirla. Está bien caerse en lo fonético y levantarse en lo semántico. Hay días en los que uno no piensa en lo que las palabras esconden sino en cómo se exhiben, qué traje usan para airear lo que pensamos. De hecho, sin entrar en honduras,  la palabra tutiplén no existe salvo que hagamos que la vocal “a” la anteceda. Si nos paramos a pensar en estos matrimonios léxicos descubrimos historias fascinantes dentro del lenguaje, que es una forma de decir historias fascinantes dentro de uno mismo. Somos las palabras que decimos y también las que no. 


No haber dicho jamás secundípara y decirla y reconocer que mi mujer lo es. Evito decir secundípara a pesar de saber qué expresa porque no es en modo alguno una palabra razonable. Lo es pájaro o incluso la terrible genocidio, pero secundípara es una marca rocambolesca del lenguaje, una de esas construcciones semánticas que ocupan un huequecito pequeño en el diccionario y que, salvo en días como hoy, no forma parte del acervo léxico de un individuo normal. Bien al contrario (es la segunda que hoy escribo bien al contrario) uno la acepta en una conferencia sobre genética o en un simpósium de matronas, evento no dudo que excitante si se tiene jurisprudencia o ánimo. 


Pasa lo mismo con el ajeo. Seguro que en el medio rural los asuntos de las perdices son pieza frecuente en chácharas de taberna, pero yo me voy a morir sin usarla. Quizá esa reflexión trágica sea irrelevante. Me asomo al interior de las palabras y es como si me asomase a mi propio interior. Como si estuviese hecho de palabras y el descubrimiento de alguna (ajizal, repinaldo, mozcorra, pábulo) te hiciese comprender que estás más cerca de entender la maquinaria sutilísima del cosmos, el plan celeste, la trama metafísica. Yo, al menos, cuando escucho una palabra nueva y la entiendo (es importante que no entre por un oído y salga por otro sin dejar dentro un poso) me siento más cerca de Dios. Incluso la palabra Dios, escuchada sin anclaje cultural, desguarnecida de toda la maraña arcangélica, me parece preciosa. El amable lector habrá advertido el uso de la palabra maraña junto al adjetivo arcangélica. Es que uno se delata a poco que se deja engolosinar por lo que escribe. Soy un sentimental léxico. En casa, hay diccionarios que ocupan una balda muy querida. Acudo a ellos con devoción, respeto y gratitud. Los compraba yo y luego participó por obligación académica mi hija. Parecen biblias paganas. Sin ellos, ni biblias habría. En clase, cuando hablo, traigo a lo que digo su reverso oscuro, su parte secreta. Cuelo palabras que no entienden mis párvulos alumnos, coloco las mansas entre las montaraces y espero a que el oído sensible se dé por avisado. 

9.6.24

Todas las palabras felices



Fotografía: Marina Sogo

 Una de las palabras que más gusta del diccionario de la Real Academia de Espsñola es paisano. Me hace pensar en la felicidad sin que sepa bien por qué. La he escuchado en la puerta de mi casa. Un anciano saludaba a otro esta mañana bien temprano. Charlaron y yo los escuchaba desde la ventana. Paisano, qué haces, dijo uno. Por extensión, alrededor de paisano, afincada en los márgenes, merodea país. Sobre él, escrito a su ancha espalda, flota el concepto de nación, que engendra el inevitable nacionalismo. Ahí el amable lector puede incluir bandera, himno, patria, terruño y hasta el deje fonético que se estile en su tierra. Descreo de algunas palabras porque las palabras arrastran ideas, y las ideas, cuando se forjan con materiales duros y se van adorando en el transcurrir agreste de los siglos, provocan ideologías, conflictos, abren brechas en la convivencia de las personas y, en última instancia, hacen que nos vayamos matando unos a otros a conciencia, a medio camino entre el deseo de que nuestras ideas pervivan y el de que la idea del otro fenezca. Las armas las carga el lenguaje. No existe el diablo igual que no existe Dios y, al tiempo, en su bendita paradoja, ambos nos rondan y a ellos rendimos el más hondo de nuestros desvelos, pero no hay nada fuera de las ideas. Ni siquiera el rubor cuando se nos halaga o la sustancia de los sueños o el eco cuando se expande y hace que tremole el aire.

La idea de Dios también es de tremolar por los altos paisajes del pensamiento. Se piensa a Dios y esa circunstancia lo hace verdad para quien se ocupa en sentirlo. Dios es una palabra formidable para enredar una tarde de café y sentir el pecho trascendente y el corazón henchido de metafísica. Creo en muchas palabras, no obstante. Porque las palabras arrastran ideas y las ideas también forjan prodigios y cierran, una vez abiertas, las brechas que otras palabras abrieron. Las armas las descarga el lenguaje. Hoy tengo el corazón henchido de lenguaje. En días recientes, lo que hay son muchas palabras, ellas me abrazan, me requieren atención, me interrogan, pero no cuajan, no dan con la trama que las arrime y las haga funcionar, ser felices. Una palabra puede aspirar a ser feliz. Cuando lo son, lo es el que las dice o el que las escribe o el que las escucha o las lee. Tenemos el país manga por hombro porque las palabras están enfermas. Se avendrán a respetarlas, cuando se den cuenta de que las palabras merecen un respeto, los que las enfangan, los que las vacían de amor y las cubren con odio. Tal vez todo vaya a mejor cuando se prestigien las palabras felices, así de ingenuo me siento hoy.

Es a la educación a la que no le tienen afecto. La usan poco, la usan mal. La ningunean casi siempre. No se dan cuenta del daño irreparable que causan, no ven más allá de lo que desean ver. Ya nos daremos cuenta más adelante del roto que están haciendo. Porque es un roto, un agujero por el que se cuelan todas las enfermedades del espíritu. Es ver las noticias en televisión o leerlas en la prensa o escucharlas en la radio y sentir una congoja indecible. Qué desprecio el de los políticos que las esgrimen. Porque es portarlas como armas lo que hacen, usarlas como piedras, lanzarlas a ver a quién le hacen un boquete en la cabeza. Hemos perdido el amor a las palabras. Juntamos unas con otras sin voluntad de que iluminen: solo se persigue el daño, la posibilidad de que hieran. Por eso la poesía: por su cualidad de puente entre lo que no se ve y lo visto en exceso, por su entera disposición a prestigiar la hondura de las palabras, que son órganos del cuerpo común que nos contiene a todos.

Un hombre de fe



Soy incrédulo porque mis dudas me confortan más que mis certezas. Llevo media vida queriendo creer. Lo hago a veces, sin meditarlo mucho. Creo entonces con vigor, creo ungido por alguna gracia de la que no poseo mayor propiedad que la de su advenimiento. Luego me echo atrás, vuelvo a la incredulidad, observo el paisaje acostumbrado. Manejo estas tribulaciones mías con alegre desempeño. No necesito llegar a ningún lado, me basta la bondad de la travesía. Las veces en que más apartado me he sentido de Dios he apreciado que esa lejanía me acercaba paradójicamente a él. En otras, no he precisado que me ronde o que yo afanosamente lo busque. El milagro de creer ocurre cuando no se le presta atención. Como no soy un hombre de fe, no puedo ponerme en lugar de quien la posee. En ese sentido, quien la tiene no podrá fácilmente ponerse en el mío. Lo de los lugares de cada uno es una mera cuestión topológica o sensorial o moral. Eso conduce a un punto sin salida aparente en el que dialogar es una empresa baldía. Quizá convenga entonces un principio de cesión por ambas partes. Ese interés en entender al otro no suele darse con la frecuencia que la convivencia exigiría. De darse, no habría una sola guerra en el mundo o, en caso de que las hubiera, por la naturaleza cainita del hombre, serían menores, mucho menos cruentas o incluso serían simulacros de guerra, como tentativas teóricas sin intención lesiva. La palabra supliría al tomahawk y se podría elaborar un terreno intermedio, un limbo puro donde uno cede sin fatiga viendo que el otro también lo hace. Cabe incluso la posibilidad de que la razón acabe imponiéndose y el equivocado se rinda, desmonte sus ejércitos (sintácticos, semánticos) y crezca como persona después de aceptar esa derrota. El problema es que no aceptamos jamás las derrotas, pero eso es otro asunto. 


Como habrá quien de esto sepa más que yo, quizá no debiera contar nada, pero uno no sabe estarse callado y se explaya a poco que se le tienta o hasta sin provocación alguna. En el fondo, no cree que el silencio, tan hermoso, convenga para algunos asuntos. El de la fe es uno que siempre me atrajo y al que nunca di de lado. Soy un descreído sensible a la posibilidad de ser un creyente. Soy un descarriado que se conmina a dar con el camino. Ejerzo, sin embargo, mi moralidad de un modo absolutamente a salvo de las invectivas a las que acude en ocasiones la iglesia cuando decide airear su pensamiento. Un sacerdote me dijo una vez que los que no creemos estamos dando de lado al bien. Sobre el matrimonio, en esa misa a la que se me hizo acudir, sostuvo que las parejas "ateas" están abocadas al fracaso. Su camino es de piedras, creo recordar sus palabras. No pude ni tampoco quise contrariarme más de la cuenta: no hablaba la Iglesia, razoné, sino un acólito malintencionado, un agitador con un púlpito. Soy una buena persona (en lo fundamental, en lo aparente) y tendré mis enemigos también, le habría dicho. Nunca fui de misa y se me antoja arduo que el pastor con el que me tope me rescate de este desvalimiento religioso mío con el que trasiego con absoluto y también perplejo desparpajo. Hay también buenas personas que van a misa de doce y creen en la salvación y en la trascendencia de sus oraciones. De hecho, conozco a unos cuantos y estoy casi por decir que algunos de mis mejores amigos son feligreses, gente de iglesia a la que tengo la mayor de las envidias, si se me permite la hipérbole. No milito en ninguna asociación de ateos o de agnósticos, ni tengo necesidad alguna de estar continuamente revelando mi catecismo laico al modo en que otros sí que se esmeran en manifestar el suyo. Por eso no debería contar nada. Lo apropiado sería apartarme de lo que no me atañe. Una vez escribí que Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, que no esté, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio necio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia.


Sé que no se debe opinar sobre lo que no nos afecta directamente, pero la cosa es que sí afecta, sí que incumbe. A los mandos eclesiásticos mi educación les debe animar al respeto, pero ellos no observan a veces con indiferencia que yo ande descarriado. a decir de su sentido del camino, y no pierden ocasión para reprender con sus comentarios todo lo que se aparta de lo que su formación espiritual dicta como correcta. He comprobado eso cuando las circunstancias me han hecho sentarme en un banco y escuchar una homilía. Por eso (insisto) acabo contando, escribiendo; me sitúo en la obligación (moral tal vez) de posicionarme afuera de todos ellos, de quienes sostienen que mi vida no me pertenece del todo o que la sociedad sin Dios es un error. Una sociedad sin Dios es un triunfo del hombre, que es libre de creer o de no creer en instancias superiores a la razón y al libre albedrío del espíritu. Se puede creer en Dios y en el hombre, imagino. No tengo ningún interés en saber si habrá una vida después de esta. Esa revelación llegará si estoy equivocado. Por otro lado, Dios es un misterio lírico, precioso. Aquí es el poeta el que se manifiesta: la poesía es una emanación sutilísima de la divinidad. No hay ninguna razón que me incline a pensar que al final del camino se abrirá otro mágicamente, por designio celestial, como si de verdad hubiese una inteligencia absoluta que gobernase los pasos que damos y los que no. No creer en nada es tan absurdo como creer en todo. Se puede creer en la belleza, que será una extensión de alguna providencia divina. 


Me conmueve, en lo estético, en la declinación de lo fundamentalmente racional y en la irrupción limpia de la belleza, la comunión del pueblo con sus imágenes. Sé que no apreciaré lo que el creyente y que no podré en modo alguno penetrar en lo místico. A mi beneficio queda la liberación de un cierto grado de belleza, de belleza sin pasar por los conductos de la inteligencia, que es como en ocasiones se advierte mejor su hondura. Esa es la religión admisible, la que no entra en reglamentos morales que castigan al diferente o la que propugna la igualdad entre todos los que andamos por aquí, los mismos y los distintos, los que se arrodillan ante sus iconos y los que nos arrodillamos ante iconos diferentes. No conozco a nadie todavía que viva encapsulado, al margen de la fascinación de las imágenes. Da igual que sea una virgen en un altar o en un paso por las calles o un cuadro en una pinacoteca o un paisaje en la naturaleza, quien no sienta un temblor cuando esas manifestaciones de la belleza (la gran belleza) se le ofrecen y lo turban. Sin turbación, no hay vida. Vivimos mejor turbados. Esa es la parte deleitosa de la fe, la que produce un recogimiento, un sentirse vigorosamente ocupado por la divinidad. Creer es un desatino necesario, pensé una vez. También: si se me pregunta si soy un hombre de fe tendré que responder afirmativamente. Otra cosa es a qué fe concedo mis desvelos espirituales. A esa pregunta llevo intentado formular una respuesta esa media vida de la que hablaba al comenzar este texto. 

Las actas de las bodas de la lujuria

  Vi un ángel en un desquicio de las sombras. Era de facciones blandas y la ternura que desprendía taladraba los ojos de los árboles. Le hab...