Ayer, al saber que Noam Chomsky había muerto, sentí una punzada de tristeza. Recordé los años mozos (y bien mozos que eran) en los que la figura del lingüista (aunque también filósofo, intelectual politólogo, activista y hasta icono pop) era asunto de chácharas tabernarias con los pocos amigos inclinados a entretener las noches de farra con las honduras de su genio. De verdad que me apené. Era una especie de cierre de una etapa que, estando él vivo, parecía no haberse clausurado, de modo que mi fantasía entendía que en algún lugar (ahora me entero inverosímilmente que Brasil) su cabeza continuaría maquinando gramáticas, urdiendo patrones para entender el modo en que hablamos. Cuando su muerte fue desmentida a poco de pregonarla, el alivio no me consoló como creía, aunque aplaudiera por muchos motivos el ruido del bulo. Que esté vivo hará que todavía estemos en una mesa apartada, contentos de cerveza, dirimiendo el origen del lenguaje y hasta la naturaleza misma del hombre, pero comprendí que ninguno de esos amigos extraordinarios (y diré que excéntricos y locuaces) estén lejos, nos veamos poco o ni nos veamos siquiera. Recordé también a mi buen profesor universitario Luis Sánchez Corral. Estábamos los dos en la barra de El Platanín; él en algún tramo horario libre y yo haciendo novillos. Lee a Chomsky, me decía apurando la taza de café. Ayer estuvieron ellos conmigo. Mis amigos, Luis, Noam. Solo el pobre y añorado Luis dejó este mundo. Hoy estaría encantado con todo este marasmo de las redes.
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