10.9.08

Máquinas que buscan a Dios a cien metros bajo tierra


A fuerza de mirar la realidad con ojos incrédulos uno acaba por desconfiar enteramente de sus manifestaciones más sensibles. Si ya cuesta creer en coros arcangélicos y en la bondad del cielo que a todos los puros de corazón aguarda más debería costar creer en la física subatómica, en la materia oscura que se esconde debajo de la materia visible, en el corazón íntimo del universo. Yo ya no me creo que existan manzanas y puertas de acero reforzado. Tampoco que tenga ahora delante una pantalla de 19" a la que miro por si los dedos viajan demasiado deprisa y escribo lo que no debo. No me creía casi nada, pero ahora estoy dispuesto a cerrar el resto de credulidad que me quedaba. La culpa la tienen unos cientifícos que andan mareando la perdiz del origen del Universo en un aparato carísimo enterrado cien metros bajo el suelo cerca de la neutralísima ciudad de Ginebra.
El LHC, la máquina total a la que se le encomienda encontrar a Dios debajo de la alfombra de 20 siglos, por lo menos, de teologías tozudas y de bélicos efectos secundarios, es un proyecto faraónico que diagnostica el estado moderno de la ciencia y de la especulación mística en estos tiempos de relativismo y de globalización. Hoy, 10 de Septiembre de 2.008, en el corazón de Europa un haz de protones habrá recorrido la longitud de ese anillo tremebundo de metales formidables a cien metros bajo las flores y el estiércol de las vacas. Ese haz misterioso buscará su par, que fue lanzado en sentido contrario al mismo tiempo. Del ayuntamiento de estos prodigios de la naturaleza saldrá el escenario hipotético en el que se forjó el universo tal como hoy lo conocemos. Como sabemos casi todo lo que he pasado a la criatura naciente de esta coyunda microscópica, interesa ahora hurgar en la nada, en el espacio hueco que surje cuando no encontramos formas, volúmenes, líneas, colores, trazos, rugosidades, hendiduras...
Lo que más asombra no es que la tecnología avance hacia Dios o hacia el limbo en el que siempre hemos colocado a Dios: lo verdaderamente fascinante es que un ejército de empollones con coeficientes de inteligencia ofensivos para el resto de los mortales planteen, a lo tonto, como el que pisa una mierda de caballo y se excusa por el hedor que desprende su zapato, una teoría alternativa a la ya digerida a través después de estos dos milenios de probaturas, concilios de la fe y de la razón y demás engendros de la imaginación y del talento humano. Me imagino el dolor que causará saber que no existe la manzana o que existe de un modo tan inextricable que ya no será posible moderla a gusto, sentir la carne pulposa perderse en la garganta, que ya no será nunca jamás una garganta y pasará a engrosar la lista de objetos fabulosos en donde antes estaba el cuerno del Unicornio o el vellocino de oro o la piedra filosofal.
A la manera en que en la antigüedad el hombre depositaba en las catedrales la grandeza de su espíritu a los ojos de la posteridad, el hombre del siglo XXI crea fortalezas subterráneas cuyo fin, a la postre, viene a ser hermano del medieval. Antes buscaban a Dios con la elocuencia de la piedra de las catedrales: ahora lo persiguen en la intimidad inconcebible de lo que no se ve, pero existe. En eso, por fortuna, estriba la diferencia más sutil, y también más hermosa, entre los alquimistas de la fe de antaño y los cruzados de las ecuaciones del hoy. Mientras ven cómo galopan bajo la tierra sus lenguas de luz, nosotros abonamos el misterio, sentimos el fragor interno de la duda, que es un bicho terrible cuando se domicilia en el alma y nos elige para sus andanzas.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Al final todo, incluso lo inescrutable, termina en el mismo lugar en el que todo empieza. Decía Stephen Hawking, genio postrado en una silla de ruedas discutido por muchos, que apostaba subscripciones a la revista Penthouse con sus colaboradores, a la hora decidir dónde estaba tal cuásar o aquella galaxia. Todo, incluso la cuestión más "elevadas", acaba en la carne, que diría Manuel Vicent.

Isabel Huete dijo...

Tengo que creer que descubrir el origen del universo, o cómo se formó, servirá para avanzar en el conocimiento de otras cosas. Lo que no creo es que sea realmente una prioridad tan insultante como para costar 6.000 millones de euros, con los que se podría alimentar a todos los hambrientos del mundo durante un tiempo considerable, o proporcionarles agua, o medicinas, o tantas cosas de las que carecen.
Los avances de la ciencia son importantísimos, ¿pero a quiénes beneficia realmente a la larga? Y a la corta.
Como siempre, nos están creando otros dioses pero yo ya no creo en ninguno.
Un besote.

Anónimo dijo...

That is great, thanks for sharing

Emilio Calvo de Mora dijo...

Alex, Isabel: todo viene a estar resumido en dos expresiones: púlpito y pálpito. Muy levemente distinto en lo fonético, pero también en lo real. La carne y el verbo. Los dioses son humanos, demasiado humanos. Nietzsche dixit. O el hombre. Es un desatino económico, no obstante. Se venderán más periódicos en Marte.

Anónimo dijo...

Seguimos en las cruzadas medievales: como buscando a Dios en una brisa marina o en una piedra que brilla en la noche. Poesía cara, sí. No sirve para nada todo esto. Las carreras espaciales son una vergüenza habiendo hambre y habiendo pandemias en el mundo.

Así estamos y así nos va. Saludos, Eva.

Anónimo dijo...

Hacia el infinito y más allá, dijo el muñeco de Disney desde el fondo de un DVD.

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