26.5.08

Antes de que el diablo sepa que has muerto: Crónica de la miseria del alma



"Más vale que estés en el cielo media hora antes de que el diablo se percate que estás muerto"
(Adagio irlandés)


Advertencia: No lea el amable lector esta reseña caso de que desee que en la inocencia absoluta de su argumento.


No sabremos nunca si hay cielo. Caso de que lo haya tampoco ganamos respuestas que nos certifiquen su existencia. Aunque esta vida pida otra a veces tenemos que soportar estoicamente la que vemos con los ojos y tocamos con las manos. Esa vida, azotada por infamias como hipotecas, deudas, desfalcos e impagos a tu ex-esposa, no les gusta a los hermanos Hanson. El mal les acecha, pero no saben escuchar y se enfangan en una epopeya clásica donde no es posible que ningún júbilo triunfe. Así que asistimos a una desoladora exhibición de lo más ruín del espíritu humano, un repaso a las miserias del alma más a la vera de la narrativa rusa del XIX que del thriller de Hollywood, aunque el cine negro (esa idea hermosa del mejor cine negro posible) sobrevuela la trama y deja en el espectador goloso el poso más firme de los clásicos, ésos que se ahuecan en la memoria y permanecen por encima de las modas y de los vaivenes del gusto.
Pocas proclamas tan virulentas sobre la demolición de la familia que este thriller del maestro Lumet. No importa que se acerque a los noventa o que ya haya facturado algunas de las mejores películas del último tercio del siglo XX: Antes de que el diablo sepa que has muerto es una obra madura, que relata a golpe de flashback (la vida es un flashback largo, la memoria es la espoleta de sus diferentes sketches) el robo de una joyería familiar y las (previsibles) consecuencias que la chapuza en que la convierten arrastran.
Nada de esto sería posible sin un elenco sobresaliente: Philip Seymour Hoffman borda el papel de hermano arrojado, amateur en sus planes de saqueo, pero tozudo en sus vicios, en sus adicciones y en el deseo de un nivel de vida alto que contente a una mujer (Marisa Tomei) que lo engaña con su hermano y que sólo pide volver a Río de Janeiro a vivir la buena vida en las playas de Ipanema. Ethan Hawke es el fracasado, que malvive en un pub, en un cuartucho de alquiler lejos de una hija adolescente que le exige justo lo que no le puede entregar: cordura, éxito, fachada. De fondo, hacia la mitad del metraje y hasta su imponente final, un Albert Finney en estado de permanente gracia (ya trabajó con Lumet en 12 hombres sin piedad), que recita los mejores versos de la trama y gesticula y adorna su paso por la tragedia con maneras de iluminado.
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Antes de que el diablo sepa que has muerto hurga en el thriller desde el melodrama o, expresado a la inversa, expone un melodrama (uno lo suficientemente llamativo como para no pensar en otra cosa) a través de la estructura formal de un thriller clásico de robo perfecto.
Dice Andy (Philip Seymour Hoffman) que ninguna de sus partes forman su yo completo: lo dice antes de enchufarse una dosis de heroína, antes de saber que su mujer cabalga a su hermano todos los jueves, antes de percatarse que su fechoría (una elemental, nada fuera de lo normal) ha conducido a que su madre muera accidentalmente, antes de que su padre le confiese (entre sollozos) que le quiere muchísimo y él le pregunte si es de verdad su hijo, antes de que una vulgar discusión entre camellos y chantajistas lo tumbe, antes de que el mal (el mal considerado como un fleco del azar o el mal considerado como un filamento inteligente de la oscura trama del universo) le ofrezca la más infame y bárbara de las evidencias en su catre postrer, como diría algún poeta antiguo despertado para asistir a esta función deprimente y devastadora.
Planificada con exquisito mimo, construída en efectistas y reveladores flashbacks, la cinta abruma por su caligrafía precisa del fatalismo, por su honda inteligencia, por su magistral dibujo del desplome de la familia en la sociedad de la opulencia y de las apariencias.
La crónica de estos perdedores se abastece de materiales nobles, conocidos, pero todavía vigentes: el mérito de Lumet, a su edad, o tal vez por su edad, es distanciarse de la historia, someterse a un tratamiento de asepsia moral para filmar sin involucrarse en demasía, sin ingresar en la historia toda la mala baba que la vida (tiene ya el hombre muchos años, ya hemos dicho) le ha ido inoculando. Mérito también formidable el del guionista novel, una jovencísima Kelly Masterson, que formula en muy pocos trazos una coreografía abrupta y honrada de personajes al borde siempre del cataclismo moral, enganchados a la vida por mera casualidad, que se entregan a su propia destrucción con pasmosa naturalidad (véase la escena en la que Andy va deshaciendo el inmaculado mobiliario de su casa moderna, cómo va arrojando a la mesa de cristal las piedrecitas, cómo va desmontando la cama, arrojando al suelo los adornos de los muebles)... Inmorales, los personajes atraviesan muchas estancias y en todas van dejando huellas de su perversión ética, de su escaso apego a la bondad inherente de las personas. ¿ La hay? Tal vez Lumet, en su ocaso, argumente éso: que no somos buenos, que el mal acecha como un virus invisible y que lo tenemos dentro a falta de que la miseria y los problemas nos lo devuelvan íntegro, cabronazo y asesino.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mucha palabra, aunque muy bien traída. Es una Obra maestra total, Emilio. No hay que ponerle ni un solo pero. Es un rato de cine con mayúsculas. Sidney Lumet no tiene casi noventa años. Es un chaval, coño, un chaval. Qu nos de más de lo mismo, hombre.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Esperemos, Martín. Es una película gigantesca, que ganará en el tiempo. tiempos malos, de todas formas, para el negro en el cine.

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