9.6.24

Un hombre de fe



Soy incrédulo porque mis dudas me confortan más que mis certezas. Llevo media vida queriendo creer. Lo hago a veces, sin meditarlo mucho. Creo entonces con vigor, creo ungido por alguna gracia de la que no poseo mayor propiedad que la de su advenimiento. Luego me echo atrás, vuelvo a la incredulidad, observo el paisaje acostumbrado. Manejo estas tribulaciones mías con alegre desempeño. No necesito llegar a ningún lado, me basta la bondad de la travesía. Las veces en que más apartado me he sentido de Dios he apreciado que esa lejanía me acercaba paradójicamente a él. En otras, no he precisado que me ronde o que yo afanosamente lo busque. El milagro de creer ocurre cuando no se le presta atención. Como no soy un hombre de fe, no puedo ponerme en lugar de quien la posee. En ese sentido, quien la tiene no podrá fácilmente ponerse en el mío. Lo de los lugares de cada uno es una mera cuestión topológica o sensorial o moral. Eso conduce a un punto sin salida aparente en el que dialogar es una empresa baldía. Quizá convenga entonces un principio de cesión por ambas partes. Ese interés en entender al otro no suele darse con la frecuencia que la convivencia exigiría. De darse, no habría una sola guerra en el mundo o, en caso de que las hubiera, por la naturaleza cainita del hombre, serían menores, mucho menos cruentas o incluso serían simulacros de guerra, como tentativas teóricas sin intención lesiva. La palabra supliría al tomahawk y se podría elaborar un terreno intermedio, un limbo puro donde uno cede sin fatiga viendo que el otro también lo hace. Cabe incluso la posibilidad de que la razón acabe imponiéndose y el equivocado se rinda, desmonte sus ejércitos (sintácticos, semánticos) y crezca como persona después de aceptar esa derrota. El problema es que no aceptamos jamás las derrotas, pero eso es otro asunto. 


Como habrá quien de esto sepa más que yo, quizá no debiera contar nada, pero uno no sabe estarse callado y se explaya a poco que se le tienta o hasta sin provocación alguna. En el fondo, no cree que el silencio, tan hermoso, convenga para algunos asuntos. El de la fe es uno que siempre me atrajo y al que nunca di de lado. Soy un descreído sensible a la posibilidad de ser un creyente. Soy un descarriado que se conmina a dar con el camino. Ejerzo, sin embargo, mi moralidad de un modo absolutamente a salvo de las invectivas a las que acude en ocasiones la iglesia cuando decide airear su pensamiento. Un sacerdote me dijo una vez que los que no creemos estamos dando de lado al bien. Sobre el matrimonio, en esa misa a la que se me hizo acudir, sostuvo que las parejas "ateas" están abocadas al fracaso. Su camino es de piedras, creo recordar sus palabras. No pude ni tampoco quise contrariarme más de la cuenta: no hablaba la Iglesia, razoné, sino un acólito malintencionado, un agitador con un púlpito. Soy una buena persona (en lo fundamental, en lo aparente) y tendré mis enemigos también, le habría dicho. Nunca fui de misa y se me antoja arduo que el pastor con el que me tope me rescate de este desvalimiento religioso mío con el que trasiego con absoluto y también perplejo desparpajo. Hay también buenas personas que van a misa de doce y creen en la salvación y en la trascendencia de sus oraciones. De hecho, conozco a unos cuantos y estoy casi por decir que algunos de mis mejores amigos son feligreses, gente de iglesia a la que tengo la mayor de las envidias, si se me permite la hipérbole. No milito en ninguna asociación de ateos o de agnósticos, ni tengo necesidad alguna de estar continuamente revelando mi catecismo laico al modo en que otros sí que se esmeran en manifestar el suyo. Por eso no debería contar nada. Lo apropiado sería apartarme de lo que no me atañe. Una vez escribí que Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, que no esté, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio necio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia.


Sé que no se debe opinar sobre lo que no nos afecta directamente, pero la cosa es que sí afecta, sí que incumbe. A los mandos eclesiásticos mi educación les debe animar al respeto, pero ellos no observan a veces con indiferencia que yo ande descarriado. a decir de su sentido del camino, y no pierden ocasión para reprender con sus comentarios todo lo que se aparta de lo que su formación espiritual dicta como correcta. He comprobado eso cuando las circunstancias me han hecho sentarme en un banco y escuchar una homilía. Por eso (insisto) acabo contando, escribiendo; me sitúo en la obligación (moral tal vez) de posicionarme afuera de todos ellos, de quienes sostienen que mi vida no me pertenece del todo o que la sociedad sin Dios es un error. Una sociedad sin Dios es un triunfo del hombre, que es libre de creer o de no creer en instancias superiores a la razón y al libre albedrío del espíritu. Se puede creer en Dios y en el hombre, imagino. No tengo ningún interés en saber si habrá una vida después de esta. Esa revelación llegará si estoy equivocado. Por otro lado, Dios es un misterio lírico, precioso. Aquí es el poeta el que se manifiesta: la poesía es una emanación sutilísima de la divinidad. No hay ninguna razón que me incline a pensar que al final del camino se abrirá otro mágicamente, por designio celestial, como si de verdad hubiese una inteligencia absoluta que gobernase los pasos que damos y los que no. No creer en nada es tan absurdo como creer en todo. Se puede creer en la belleza, que será una extensión de alguna providencia divina. 


Me conmueve, en lo estético, en la declinación de lo fundamentalmente racional y en la irrupción limpia de la belleza, la comunión del pueblo con sus imágenes. Sé que no apreciaré lo que el creyente y que no podré en modo alguno penetrar en lo místico. A mi beneficio queda la liberación de un cierto grado de belleza, de belleza sin pasar por los conductos de la inteligencia, que es como en ocasiones se advierte mejor su hondura. Esa es la religión admisible, la que no entra en reglamentos morales que castigan al diferente o la que propugna la igualdad entre todos los que andamos por aquí, los mismos y los distintos, los que se arrodillan ante sus iconos y los que nos arrodillamos ante iconos diferentes. No conozco a nadie todavía que viva encapsulado, al margen de la fascinación de las imágenes. Da igual que sea una virgen en un altar o en un paso por las calles o un cuadro en una pinacoteca o un paisaje en la naturaleza, quien no sienta un temblor cuando esas manifestaciones de la belleza (la gran belleza) se le ofrecen y lo turban. Sin turbación, no hay vida. Vivimos mejor turbados. Esa es la parte deleitosa de la fe, la que produce un recogimiento, un sentirse vigorosamente ocupado por la divinidad. Creer es un desatino necesario, pensé una vez. También: si se me pregunta si soy un hombre de fe tendré que responder afirmativamente. Otra cosa es a qué fe concedo mis desvelos espirituales. A esa pregunta llevo intentado formular una respuesta esa media vida de la que hablaba al comenzar este texto. 

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