Más allá de filigranas artesanales, de introspectivas epopeyas del alma, la industria cinematográfica prefiere el espectáculo puro, las películas que no ofrecen matices del alma sino pliegues de la epidermis. Da más crédito a la incontinencia visual, al despliegue técnico, que al matizado drama de unos personajes bien perfilados y a los que, a lo largo del metraje, le suceden (piel adentro) cosas que merecen la atención, asuntos que a todos nos pueden ocurrir cualquier día de estos. A mí me parece increíble que me sucedan las aventuras que acabo de ver en Doomsday, el día del juicio. Su fibrosa protagonista (Rhona Mitra) apabulla sin pudor la retina del espectador: lo machaca en la butaca, le obliga a asistir a un programa de actos tan deliberadamente inverosímil que, por fuerza, se hace (en su grumo global) creíble. O nos lo creemos o salimos de la sala embadurnados de estulticia, convencidos de que tal vez no debamos repetir ingesta tan masiva de acrobacias visuales, escenarios peregrinos y, sobre todo, argumentos tan exóticos.
Doomsday ofrece asombro, pero es un asombro mecánico, carente de conflicto, asombro de formulario, tipificado y registrado. Nada de Doomsday huele a nuevo, aunque Neil Marshall no se toma en serio la cinefilia militante y acomete la empresa de entretener sin que, en el trayecto, se avergüence de piratear escenas y estilos, soluciones plásticas y parlamentos inconsistentes. Porque estos tiempos de reciclado y de globalización se caracterizan por exhibir la impudicia de copiar malos originales. Y si no malos, al menos, no excesivamente brillantes. Brian de Palma clava en su corcho de ideas las fórmulas de Hitchcock. Almodóvar mira a Siodmak y a Cukor y Woody Allen se refugia en su adorado Bergman. Un mediocre modelo reciente acude a una obra maestra del pasado. Aquí Doomsday es una extensión episódica de Underworld o de 28 días días después, es decir, productos que merodean el blockbuster instantáneo, la fama volátil de un par de semanas en cartelera y un mes en la estantería de un videoclub. Hay también huellas de Mad Max, que es ya cine de más enjundia. Y está ese personaje fascinante, aunque escasamente explotado, que ejecuta con la asepsia habitual Malcolm McDowell y que remite, en la distancia, en su figura de dios de sus acólitos, al coronel Kurtz de Apocalypse Now. Y está John Carpenter, su magisterio inefable, sobrevolando páramos enteros del film, induciéndonos (con el cariño que le tenemos) a que seamos indulgentes y aceptemos por buena la desvaída fotocopia de sus texturas, el clonado, mecánico y simplista divertimento que tenemos enfrente.
Marshall, no obstante, no defrauda del todo y ofrece una narración (o lo que sea) de aliento épico y tan cabalgada por tantos géneros que uno termina por pillarle, en el trance, en la oscuridad de la sala, cierto sentido a este embrollo apocalíptico. Eso sí, la incapacidad de cerrar un campo se arregla creando otro. Si Marshall no personaliza su obra es porque las exigencias de estos tiempos, el ojo del productor y el temor a que la clientela no muerda el anzuelo en taquilla son pesos muy considerables que le asfixian y que, al final, mutilan la calidad de su producto.
Doomsday es un experimento retro, un vertiginoso remanso de furia y de adrenalina en el tórrido verano de la ciudad, un ventilador macarra, un desinhibido artilugio de entretenimiento tan ampuloso como hueco en el que los estímulos visuales (grosería punk trenzada con clasicismo medieval) despistan nuestra atención, rebajan toda posibilidad de crítica furibunda y así (hipnotizados por las imágenes) no caer en la cuenta de sus carencias.
Marshall no es sutil, no es su oficio: le contrataron porque Dog soldiers o The descent no son, entre la morralla de cada año, zafias, aburridas o descuidadas. Doomsday posee una limpieza expositiva que ya quisieran obras aparentemente mayores: todo se hace creíble, expuse al principio, porque hay interés en que todo se exhiba ametradalladamente, sin la contención que el buen cine exige.
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