16.4.25

Pústulas / El francotirador ensimismado / Los cuentos de Raúl Ariza

 



No es de la piel de lo que narra Raúl Ariza en "Pústulas", atrevido título, pero elocuente, honesto, a pesar de su feo peso semántico. Ni siquiera la dermis (un cuento) y la epidermis (todos los demás) que componen el libro trazan un mapa fiable, una especie de topografía física, tangible, que pueda entenderse como un malestar físico o como una enfermedad que devaste al cuerpo. El asunto principal es la extrañeza. También la necesidad de que no todo deba contener una explicación y lo que nos sucede obedezca a algún tipo de plan, urdido con perseverancia y antiguo oficio. Se lee a Raúl Ariza como si hubiera algo que él desea ocultar y a lo que nos urge a desvelar. Cada historia es una invitación a que lo contado no se desvanezca y persevere en la memoria como una mala hierba que, pese a su sistemática labor de degradación y desencanto, contuviera las razones del verdor, de todo lo hermoso que no vemos, que el autor ha sancionado deliberadamente, convencido de que el desempeño de nuestras existencias está fatalmente ocupado por la desventura y por la tristeza, por mil dolores pequeños que desgracian la irrupción de algún destello de luz o de armonía o de cualquier manifestación de la belleza a la que adherirnos para que no todo nos lastime. Porque es del dolor de lo que escribe Raúl. Un dolor sencillo de entender, explicado con sobrecogedora naturalidad, con desparpajo de narrador al tanto de los recursos del relato. Hurga, déjenme que traigo ese verbo prospectivo, de indagación casi quirúrgica, en el daño, en la fiebre que irrumpe cuando el cuerpo se deja ocupar por el frío o por la soledad o por la intemperie dura del tiempo. Si que hay decantarse por un tema, diría que "Pústulas" se afilia a toda esa literatura del miedo a encontrarnos con nosotros mismos y poder por fin saber quién somos. No da respuestas, no se precisan darlas, no hay nada que pueda ser dicho, por más que se dé con las palabras precisas, que normalice ese miedo a reconocer frente al espejo los trazos de nuestro propio rostro. 

Da igual con qué cuento comenzar. Los leí de seguido y luego sin la continuidad a veces engañosa de las páginas. Todos son piezas magníficas, sí, ninguno decae o hace pensar que hubiera un desvalimiento del pulso narrativo. Todos duelen, debo advertir. Duele lo más acendradamente humano. Ariza es un excelente observador de las relaciones personales. De la buena literatura, uno no debe salir indemne: algo cala, prospera adentro, sin que tengamos mando en su residencia, sin saber si su influjo hará que la ficción acunada (la leída, la que no creemos que sea verdad, vida vivida) decidirá permanecer, ocupar un lugar de nuestro espíritu, personarse como si hubiese sido desempeño nuestro, asunto al que hubiésemos dedicado tiempo, gastado tiempo, perdido (a veces) todo ese tiempo. Uno puede aventurarse a la desgracia con entusiasmo o no haber aprecio a la felicidad cuando llega. Hay libros que evidencian un malestar y, sin embargo, se leen con resuelta alegría. Sabemos que inclinarán nuestro ánimo a la conmoción, pero la damos por buena y creemos saber contenerla, extraer de su fuente el agua que nos confortará. Los que contienen algún tipo de dolor permanecen con más hondura: así de triste y desesperanzado es el espíritu humano, así trasegamos la ocupación de entendernos. Podemos recordar con absoluto rigor la fatalidad y titubear y hasta olvidar la bonanza, todo ese dulzor de la vida en los labios. "Pústulas" es un muestrario del corazón, un inventario de los rotos que puede exhibir si se le presta la atención debida, si miramos su epidermis (su dermis) con antojadiza voluntad de entomólogo que ha creído ver un insecto nuevo, del que nada se sabe, al que ha nadie ha reparado en su presencia. 

La decisión de que las pústulas nombren el ofertorio de tramas del libro (todas disímiles, ninguna canjeable por otra y, sin embargo, todas de una textura tan semejante) informa de un deseo de perturbar. Pero los cuentos deben arrimar su porción de sombra, aunque la luz acabe por acudir y el aura a la que se encomiendan resplandezca, desatienda a la tiniebla y erija, a su manera, tan peculiar ella, una verdad incuestionable, ajena a la climatología del alma, de hechuras clásicas y de trazado pulcro, casi como no tuvieran tiempo y pudieran haber sido volcadas por algún afanado escribidor del diecinueve francés o por un guionista de todas esas maravillosas historias de cine negro que al autor y a un servidor nos entusiasman tanto. Está, no obstante, ese aire negro, de cosa que crece en el lumpen y en la sangre, en la ciudad como personaje y en los vicios del corazón como brújula. Pero lo que el lector encontrará no es un tributo a ningún género, ni siquiera el del amor, que lo ocupa todo, aunque su abrazo no comparezca con limpieza y se las ingenie para enturbiar o para sanar. El amor que Raúl Ariza entrega en "Pústulas" es de una sutilidad asombrosa: prefiere crear sospechar, urdir caminos que han conducido a algún lugar en el que ese amor se fundó y se extendió como lluvia en el campo árido. Hay una belleza concebible, que se puede paladear, hacer que su influjo invalide cualquier desarreglo moral que nos acongoje o perturbe. Yo me sigo quedando con un cuento, suele suceder eso, sin que haya razón para elegir; me quedo con la bondad de ese francotirador que desatiende su profesionalidad para hacer que el nudo y el desarrollo no tengan necesariamente que modelar el desenlace. Y sobrecoge ese fin, esa verdad que narra un narrador que no es el narrador que hemos conocido, sino otro, uno que se arroga la voluntad de hacernos comprender al primero, al que nos obsequió con su (debo consignar aquí) hipnótica historia (En la larga distancia). 

Hay cuentos que subliman no su cara visible, sino su reverso, ese desamor que mantiene la esperanza y, sin embargo, la zahiere, la ningunea, la pudre al final (Verso a verso). Su ausencia absoluta, su reflejo invertido, canceroso, hace que el corazón se encoja (En el nombre del padre), el relato que abre la colección y que me hizo cerrar el libro y temer (bendito miedo) que el resto del libro fluyera por ese camino angustioso de los malos tratos, de la violencia dentro de la familia. Raúl Ariza sabe cómo exhibir las heridas: las reconoce primero, luego las observa y acaba por decir de ellas lo que no querríamos saber. Y debe contarse a qué huele la herrumbre, el óxido, la carcoma de la sangre. Dice: "Hoy por fin ha muerto", y festejamos que el padre incivil, el no-padre, el nunca-padre, se desangele en su cama de hospital mientras el hijo custodia su desvanecimiento como el que registrador del paisaje cuando la tierra lo ha desgraciado y solo manifiesta el gris de la devastación. Uno de los méritos de "Pústulas" es precisamente ese: la honestidad absoluta de unos personajes a los que sorprendió algún terremoto en mitad del campo o en mitad de la nada. La adolescente de "Aquellos zapatos" no se da por vencida en el propósito de despertar el amor en su amado: ese afán es mayor incluso que la convocatoria del amor mismo. Esa idea ocupa muchas historias: importa el trayecto, no la consecución de un anhelo. La felicidad de todas estas criaturas que se nos presentan es voladiza, de fácil derribo, si no imposible izado. Ya las conocemos tristes y hasta aceptamos que la tristeza sea una de las indumentarias con las que trasiegan su existencia. Por qué no habría de escogerse esa manera de afrontar la dureza del mundo, nos hace preguntarnos el narrador, que es virtuoso en el arte de no inmiscuirse, de no poner sus dedos sobre la piel que describe y dejar que ella sola enferme y se afee. 

Pensé en cierta ocasión que lo importante en la voz que narra no es para qué lo hace, sino desde dónde. En ese convencimiento estaba mi asunción de que se escribe para entender el mundo o para entenderse uno mismo, pero también esas dos consideraciones no son enteramente fiables: escribimos por los mismos motivos por los que leemos y lo que debería tenerse más en cuenta es la enunciación de una especie de topografía narrativa. ¿Quién soy yo cuando narro? ¿Me concierne lo que cuento o tan solo elaboro un registro? Libros como "Pústulas" elucidan una respuesta que, conforme se va entendiendo, se deshace, se pierde con las demás respuestas hasta que cancelamos su pertinencia. Ariza no escribe para sancionar o para entretener. Ni siquiera su escritura se afilia a ningún tipo de compromiso social o estético. Y, a su modo, sin que tengamos una seguridad sobre eso, qué falta hará, su trabajo es una declaración de intenciones sociales o estéticas o intelectuales. El fondo de sus historias es de una consistencia que aturde: es nuestro mundo al que aplica su bisturí sensible, su ojo precursor de los nuestros. Vemos cuando él ha visto, advertimos la podredumbre de la realidad cuando él la ha diseccionado. La belleza será convulsa, o no será, escribió Breton. La de Ariza es cruda y ese desabrimiento la hace creíble, rigurosamente nuestra. La brusquedad de los trazos estilísticos no existe, por otra parte. Con qué delicadeza cuenta la aspereza de las palabras mismas. Hay poesía, la hay de un modo riguroso. Se esmera el autor en acomodar la fatalidad en los huecos de la costumbre. "Por ejemplo, el emotivo hecho de mirar a las estrellas durante toda una noche templada y fragante de primavera, no garantiza que uno aparezca al amanecer convertido en mejor persona" (Necedades). Pero no podemos alzar la vista a la bóveda celeste y no dejar que esa oscuridad interrumpida con lejanas luces nos enternezca o nos haga pensar en quiénes somos y para qué estamos en este mundo. La materia de la que están hechos los personajes arizianos (démosles ese adjetivo cabal) es la perplejidad y la tiniebla. Están desconsolados, aunque no haya interés en arrimarles consuelo; están rotos, aunque no requieran que se les recomponga. Así estamos todos: deslavazados, expuestos a que el frio nos cale o el calor nos aturda. Lo que sucede en estos cuentos es transferible a cualquiera que tenga un corazón al que se le acaricie o al que se le lastime. Uno adquiere ese certeza en la lectura, la de que la ausencia de una épica (con su adorno extraordinario y su cancelación de la credulidad) conviene a la rendición de todas estas historias sobresalientes. Estamos descorazonados, por mucho que ese corazón bulla, lata, brinque o se solace del tumulto loco de la sangre al ocupar su residencia catedralicia. 

Raúl Ariza debió pasarlo bien y pasarlo mal, entusiasmarse y dolerse, perderse y encontrarse, mientras sucedía la escritura de sus cuentos. Se entiende que la literatura es una extensión de la vida o que la vida, en su mecánica absurda y coherente, en su decir triste y alegre, también se recama de literatura. Ahí el autor da consigo mismo: ha podido centrarse en la miseria y en la cochambre, en lo feo y en lo trágico, para regresar más tarde al desempeño de su existir, que será también el de todos y no precisará que esté ocupado por el vértigo (con su fiebre) de todas esas cosas que él ve (bendito ojo) y que se encomienda transcribir, por si a él le aclaran algo, por si cuenta que lo servido sirva, por el sencillo y prodigioso hecho de recurrir a la escritura para urdir una especie de limpieza moral. Rinden esos personajes un servicio público, digamos. La entera historia de la literatura es un inventario de seres atormentados, a los que la fatalidad miró con interés y se ensañó en sus carnes y en su espíritu. Tal vez el lector y el escritor sean, en el fondo, un mismo ser mágicamente escindido en dos que ni siquiera se conocen. Porque este lector individual se ha sentido por un momento (varios serían) tocado por su mano, observado y compelido a dejarse tocar y observar: era la seca (cruda, sin aderezos) verdad la que concurría y en la que bebe ese lector. Verdad de la buena, sin las alharacas de la ficción, refractaria al empaque de lo falso, tan recurrido y fértil a veces lo falso para que el artefacto de la ficción funcione. Luego viene Maribel a recogernos, nos habla con ternura, nos trae de vuelta a la realidad, nos asiste y nos sana (La vida desde mi ventana). Ese cuento (el que ocupa la sección llamada "Dermis" en singularidad). Planto aquí una licencia: me encantaría, por cierto, tener cerca de casa una taberna que se llamara El palíndromo. Bebería del derecho y del revés, se me ocurrió. Desbebería, obraría en mí el milagro de la transverberación mesmérica en la que uno dejase de ser uno mismo y pudiese, por epifánico arrobo, por injerencia de la fe en lo mistérico, volver a su mismidad, a su ser antiguo y, ay, conocido. Y me encantaría, añado, que Faulkner se aviniese a echar unos quintos conmigo en la barra y pudiéramos explayarnos sobre la sustancia del relato o sobre el don de la ebriedad, que podría ser idéntica cosa. Escribimos en un estado lírico de ebriedad, pero incluso en esas inclinaciones etílicas de la inspiración, podemos a veces centrarnos y dar con la naturaleza oculta de lo que está tan a la vista. Es ese, imagino, el propósito de Raúl Ariza: hacer una prospección razonable, no caer en la inverosimilitud, no dejarse convidar por los oropeles de la ficción y, sin embargo, no abandonar el recto volcado de una prosa estupenda. Maribel sonríe, yo también. Raúl, lo conozco, seguro que lo está haciendo justo ahora mismo. Igual que no sabemos para qué escribimos, tampoco sabremos los motivos de que sonriamos, pero ambas cosas parecen ajenas a que disertemos sobre algo que no les viene al fresco. 


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