15.3.08

Un plan brillante: Creatividad cero




Como los caminos del entretenimiento humano son infinitos, habrá gente que haya disfrutado horrores con esta fría y acartonada historia de ladrones de banco. Cuando yo era pequeño un compañero de clase se comía la punta de sus lápices de colores teniendo especial predilección por el amarillo y el rojo. Cuando se daba un atracón (solía pasar los viernes) los labios parecían la bandera española. Enrique, que así se llamaba el glotón cromático, no hacía daño a nadie y hasta consiguió con el tiempo apreciar las esencias de su golosina y pedía a su madre suntuosas cajas de lápices Alpino (no, no estoy untado por la célebre marca) que paladeaba como el gourmet que se entrega con fruición a la degustación de alguna raro y selecto manjar. Cuando vi Un plan brillante me acordé de Enrique. Pensé: este tipo de películas no hacen daño a nadie y hasta pueden dar un colocón de cine entendido como un nobilísimo arte a cierto tipo de público. Mi amigo K. sostiene que cintas como ésta de Michael Radford, artífice de la muy estimable El cartero y Pablo Neruda, colaboran a unir al clan familiar porque se mancomuna la prole alrededor de la mesa camilla o en la fila a las puertas del local del cine y salen todos ufanos y joviales, habiendo disfrutado de un espectáculo bigger than life, que dirían los americanos más americanos de la América que nos venden los americanos. Yo disiento de K. Me parece que Un plan de brillante ni siquiera consigue este culmen de felicidad doméstica. Que va. Se queda en una pieza mediocre, insuficientemente explotada, que podría haber hecho que mi amigo Enrique abandonase la ingesta de puntas de lápices de colores durante al menos las dos horas que dura la función. Nada de eso.
El descaro de Radford consiste en triturar (sin tacto) los elementos tradicionales del género y combinarlos en una aparente trama de intriga y de talento expositivo. Los directores cumplidores (Radford ha demostrado que lo es en grado sumo) se entregan con oficio a reproducir patrones que tienen bien aprendidos. No es posible que Un plan brillante nos duela en el estómago como La dalia negra o Inland Empire (juro que la vi una segunda vez y confirmo lo que pensé y escribí en la primera), pero la empatía que produce tener a Michael Caine en la pantalla se diluye cuando advertimos que no existe la credibilidad que un producto de esta envergadura requiere. Sencillamente no entramos en la película: Radford no es Basil Dearden (Objetivo: Banco de Inglaterra) o el Rififi de Dassin. Un plan brillante cimenta su posible calidad en la muy lograda recreación de la Inglaterra de los años 60 y en la presentación de unos personajes bien escritos (claramente perfilados, inéditos hasta cierto punto en este tipo de tramas delictivas) pero perdidos conforme el argumento va adquiriendo peso (o perdiéndolo, podríamos decir) y llegando a su folletinesco final. No es posible que Caine (Hobbs, su tozudo y vengativo personaje) perprete él solito el robo de marras. Ahí se desconecta uno: ahí pone el piloto automático y se deja llevar, sin entusiasmo, hasta que The End nos libera del engorro y buscamos una nueva píldora cinematográfica con la que borrar el sabor de ésta recién degustada. En fin...
Mi amigo Enrique, talludito ya, imagino, si lee esta reseña, póngase en contacto conmigo. No he leído nada sobre si la masticación y posterior ingesta de puntas de lápices de colores obture el normal riego sanguíneo en el cerebro. A lo mejor se lo ha lubrificado y su ingenio (Enrique era muy ingenioso, no crean) se ha centuplicado. Que me conteste. Nada me haría más feliz después de este arrebato sentimental que me ha producido la visión de la película. No dejo de pensar qué curioso es el cine, cómo saca de nuestra memoria más escondida escenas y palabras, gestos, ideas. Hoy me siento feliz por esta circunstancia.


Lo mejor, sin duda, el cartel. Lo peor, nunca la tragué en exceso, Demi Moore. (Debí comer tiza de chico; tal vez así mi forma de entender las cosas sería otra)

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