Calígula nombró procónsul a su caballo. Idi Amin Dada confió los asuntos de Estado a un médico escocés que mató a una vaca para que no sufriera. El hombre que se erigió como salvador del pueblo ugandés y masacró a un cuarto de millón de sus habitantes en sus ocho años de gobierno fue una figura impuesta por los ingleses, que buscaban extender, bajo la apariencia de la normalidad, su colonialismo, pero la película de Kevin McDonalds no hurga al modo periodístico en ese subtrama polìtica sino que se alía en consideraciones más shakesperianas y ofrece un rico muestrario de las miserias y la gloria de las relaciones humanas a través de la biografía eventual de ese médico escocés (que en la realidad fueron varios y de ellos se trazó éste) que empieza deslumbrado por la campechana humanidad del presidente Amin y termina asqueado de su barbarie.
El último rey de Escocia acerca al público al déspota; lo acerca literalmente: indaga en lo se esconde debajo de la chaqueta reventona de galones, y lo hace bajo la figura ficticia de un médico voluntarioso, comprometido con la causa de los desfavorecidos (primero) y engolosinado (o fascinado) con la personalidad arrolladora del líder negro (después).
El orondo sátrapa ugandés (recreado por un inconmensurable Forest Whitaker, justo merecedor del Oscar a mejor actor) no era sólo un dictador africano criado en Occidente y educado en la muy estricta moral victoriana sino que además exhibía maneras más que correctas, exhibía una verborrea hipnótica y se granjeaba el favor popular con su natural olfato para conmover a las masas con su parlamento y saber en todo momento qué darles (y qué quitarles) para que el descontento nunca venciese al enamoramiento que ocasionaba su desbordada persona. Idi Amin, que murió exiliado a mediados de los ochenta, en Arabia Saudí, bien lejos del escenario de su masacre, combinó los principios coránicos más sólidos y el discurso de la izquierda tradicional, que mimaba al pueblo y censuraba todo posible discurso clasista, todo muy simplemente dicho.
No se recogen en la historia ficcionada su desquiciamiento sexual (era un promiscuo rayano en la adicción) ni tampoco su torpeza militar (no pasó un examen a sargento en las filas británicas que sofocaban los levantamientos tribales en Tanzani a mediados de los cincuenta). Destacó por su corpulencia, por su arrogancia y por su absoluto desprecio de la ortodoxia y de las maneras diplomáticas: su vertiginoso dominio del lenguaje (sin que eso signifique una inteligencia superior) le puso en bandeja de plata las riendas de un país invertebrado, sometido durante decenios al imperialismo británico y huérfano de cultura o de redes políticas sólidas que pudieran hacer frente al invasor europeo o a la despiadada megalomanía de un tirano como Amin. Acsotumbrado a amputar penes, degollar cuellos con su propio cuchillo o desmembrar hembras casquivanas (una de sus mujeres así aparece en algún momento del metraje) para imponer un reinado de miedo en la población, el film no recrea con saña, ni siquiera con fría objetividad, esta parcela de su genocidio personal. Amin cayó cuando se le cruzó por su nublada mente la idea de anexionarse una parte de Tanzania y el vecino país redujo su prepotencia y levantó en armas al Uganda contra su reyezuelo, paranoico, convencido de que saber cuándo moriría y cómo. Era un niño, como dice su protegido, en un momento particularmente tenso del film, un niño o un payaso con una vara de mando enorme y una ira gigantesca. Bendijo la política anti-semita de Hitler y se pasó por su ancha pernera las recomendaciones internacionales en materia de derechos humanos.
Por todo esto El último rey de Escocia peca de una tibieza perdonable, pero que le afecta en demasía a la hora de transmitir una credibilidad, un grado de verismo alto. Puede valer para un espectador ajeno a la historia, pero se desinhibe de todos los que saben el tipo de personaje que retrata: uno lo suficientemente cabrón como para ir siempre, por recomendación de su hechicera particular, escoltado con alguno de sus hijos más pequeños, en brazos, en las multitudes, y así ahuyentar a francotiradores apostados en el anonimato y en la venganza. Whitaker hace el gran papel de su vida de modo que no será posible, en adelante, no buscar su cara para fijar el recuerdo (ominoso) del líder ugandés. Se cree a Idi Amin y conduce esta certeza a extremos increíbles de gestualidad y de apropiamiento del perfil mesiánico y megalomaníaco de su persona. Whitaker es el verdadero héroe de esta correcta, aunque no brillante, cinta: él solito se merienda (canibalismo actoral) toda la posible nombradía de la cinta. El último rey de Escocia es Whitaker, sin que esto reste validez al resto de la propuesta. Tibia, sí, marcada por un sano intento de hacer un falso biopic (recordemos que es Nicholas Garrigan, interpretado por James McEvoy, el que lleva el verdadero peso del film) que lleve al público al cine y relate, a su manera, sin apasionamiento, sin la crudeza exigible, la vida de un verdadero hijo de puta. Y el tiempo rebajará la calidad del film (ya he escrito que estimable, sin alardes) para nombrar al actor. Qué despliegue.
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