25.6.24

Las actas de las bodas de la lujuria

 

Vi un ángel en un desquicio de las sombras. Era de facciones blandas y la ternura que desprendía taladraba los ojos de los árboles. Le hablé con la sangre de los héroes. Fueron los días de la clarividencia. Él se pronunciaba con el titubeo de los ajusticiados. En el libro de las revelaciones se lee que fue un heraldo de la luz. Los poetas saben qué hay en la tristeza de los derrotados. Es un olor tan solo, una especie de puesta de largo del aire, un descuido del olvido. Tengo todos los cromos del Atleli. Temporada 78-79. Reina, Arteche, Capón, Ayala. El cielo es un verso suelto de todas esas canciones de la memoria. Ellos me susurran la verdad de la transubstanciación. Ahora lo veo todo claro. Es hora de proclamar la venida de nuestro salvador. Él nos anunciará el evangelio de las grandes palabras. Entraremos en el templo de los poetas olvidados. Yo quiero Dixieland en mi epitafio. Grandes masas orquestales que floten sobre el Moldava. En los textos sagrados hay una herrumbre que se desdice cuando la tocas. Es de mucho quebranto ese flujo de niebla, te cala la niebla, hace casa en los huesos la niebla, se come la levadura de la sangre la niebla. Yo quiero que mi espíritu viaje en una sonda china a la cara oculta de la luna con la euforia de los primeros navegantes y pronunciar en el negro silencio de las estrellas los verbos irregulares de la soledad más dulce. Yo no soy un polizón en el Mayflower. No quiero crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida ni tengo cien hijos en las manos. Desde mis manos no salen pájaros de oro. Yo con mi barba que olía a barro y a magnolias. Yo en los salmos del futuro. Yo Walt Whitman en la oficina de asuntos indios escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula nunca más. No seré el padre de todos los poetas de América ni nadaré desnudo en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Qué lejos quedan los altos palacios de las nubes sin mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre no se recita en las catedrales. No podréis verme en la guerra primera del mundo. Soy el héroe, soy el traidor, soy el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas,  infinitas hormigas con hambre infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones de Cristo. Él entiende mi idioma de querubines y piedras. Él es el trémulo gotear de lo numinoso. En Praga hay sótanos donde un niño recita el candor de la luz al reconocer la sombra. Me sobresalta esta mañana de veinticinco de junio de dos mil veinticuatro la barba en el espejo, la barba blanca, toda esa barba blanca que me hace pensar en todos los viejos capitanes de barco de la novela clásica de aventuras, en Whitman en la biblioteca de la lujuria, en el dolor cuando irrumpe y tienes los ojos ocupados en dar con Dios en el racimo de uvas que sostienes.

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