Es fácil que acabemos encasillando a George Clooney en el papel de loser con la conciencia en estado de ebullición tras su papel en la críptica y soporífera Syriana aunque su sex-appeal de varón con hechuras de efebo maduro y con encanto dé más para un Bond dialogado o un ladrón de guante blanco (ya lo hizo en las olvidables Ocean's) que flirtea con la muerte mientras disfruta con el delito. Aquí es Michael Clayton, el picapleitos lúdopata especializado en limpiar rastros, en adecentar vidas, en airear los trapos sucios y reflotar vidas a la deriva, gente de la alta sociedad, clientes de su bufete que han cometido pecados soslayables bajo la bandera internacional de una buena untada de pasta. Todo funciona bien hasta que la conciencia revienta por alguna costura pertrecha y uno de los abogados más efectivos (Arthur Edens, un soberbio Tom Wilkinson) se desmarca de su empresa y amenaza con saltar por los aires la imagen de respetabilidad de sus jefes al declarar la sórdida y rastrera forma de entender los negocios que tienen, su falta de escrúpulos, su absoluta ausencia de moral y, sobre todo, el ansia de poder, los deseos de escalafonar a cualquier precio sin que el ascenso sea detectado por la ignorante audiencia, en este caso, el ciudadano de a pie, el que vive ajeno a estos depredadores con corbata de doscientos dólares y una ristra escandalosa de tarjetas en la abultada cartera.
Clayton es el encargado de eliminar la indiscreción de Edens, que ha visto la luz y sospecha que la redención es todavía posible. Lo que no es novedoso en esta ópera prima de Tony Gilroy (el guionista de toda la trama de Jason Bourne) es la progresiva identificación del perseguidor hacia su perseguido: de cómo Clayton comprende que las razones de su compañero son válidas para que él mismo también se redima y recupere su vida. No es novedoso porque el thriller judicial está muy quemado(Erin Brokovich, Acción civil, Veredicto final, la espectacular estela de John Grishan) y nada de lo aquí contado renueva el género.
El tono frío de la narración (excesivamente frío, inconvenientemente frío) no conviene para que el espectáculo sea esplendoroso: no hay un clímax, no existe un punto de reconocimiento estético en lo que vemos.
Más de personajes que de intriga, la cinta discurre de más a menos: arranca con un hipnótico parlamento en off del abogado Edens, que reconoce su falta de cordura para seguir en la brecha y destapa los recovecos más sucios de los negocios de sus superiores. En adelante, asistimos a la batalla por silenciarle y el empeño de algunos directivos (Sidney Pollack, Tilda Swinton) por evitar que la verdad resplandezca: que la población está afectada por un pesticida vomitado por una empresa de fertilizantes, cliente del consorcio de abogados. Podría haber cualquier otro apaño: ecológico, bursátil, criminal. Lo que importa es hablar de ética: poner texto a la imagen demoledora de un abogado al borde del abismo, asfixiado por el peso siempre insoportable de la conciencia y conjurado (más bien demasiado tarde) a abandonar la impostura y abandonar esas prácticas ilícitas: lo que ha hecho toda su vida, por otra parte.
Las tribulaciones de este perdedor elegante consienten una película sólidamente armada, de vuelos muy altos: de ésas que invitan a buscar después la verdad y su reverso, los planos escondidos del infierno que los gobiernos y las empresas multinacionales levantan para tapar algunas acciones de alcance menor, pero necesarias para la estabilidad del sistema, a buscar las palabras que aclaren lo visionado. La corrupción, la mentira y el engaño publicitados en el cartel de la cinta están aquí bien presentes y, aunque gélida, visceral y hasta un punto cargante, Michael Clayton es una de las mejores películas que este cronista de sus vicios ha visto recientemente.
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