A cuentas de la fe y de la salvación de las almas se han cometido siempre tropelías y salvajadas, pero tenían la muy culta virtud de estar amparadas por la corrección moral y la etiqueta de la bondad infinita de Dios y de la concesión del paraíso de la vida eterna. Tropelías y salvajadas acometidas también en nombre de la falta de la fe, por otra parte. Cuenta Eduardo Mendoza en una entrevista dialogada, que tiene a Fernando Savater como cómplice, en el suplemento Babelia de El País de hoy, que llevó a su hijo a Jerusalén. Viendo el Santo Sepulcro, el escritor le espetó: " Esto tienes que verlo. Vaya que un día caigas en la tentación de creer en algo".
Ignoro completamente si el descreído vive más feliz o le afectan más o menos las desgracias del género humano o si la suya propia es causa de su descreimiento o si la esperanza de la resurrección del espíritu preserva al alma del desconcierto y de la orfandad y la conduce a algún paraíso absoluto de alegría perpetua y goce eterno. Como en esto de la salvación o de la condena de las almas no hay prontuario fiable que marque unas pautas y establezca, con criterio científico, un decálogo milagroso al que asirnos, cuando la miseria del mundo nos azote, es mejor dejar correr las dudas metafísicas y agarrarnos con cuanta más fuerza mejor a los placeres mundanos, a la terrena y ahora sí fiable maquinaria de la felicidad que nos proporciona júbilo, ternura, amor fraterno, amor filial, amor conyugal y hasta amor por el blues o por el jazz o por el jamón de pata negra. Es muy fácil desbarrar, mezclar dogmas con new age, consentir que la vida del espíritu puede ser abastecida únicamente con estos goces momentáneos, mecánicos y, hasta cierto punto, efímeros. Es cierto: me estoy convirtiendo en un consumista consumado, en uno de esos tipos que negocian su equilibrio emocional sin tener que acudir a ningún protectorado catecumenal. Con el tiempo es ése el limbo mental en el que este cronista de sus vicios se siente más a gusto. Hasta es posible que un buen libro o buena conversación con un amigo me llene más que todas las promesas de vida eterna que aletean entre altares y regias columnatas de fuste y pompa por todas las iglesias del mundo. Ahí están, sin embargo, altivas y desafiantes, exhibiendo sin pudor la devastadora venganza del tiempo, que las ha dañado, arañado, confundido y hasta dinamitado sin que su incontestable capacidad de fascinación se rebaje una coma.
No es que la religión esté ahora en entredicho: lo ha estado siempre y es ése su principal activo a la hora de seguir vigente. O ése o su particular creación mágica: el pecado. El pecador (cuentan Mendoza y Savater con mucha sorna) vive en un Corte Inglés formidable: "tienes 15 días para devolver el producto". La fe cristiana contiene en sus máximas la posibilidad de que el que incurra en el pecado siempre tendrá abiertas las puertas del perdón. Tal vez suceda que la religión esté, en efecto, "domesticada por el mundo civil", y el Islam, al no estarlo, parezca más beligerante y cree con mayor facilidad terreno para la polémica y para el conflicto puro. Dos mil años de contiendas da para que la maquinaria de la persuasión esté engrasada a conciencia. Descreer es un lujo que quizá no convenga. Se nos perdonará.
Fotografía de Gorka Lejarcegi
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