6.9.08

Che, el argentino: El origen del logotipo



Nunca me fascinó la fotografía del Che. Ni siquiera cuando los libros me contaron las razones del mito. Tenía un amigo que paseaba Córdoba con una camiseta negra en la que estaba la cara desafiante, la gorra calada y la barba desigual. Supongo que tampoco este amigo argumentaba el icono. Nadie le pidió explicaciones, pero de alguna forma todavía hoy (veinte años después) relaciono la figura de Ernesto Guevara con la involuntaria camiseta de mi amigo adolescente. Algo parecido me pasa con la película de Steven Soderbergh: que no consigo abstraer la contaminación de ese icono que se ha ido maleando, escorando de su apresto primitivo para convertirse en un fetiche pop, en (quizá) el fetiche pop por excelencia. Y la cinta, a pesar de su estimable vocación de tributo, no pasa de un documental al que desacredita la hagiografía del héroe de Sierra Maestra, del revolucionario idílico. Tal vez todos necesitemos una revolución, y el argentino en busca de ideales a los que entregar su fiereza moral y su firme voluntad de conducir a los pueblos oprimidos a cierto tipo de nirvana social (luego devenido falso o romántico en exceso) imanta esos deseos y los expulsa, amplificados, convertidos en pura fotogenia, en chapa en una chaqueta, en póster en una carpeta de apuntes de Filosofía. El pobre Che, el Comandante sacrificado por la Historia, terminó fragmentado en dos: el que practicó el marxismo y quiso que los pueblos gestionaran su propio destino y el que iluminó la vacuidad moral e intelectual de varias generaciones que se apropiaron de una imagen y la exhibieron como mercancia. Curioso que el Che Guevara, cruzado anticapitalista, haya entregado su rostro a un inabarcable negocio.
Soderbergh, sobrio hasta el tedio, renuncia al colorido didáctico en el que caen otros biopics (pienso en la fallida, en el fondo, historia de El último rey de Escocia) y enfatiza lo prosaico, la sentimentalidad de un líder, su disciplina ética (censurable y encomiable al tiempo).
Primera parte de un díptico, con Guerrilla finiquitándola, Che, el argentino abruma por lo aséptico de su discurso, por la obsesiva dependendecia de la palabra del biografiado, que navega el metraje como un texto interesante, en ocasiones, pero plúmbeo e irrelevante, en otras: llegó un momento en que me sentí abrumado por la repetición de situaciones, de modelos narrativos que sustentan una historia no muy sencilla de contar, pero que acaba por perderse en deshilachados flashbacks, en brumosos episodios que en poco benefician al soporte dramático de la historia, despeñada en una frialdad innecesaria. A mi amigo adolescente, perdido en el tiempo y en la cartografías de la memoria, igual le ha fascinado este prospecto sobre su camiseta. Si me lo encuentro, se la recomiendo enfáticamente. Por los viejos tiempos, camarada.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Coincido contigo. Che es muy fatigosa. Me cansó todo lo que cuentas y más. Un intento fallido de renovar la fe en un mito. Otra vez sera- O no

Isabel Huete dijo...

La mayoría de las críticas que he leído han ido en el mismo sentido, y aunque para mí nunca fue un icono, quizá porque lo ligué siempre con Fidel y la falta de libertades (al menos las fundamentales, porque hay otras que nosotros tampoco disfrutamos lo que deberíamos), me apetecía verla, sobre todo para romper esa atadura quizá distorsionada, pero me parece que no haré el esfuerzo.
Me alegro haber leído también esta crítica tuya.
Un besote.

Anónimo dijo...

Decía un veterano de Vietnam (y vietnamita):

"Por qué hicismos la guerra, si ahora el país ha sido invadido por la Coca-Cola y los MacDonalds".

La economía, el bolsillo propio, es lo que define una revolución hoy día. La justicia social reclama su parcela de bienestar para el que no tiene una Play Station 3. El Che moriría de asco hoy día, no serían las balas bolivianas las que le atravesarían.

La hagiografía (que no película) es plumbea. Mala. Muy mala. Alguien debería explicarle a Soderbergh el significado de la palabra "desmitificar". Eleva a los altares a un agnóstico y, de paso, justifica lo injustificable mediante una supuesta superioridad moral que reclama que al fuego sólo se le vence por el fuego. Y viendo como acabó Gandhi, va a ser verdad.

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