9.9.08

El tren de las 3:10: Bucle, belleza y nostalgia


El western, a pesar de las puyas de las tecnología y del auge de otros géneros que engolosinan más al público semiadulto, que es el que hace caja y el que dirige los patrones narrativos en boga en el cine, sobrevive como puede. Entendido como un viaje iniciático, como una especie de mapa de la épica de la construcción de un país, ha escrito página memorables en los anales de la industria del entretenimiento. Algunas de las mejores películas jamás hechas son westerns y su legión de fans se abastece de la nostalgia y tira de Samuel Fuller, de Sam Peckinpah, de Budd Boetticher, de John Ford o de Anthony Mann, por citar sólo cinco grandes, para ajustar su deseo con la realidad y no sentir que la cartelera le desprecia. En realidad es así.
El último gran film del Oeste, la grandiosa Sin perdón de Clint Eastwood, era (a su modo) un epitafio a la crónica del género. Eastwood rendía cuentas pendientes y tributaba el homenaje de un cineasta fascinado por la poética de un modo de contar historias indisolublemente afincado en el paisaje en que suceden y en la gesta primordial de los hombres que conquistan ese paisaje. De hecho el western clásico, el que sitúa al héroe en su periplo topológico, manifiesta sus códigos y sus vicios, su iconografía adusta y brutal, con pasmosa eficiencia. Sabemos, con muy sucintos elementos, qué nos van a contar con sólo ver al jinete acercándose al pueblo y se nos informa, con también minúsculas claves, la empresa a la que debe entregarse a costa de su vida, pero sin que salga perjudicada su dignidad o su rectitud. Da igual que el héroe haya sido un mercenario o un modesto granjero (casi como en esta película de James Mangold).
Lo que sustancia el relato es la arquitectura moral de su empeño. El viaje que el héroe realiza no suele incluir regreso: siempre hay praderas que fatigar, hogueras que prender en la noche. El héroe del western, como una especie de Quijote, no busca el conflicto, pero es incapaz de renunciar a su participación en su desenlace. Esta trascendencia, en ocasiones, las más, precisa de su bizarro despliegue de violencia, pero a diferencia de la que recorre el cine negro o los blockbusters de acción pura al estilo La Jungla y derivados, la violencia que explicita el western se asienta en razones convincentes, en principios arquetípicos universales como la venganza limpia y sin saña o la supervivencia en un medio hostil, sin dueño, expuesto a la barbarie que supone el nacimiento de toda sociedad. El No man's land. El vestigio fragmentado de un mundo que está creciendo y cuyos novicios habitantes crecen con él. Se entiende que existan ciudades sin ley, pueblos en los que la justicia se manuscribe siempre con caligrafías torcidas, reducidas a litigios sobre menudencias y, sobre todo, donde todo el mundo está dispuesto a medrar y a hipotecar su vida en ese legítimo empeño.
El cine encuentra en el western un material noble y muy digno: enseña valores humanos y combina, sin rubor, la concesión comercial, que es un reclamo indiscutible del género, con la fabricación de un subgénero que, escorado o interno, siempre a la vista si el espectador es cómplice de su semántica, busca el melodrama, el tormento del alma, como le gustaba a Dostoievski, esa desazón dulcísima que conduce al hombre a perderse por amor o por codicia, por la justicia que no se cumple o por la salvaguarda de un código al que jamás renuncia.
El western es un género tan rico que cuando un cineasta mete la pata lo hace estruendosamente. Ahí tenemos fiascos recientes como Rápida y mortal o la incomprensible reivindicación en clave de chanza titulada Wild wild west. Pienso, no obstante, sin mirar a los clásicos de John Ford o del propio Delmer Daves, que hizo este tren a Yuma por primera vez, en Bailando con lobos, la pieza magistral de Kevin Costner, pero tampoco olvido los spaghetti-westerns, inflados de clichés, relamidos de soberbia cinematográfica y al que los lectores de Marcial Lafuente Estefanía se entregaban con absoluto ardor. En mitad de todo este barullo teórico está esta película. Y además lo está con cierto orgullo de producto muy bien hecho.
El tren de las 3:10 es, junto con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik), la demostración de que la industria de Hollywood es, cuando quiere, nostálgica y da cuartelillo a estas pequeñas andanadas de cinefilia militante. Mangold confía en las convenciones del género. No sólo confía: administra su pulso narrativo conforme al catecismo de la ortodoxia más reconocible. Filma con entusiasmo la grandilocuencia del paisaje y, al tiempo, afina en la voluntad de no perder de vista las relaciones entre personajes. Así Bale y Crowe, entre el estupendo recital de escenas de acción, tienen tiempo para reflexionar sobre la redención y la culpa, sobre el amor y sobre la insobornable capacidad del ser humano para reconocer la valentía y el buen corazón de los demás. Incluso cuando nada incite a buscar ese limbo de buenos sentimientos y de actitudes honradas. Y ese cuidado en la profundidad psicológica de estos dos personajes, el criminal de imposible redención y el granjero responsable que sólo busca dinero para sacar a su familia del fracaso, posibilita que el final del film sea, en su ya demasiado estirada lógica, creíble y uno salga de la sala de cine con la idea (publicable, eso hacemos) de que no ha visto ningún western digno de figurar en hipotéticas listas de clásicos, pero que la película de Mangold es una aire fresco y muy limpio. Puestos a exhibir prejuicios, El tren de las 3:10 es una película más del Oeste. No albergo duda alguna a ese respecto. No enseña nada nuevo, pero hace tiempo que, a falta de novedades, me he propuesto disfrutar con lo que ya conozco.

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